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Pero el oficial le informó, con respetuoso rigor, de que, dada su minoría de edad, la muerte de su padre, la pérdida de los derechos civiles de su madre y la confiscación de todas las propiedades, los senadores habían decidido que su tutela fuera concedida a Livia, la augusta viuda, la madre de Tiberio. Y anunció que debía conducirlo inmediatamente a casa de esta, en el monte Palatino.

Cayo sintió que su joven cuerpo se paralizaba. Habían otorgado todo poder sobre él a su monstruosa enemiga. Y la llamaban «la tutora», la que hace las veces de padres, una figura materna. Se quedó sin saliva en la boca, no conseguía tragar o hablar, los labios secos se le pegaron a los dientes.

El oficial esperaba su reacción y a Cayo le pareció que lo miraba con excesiva atención. ¿Qué sabía? ¿Cuáles eran las órdenes secretas? Pero si había aprendido algo era a disimular. Sus labios se abrieron y contestó:

– Obedeceré con mucho gusto.

La servidumbre de casa, los familiares, iban congregándose preocupados en el atrio; sabían que su vida estaba destrozada. El oficial, en efecto, anunció a Cayo que sus objetos personales irían con él, mientras que la gente de casa, la familia urbana, los esclavos, los muebles y las propiedades de su madre eran confiscados por el Estado. El chiquillo vio por última vez, y durante toda su vida lo recordaría, a su pobre preceptor Zaleucos. Se había situado junto a la entrada y temblaba ostensiblemente; tenía los ojos muy abiertos.

Cayo, que ya era bastante más alto que él, le puso una mano sobre un hombro y miró sus cabellos grises. Enseguida retiró bruscamente la mano, incapaz de decirle nada. La vejez de un esclavo… Se irguió y se dirigió a todos a la vez:

– Os doy las gracias…

Luego dijo que acataran las órdenes, los saludó dignamente y no se volvió. No volvería a ver a ninguno: dispersados, vendidos lejísimos de Roma.

El oficial continuaba mirando a Cayo.

– Vamos -dijo, y se dirigieron al monte Palatino.

Aquel lugar era ya el símbolo del poder. La leyenda virgiliana decía que sobre aquella espléndida colina, entre el Foro y el Circo Máximo, siglos antes, cuando solo había cabañas de pastores, se había instalado el héroe Palante, el hijo de Evandro.

Augusto había escogido ese punto exacto para construir un templo a Apolo, el dios que, según él aseguraba, le había dado la victoria de Actium sobre Marco Antonio y que, después de tantos estragos, había acabado simbolizando orden, moderación, paz. Para el templo había querido mármol blanco de Luni, rodeado por un pórtico con columnas de mármol amarillo y cincuenta hermas de mármol negro antiguo que representaban el mito de las Danaides. En el interior del templo, detrás de unas pesadas puertas de bronce, dentro del pedestal de la estatua divina, había hecho depositar los antiquísimos Libros Sibilinos, en los que se decía que estaban escritos los destinos de Roma.

Entretanto, a través de agentes, había adquirido poco a poco propiedades colindantes y, utilizando asimismo los terrenos confiscados a Marco Antonio, había edificado alrededor del templo una especie de santuario, el palacio imperial, con terrazas descendentes, jardines, pórticos y atrios, mármoles raros, estucos y frescos en las bóvedas y las paredes. El poeta Ovidio, antes de ser relegado a la lejana Tomis, había cantado la magnificencia de los edificios y cambiado el original palatium por el suntuoso palatia, el plural.

La gente murmuró que en Roma ya se superaba la grandiosidad de los soberanos orientales, y realmente el inmenso palacio -más de doce mil metros cuadrados- se parecía a los célebres palacios de Pérgamo. Pero Augusto tuvo la perspicacia de incluir una grandiosa biblioteca griega y una latina, y declaró que, tanto el palacio como el templo estaban abiertos a los ciudadanos, porque el dueño de todo era el pueblo romano.

Mientras llevaba a cabo esta grandiosa operación inmobiliaria pública, Augusto -sublime artista de la política- ostentaba modestia y discreción para su residencia privada: pocas estancias y pequeñas que habían pertenecido al senador Hortensio, austeros pavimentos de mosaico blanco y negro, sencillos frescos de dibujos geométricos. Esas estancias eran colindantes a la que actualmente los arqueólogos llaman «la casa de Livia» y que en realidad había sido la casa de Claudio, su primer marido, al que abandonó. Allí dentro había permanecido encerrado Augusto durante los días de la guerra familiar: desde allí, sordo a las súplicas, había decidido relegar a su hija Julia y condenar a su último nieto adolescente. Allí, años después, había ido también a buscar consejo Tiberio, salpicado por el escándalo del envenenamiento de Germánico.

Ahora, los pretorianos caminaban ordenadamente a ambos lados del oficial y de Cayo, y aquello podía significar escolta de honor o reclusión. Desde el primer paso dado en el atrio de aquella casa, el olor que percibió Cayo fue nauseabundo; y mientras andaba, los ojos se le empañaban.

«Hasta un hombre como Augusto, que poseía el alma de un dios -había escrito Druso en aquel diario desaparecido con él-, se dejó envenenar por una mujer que de joven había sido una meretricula, una scortum, que sin él no habría sido nada. Jamás ha sido guapa, ni siquiera en su juventud. Con el paso del tiempo, ha acabado odiándola incluso su hijo, cómplice de sus delitos, y está cada vez más lívida y degradada físicamente, porque en la vejez cada cual tiene el rostro que se ha modelado durante la vida.»

El oficial levantó la mano derecha y Cayo vio con alivio, como si lo liberaran, que los pretorianos se detenían. Entraron ellos dos solos en una sala. Las paredes estaban cubiertas de frescos luminosos, flores, pájaros, hiedras, cenefas multicolores de frutas y linones. Parecía que caminaba por un interminable jardín. En la morada ele aquella mujer, resultaba asombroso.

Pero Cayo apenas lograba avanzar hacia el lugar donde ella esperaba; el odio le pegaba los pies al suelo.

– Cachorro de león -murmuró el oficial. Él se sobresaltó-. Combatí a las órdenes de tu padre -dijo el hombre.

Él no contestó, le lanzó una mirada sin volver la cabeza. El oficial también miraba hacia delante y apenas movía los labios. Entraron en un pórtico de estilo antiguo, con pilastras de ladrillo.

– Tu padre te llevaba en su caballo, entre nosotros -dijo el oficial. Cayo volvió la cabeza-. Una vez, en el Rin, te subí a su montura. Apoyaste los pies en esta mano. Te llamábamos Calígula.

Aquellas palabras le llegaron al corazón: se acordaba después de tantos años. El oficial le leyó el pensamiento:

– En las legiones, desde el Rin hasta Egipto, todos te llaman así -se apresuró a decir, ajustándose el cinturón.

Cayo se sintió invadido por una oleada de triunfo: estaba vivo, vivía con ellos. Se detuvo un momento para recuperarse.

– Ella es muy vieja -susurró el oficial-, ya verás. -Él no decía nada, sabía callar-. Te han traído aquí porque temen tu sangre -concluyó el oficial.

Al muchacho lo recorrió un relámpago de orgullo. Se miraron -una intensa mirada de hombres- y entraron en la última sala.

Livia estaba sentada al fondo, rodeada de gente de pie. Llevaba un chal blanco de lana sobre los hombros, una manta de lana blanca le cubría las rodillas y apoyaba los pies en un escabel. Miraba hacia el muchacho. Tenía el rostro muy delgado, de piel vieja y amarillenta; llevaba el cabello, ralo, recogido muy alto sobre la cabeza, como cuarenta años antes.

Cayo se acercó siguiendo al oficial a una distancia de un paso. Todos guardaban silencio. Los ojos de la vieja Livia buscaron los del muchacho, se sumergieron en ellos. Eran unos ojos pequeños, acuosos, pero poseían una fuerza enorme. Pese a la edad, debía de ver con nitidez.

El oficial se detuvo y se hizo a un lado. Cayo también se detuvo, mientras ella, la mujer más poderosa del imperio, «la madre del usurpador», continuaba mirándolo. Tenía el rostro exangüe, sus manos esqueléticas colgaban, con los nudosos dedos, de los bracitos. No hablaba: el silencio de los poderosos. Quizá esperaba ver en el joven señales de miedo. Pero él notó que todos los demás, en cambio, estaban sorprendidos por su belleza adolescente.