Augusto a jovencísimas y aterradas vírgenes, las presas que él morbosamente prefería, todas de países lejanos, sin saber una sola palabra en latín, destinadas a desaparecer quién sabe dónde al día siguiente.
Pero Cayo reaccionaba día tras día a todos los encuentros insidiosos con una inerte e inexperta indiferencia. Se percató de las sonrisas cáusticas a sus espaldas, oyó comentarios veladamente burlones, y todo eso le produjo alivio, porque si lo consideraban tonto e inofensivo no estaba destinado a morir. Tenía diecisiete años y medio, pero la vida le imponía pensamientos de viejo.
Descubrió que nada desorientaba tanto a los espías de Livia como una contestación que fuese tan insustancial que resultara inesperada. Descubrió que era utilísimo acompañar esas contestaciones con una sonrisa de satisfacción, como si su cerebro hubiera producido lo máximo que podía. «Llegará un día en que no me veréis sonreír», pensaba, recibiendo las miradas de los que lo contemplaban mientras, con atenta minuciosidad, arrancaba las hojas secas de un rosal.
Hasta que una mañana se encontró casualmente -o al menos eso pareció- con el oficial que lo había llevado allí tras la detención de su madre. El oficial le hizo un saludo militar casi rozándolo y dijo deprisa:
– Siguen todos vivos. -Miró alrededor-. Druso está cerca -susurró.
Cayo cerró un instante los ojos y cuando volvió a abrirlos el oficial ya se había alejado. Él continuó su camino despacio para dar tiempo a que se le pasara la emoción. Si Druso estaba «cerca», eso significaba que lo habían capturado. Y el terrible diario que se había llevado la última noche del bargueño de la biblioteca, ¿dónde estaba? La compasión del oficial le había impedido decirle que Druso, que apenas pasaba de los veinte años, estaba cerquísima, pues estaba encerrado en los sótanos de la Domus Tiberiana, cuyas espeluznantes mazmorras pasarían a la historia como el Carcer Palatinus.
En casa de Livia, el silencio nocturno era terrible. Cayo dormía poco y su sueño era agitado; un soplo de viento en un postigo lo despertaba. Y entonces ponerse a pensar era como tirar del extremo de un ovillo, irremediablemente. En la oscuridad, llegaban imágenes de su madre estremeciéndose entre las almohadas, de Nerón riendo por cualquier cosa y de Druso escribiendo con el entrecejo fruncido. Ya no volvía a conciliar el sueño hasta que entre las cortinas se filtraba la luz perezosa de los amaneceres invernales. Y se decía que quizá la decrépita Livia, la Noverca, por la noche también daba vueltas en la cabeza a pensamientos que no la dejaban en paz. De hecho, en Roma se decía que padecía de insomnio.
Livia apareció inesperadamente por el fondo del jardín y lo atravesó apoyada en dos dóciles esclavas, caminando a pasos cortísimos. Detrás de Cayo, un grupo de libertos murmuró que debía de tener ya ochenta y ocho u ochenta y nueve años, nadie lo sabía exactamente.
– Tiene más -dijo una voz malévola.
¿Cómo pudo un hombre como Augusto -pensaba Cayo- compartir toda su vida con una mujer como esta, momificada, viejísima, envuelta en lana blanca incluso en verano? ¿Cómo era esta mujer hace setenta años? ¿Qué le dio?»
«Un hombre -había dicho Germánico- necesita a una mujer al lado de la cual pueda creer de verdad que duerme tranquilo.» Durante toda la vida, Livia, inteligentísima y fría, después de haber sido el intenso amor de una temporada, se había transformado en la más acorde y fiable ayuda para el poder de Augusto. Livia lo había aceptado impasiblemente todo de éclass="underline" las traiciones continuas y conocidas en toda la ciudad, los amoríos con las mujeres de los amigos, que eran también amigas suyas, la vida organizada según sus exigencias, el ser su mejor aliada y ya en ningún caso su esposa. Liberarlo en sus relaciones de las mentiras y del pudor. Discutir, sugerir, aconsejar, insistir con la seguridad de una asexualidad que la protegía de las comparaciones, del rechazo y del repudio. Vigilar y gestionar, como una sultana, la calidad y la peligrosidad de las presencias femeninas en sus estancias de intelectual perspicaz, turbio y complicado. Despreciar en secreto sus debilidades masculinas y conocer las palabras de su mente hasta el punto de guiarlas, controlarlas y envenenarlas sin que él fuera consciente. No pedirle nunca nada, hasta el extremo de parecer desprovista de deseos personales, salvo cuando tenía que sugerirle un despiadado asesinato. Y todo ello porque, como había escrito Druso, sin él, Livia no habría sido nada.
Detrás de Cayo alguien susurró que Tiberio, su adorado hijo, la causa visceral de sus crímenes, no iba a verla desde hacía años. A Cayo le sorprendió que hablaran así delante de él, sin ningún recato. Nunca lo habían hecho. Pero no dio muestras de haber oído.
En realidad, después de la desconfianza y las sospechas de los primeros días, todos se estaban tranquilizando. Poco a poco empezaban a pensar que era de mediana inteligencia, abúlico y dócil; más aún, que incluso era tonto, manipulable, el heredero ideal.
Entretanto, Livia se había detenido, se había sentado lentamente, lo había visto y le había indicado que se acercase.
– Este jardincillo le gustaba mucho al divino Augusto -dijo cuando él estuvo al alcance de su debilitada voz-. Venía aquí a descansar de las tareas del imperio.
Dijo, con aquella voz monocorde, que Augusto había gobernado tantos años porque todas sus acciones habían sido meditadas largamente.
– Germánico, en cambio, murió joven.
Dicho por ella, era tremendo. Cayo comprendió que allí había implícita una amenaza criminal; de hecho, Livia sonreía. Añadió que Germánico había intentado imitar el sublime arte del poder que practicaba Augusto; quizá había comprendido que era la única manera de conservarlo y, en última instancia, de sobrevivir.
– Pero se mostró peligrosamente impaciente y murió muy joven.
Cayo no reaccionó. Ya tenía un dominio total de los músculos de la cara, de los movimientos involuntarios de las manos, de la postura de los pies. Germánico había dicho un día que el hombre no habla con las palabras, y a veces ni siquiera con los ojos; habla, como los caballos, como los perros de caza, con los estremecimientos y las tensiones del cuerpo. «Si temes que mienta, mira cómo se contraen sus dedos, cómo se mueven sus pies en los zapatos.»
Cayo había aprendido; y ahora escuchaba, relajado e inerte, mirándola a los ojos con amabilidad. Y cuando ella hubo terminado de hablar de su padre, él dijo, como confundido por no saber contestar:
– No me acordaba. Era muy pequeño…
Vio un imperceptible gesto de rabia: la vieja estaba arrepintiéndose de haber hablado demasiado con alguien que no era capaz de entender. Mientras vivió, no volvió a dirigirle la palabra.
Pero al día siguiente -un comentario oído por casualidad, un fragmento de frase- se enteró de que su hermano Nerón había muerto en la isla de Pontia. Lo asaltó tal angustia que su reacción instintiva de defensa fue decirse, sin parar de caminar, que había entendido mal, que no podía ser cierto. Sin embargo, al cabo de unos pasos se lo oyó repetir a otros, sin compasión, mientras él pasaba. No preguntó, no se volvió. Nadie le dirigió la palabra, nadie le informó de cómo o por qué. Llegó a su habitación y se encerró.
El invierno
Pasó el verano y el otoño. Una mañana, mientras por el cielo sereno del invierno romano se desplazaban nubes blancas, un oficial bastante mayor que ya había dejado la legión y se encargaba de la seguridad de la casa de Livia le dijo de pronto:
– Cayo, yo vi a tu madre cuando era más joven de lo que tú puedes recordarla.
Él se volvió de golpe y buscó en aquellos ojos como si fueran un espejo.
– Era guapísima -dijo el oficial, y Cayo comprendió que guardaba en la memoria el rostro de ella como había sido hacía quince años-. En el gélido invierno, mientras nosotros combatíamos, los queruscos de Arminio atacaron el puente del Rin. Y los nuestros, que defendían el puente, retrocedían, gritaban que el puente estaba perdido, querían incendiarlo. Pero entonces, bajo las flechas de los germanos, llegó tu madre. Yo estaba allí y la vi. Detuvo a los hombres que huían y los incitó a resistir; y ellos se avergonzaron y el puente se salvó.