– Tú lees el pasado -dijo un día Julio Higinio riendo-, pero ¿sabes dónde está escondido el futuro? Está guardado dentro del pedestal de la estatua de Apolo, a dos pasos de aquí, en su templo. ¿Has oído hablar alguna vez de los Libros Sibilinos?
– Claro que sí -contestó Cayo.
– Pero no sabes que los originales se habían quemado hacía más de un siglo y que desde entonces, en los momentos de peligro, Roma era invadida por las más confusas profecías que llegaban desde todas partes de la tierra. Al final, el divino Augusto se cansó y ordenó destruirlas todas. Yo mismo conté más de quinientos volumina mientras caían al fuego. Los romanos estaban desesperados: ¿cómo sabremos el futuro? Pero Augusto descubrió que se había salvado una copia de los Libros Sibilinos y la guardó bajo la estatua de Apolo. Quizá -dijo con ambigüedad- aparezcas escrito tú.
Cayo pensó -un pensamiento de fuego- que tal vez su nombre estaba realmente escrito dentro del pedestal de la estatua. Y si estaba escrito, no podía cambiar. ¿Existía un destino? Y si existía, ¿qué era? Pero aquel pensamiento abrasador se desvaneció como humo, y él se dijo que las palabras de Higinio eran una trampa para descubrir sus proyectos y que aquellos libros habían sido una refinadísima invención de Augusto. ¿Quién podía examinarlos, estando encerrados allí adentro? Solo los consultaban los sacerdotes adeptos, de modo que, en resumidas cuentas, leían en ellos lo que se les antojaba. Pero ¿por qué Augusto, tan terriblemente racional, había interrogado tan a menudo al astrólogo Teógenes? ¿Por qué había acuñado en las monedas su constelación, Capricornio? ¿Por qué había publicado su horóscopo triunfal? ¿De verdad creía esas cosas? ¿O quizá, desde lo alto de su talento, quería que las creyesen los demás y pensaran que era inútil luchar contra él?
Aunque pensaba estas cosas, el joven Cayo confesó con voz soñadora:
– A mí me gustaría viajar por mar, ir a Rodas, a las Cícladas, a las Espóradas, al Ponto Euxino… Si pudiera saber que lo haré…
– Lo conoces -replicó el viejo, irritado-. Has estado con tu padre.
– Por eso -explicó Cayo-, me gustaría dirigir una nave e ir de puerto en puerto.
Sonreía, y el viejo se alejó disgustado porque la máxima esperanza de aquel adolescente, nieto de emperadores, era un sueño tan pequeño.
Los autógrafos
En los días grises de febrero el joven Cayo descubrió que en la estantería central, encerrados detrás de una reja corno valiosas reliquias, estaban los escritos autógrafos de Octaviano Augusto. Fue un momento emocionante, como si aquella obra inmensa hubiera entrado en la sala. Había oído hablar de ella con reverencia, orgullo, admiración mítica y, por otra parte, con desesperado, dolorosísimo rencor familiar. Fue como cuando, en el puerto de Alejandría, con su padre, había visto en el agua turbia la cabeza marcada de Marco Antonio en basalto negro.
Corrió a llamar al viejo julio Higinio, quien -dueño y señor de cuanto albergaba la biblioteca-, al oír la petición, permaneció en silencio. Luego le iluminó el rostro un orgullo feliz, casi amor por el joven que pedía. Inmediatamente después se sintió frenado por una desconfiada contención, el sufrimiento del avaro que tiene que abrir un joyero. Al final, el orgullo y la alegría se impusieron a la prudencia y dijo, acariciando la reja:
– El divino Augusto tenía setenta y cinco años cuando me entregó, aquí dentro, estos escritos. Había hecho dos copias, las dos de su puño y letra: una está aquí, la otra en el templo de las vestales, las custodias de lo más sagrado que hay en Roma. Cuando hayas leído esto, ninguna otra lectura, ni griega ni romana, te servirá.
Augusto lo había escrito todo solo, en secreto, en un claro y ordenado latín corrosivo, las líneas absolutamente rectas, los caracteres de una altura y una inclinación constantes. Parecía el trabajo de un hábil amanuense, pero era, en cambio, el producto final de un cerebro que había pensado con lucidez el conjunto, palabra por palabra.
Eran cuatro documentos. En el primero indicaba las espartanas pero solemnes disposiciones para sus exequias. En el segundo describía minuciosamente su rígido y estricto control de la situación militar, administrativa y financiera del imperio, y lo había titulado Breviarium totius imperii. De todo el imperio, a fin de que su sucesor pudiera orientarse rápidamente sin depender de dudosas ayudas. El tercer documento contenía consejos o, mejor dicho, disposiciones de obligado cumplimiento sobre cómo gobernar en el interior y cómo actuar con los vecinos, vasallos, aliados o enemigos. Lo había llamado De administranda Republica. Y Tiberio, dijo Higinio, había recibido inmediatamente las copias de los tres.
Pero el cuarto documento era su historia, y lo había titulado Index rerum a segestarum, «Catálogo de sus empresas». Higinio puso el elegantísimo escrito sobre el atril y conminó a Cayo a no cambiarlo de sitio por ningún motivo.
Del codex salió un ligero polvo mientras Higinio leía, o quizá recitaba de memoria, la apostilla: Augusto había ordenado que aquel escrito fuera esculpido en una inmensa lastra de mármol, en Roma, y grabado en placas de bronce en las capitales de todas las provincias del imperio.
– Desde Iberia hasta Armenia, desde Augusta Treverorum hasta Alejandría, la orden fue cumplida -dijo Higinio antes de abrir con infinito cuidado el codex.
Cayo empezó a leer apasionadamente y desde la primera línea quedó cautivado. La autobiografía destinada al mármol y a la piedra comenzaba de un modo grandioso: «A la edad de diecinueve años, por iniciativa propia y corriendo yo con los gastos, reuní un ejército y liberé al Estado de los que lo oprimían… exercitum privato consilio et prívata impensa comparavi». Diecinueve años y todavía menos palabras. Claras e impecables, decían todo y solo lo que había querido el autor. No había significados confusos o tergiversados, ni confesiones no deseadas, y mucho menos emociones o contradicciones. Eran realmente palabras para esculpir en piedra. La única característica oculta que se podía percibir era un fuerte, sereno y consciente orgullo.
En unas pocas décadas, el poder de Roma se había extendido por un espacio inmenso, decenas de lenguas distintas, miles de miles de fronteras, diferencias abismales entre los súbditos, desde los germánicos hasta los blemios de Nubla. Aquello suscitaba todos los días problemas inesperados, exigía siempre nuevas, dúctiles y rápidas artes de gobierno.
Pero las estructuras de la antigua y libre República habían nacido en un exiguo sector del Mediterráneo; el orgulloso Senado republicano, ya desordenadamente dividido en corrientes, era inadecuado para dirigir la creciente grandeza del imperio. Los senadores se habían visto obligados a reconocer jefes; de vez en cuando, del cuerpo del Senado salía alguien nacido para mandar -un cónsul, un triunviro, un pater patriae- y los senadores delegaban en él parte del poder. O este se lo arrebataba con las armas e inmediatamente los senadores se rebelaban.
Así pues, tras el largo azote de las guerras civiles, Augusto había debilitado suavemente los viejos ordenamientos republicanos. Puesto que era imposible encontrar en el Senado el rápido acuerdo de aquellas mil cabezas en los asuntos cotidianos, un problema cuya solución era impostergable, él había conseguido reducirlas poco a poco a seiscientas expurgando la oposición. Y los supervivientes se habían alegrado porque cada uno de ellos, por separado, había ganado poder.
Había transformado las leyes sin cambiarlas, modificando su aplicación. Se había declarado defensor de una república en la que de república no quedaba nada. Su capacidad para embaucar había sido inmensa. Con buenas maneras había jugado entre los títulos lisonjeros y los poderes reales. Había cedido a las numerosas autoridades del Estado las funciones que no contaban demasiado, pero se había quedado para sí mismo las pocas realmente importantes.