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De hecho, los historiadores romanos, tan parcos en elogios, también transmitieron ese recuerdo. «Femina ingens animi» (mujer de enorme empuje), escribiría brevemente Tácito.

Cayo se sintió imprudentemente tentado de abrazar a aquel oficial, pero se controló, y el oficial, sin esperar respuesta, reanudó su camino.

Cayo continuó paseando. El segundo invierno en casa de Livia estaba tocando a su fin, y había sido un invierno duro, ventoso e insólito, con nieve en el monte Soratte y en los montes Albanos, así como también sobre las rosas del jardín y los papiros que Augusto había traído de Alejandría. Esa mañana, de pronto, vio asomar entre la hierba helada las violetas trasplantadas del volcánico lacus Nemorensis.

Después de muchas semanas, vio capullos de rosa, mirlos saltando sobre la tierra removida; vio surgir de los papiros parduscos y marchitos un brote verde. Se preguntó cómo era posible que un día antes no hubiera visto nada.

Súbitamente, de forma irracional, pensó que quizá la vida le pertenecía. Tenía un aliado, y ni Tiberio, ni Livia, ni Sejano, ni aquellos senadores ataviados con sus odiosas togas y el fúnebre calceus negro podrían conseguir que se pusiera de su parte. Su aliado era el Tiempo, el incorruptible dios que se apoya en la guadaña.

Caminaba, y la mañana le parecía muy agradable. Era el último de su sangre, pero poseía algo que sus viejos enemigos nunca podrían conquistar: el Futuro. Él era un cachorro de león con las zarpas todavía frágiles. Debía esperar, igual que habían esperado los papiros, los mirlos, las violetas y las rosas. Notaba la poderosa respiración del Tiempo en la quietud del jardín. Le daba vueltas en la cabeza a ese pensamiento, y estaba cada vez más claro, sin tropiezos, igual que una piedra trabajada en la muela pierde las rugosidades.

Unos días después, se enteró por las conversaciones entrecortadas de los libertos que Livia Augusta «estaba mal». Mientras lo decían, lo miraban, quizá para observar su reacción. Pero él parecía solo infantilmente perplejo.

Había partido un correo para Capri, dijeron, y toda la familia Augustae esperó con nerviosismo al emperador, que desde hacía años no quería ver a su terrible madre. Un día de aquella larga agonía, un liberto, cerca del rincón donde Cayo se sentaba para leer tranquilamente, dijo en griego con acento sirio, riendo:

– Es inútil limpiar todas las salas. Tiberio no vendrá, porque la última vez que se vieron se produjo un violento enfrentamiento. Ella le enseñó aquellas tremendas cartas de Augusto.

Cayo se puso tenso, pero el liberto no daba muestras de recato ni de temer ser oído; es más, había hablado en voz lo suficientemente alta como para parecer que se dirigía a él.

– ¿Qué cartas? -le preguntaron.

El liberto sirio seguía riendo.

– Cartas de la época en que Tiberio estaba confinado en Rodas. Livia las ha conservado durante cuarenta años, y él se enfadó, intentó romperlas, pero ella no cedió.

Cayo levantó los ojos y se encontró con los del liberto que había hablado. El discurso, pues, iba dirigido a él. En los más antiguos y fieles servidores de Livia anidaban, como en todos los esclavos, abismos de odio inexplorados. Inmediatamente se preguntó dónde estarían escondidas esas cartas de Augusto. Pero no las encontraría nadie. Serían, a lo largo de los siglos, una oscura leyenda susurrada por los historiadores.

El liberto y sus amigos se alejaron. Cayo se dijo que, si ese hombre había dicho aquello deseando ser oído, estaba cambiando el futuro.

Efectivamente, mientras Livia agonizaba en Roma, el emperador fue esperado en vano. Una vieja esclava dijo que, después de sesenta años, Tiberio no había perdonado a su madre que lo hubiera dejado de pequeño en manos de despiadados preceptores, en la época del gran amor de Augusto. Pero quizá, se murmuraba, era algo muy distinto. Desde las salas más lejanas y tranquilas de la casa, leyendo las largas e intrincadas Aventuras de Alejandro, Cayo saboreó el amargo aislamiento de la vieja Noverca. La noticia de que Livia estaba muriendo sola, sin volver a ver a su hijo, fue de boca en boca por toda Roma, y alguien, para disculpar la escandalosa ausencia de Tiberio, se inventó que temían un complot para asesinarlo.

Cayo cerraba a su espalda la puerta de su habitación y allí dentro, solo -aunque con el pestillo roto-, reflexionaba en todas aquellas palabras. Nadie le dijo si Livia había llamado a su hijo, si le había enviado un último mensaje. En cualquier caso, Tiberio no se conmovió y dejó que muriera sola, en sus aposentos caprichosamente pintados al fresco.

Así acabó la larguísima vida de Livia Augusta. Y a Cayo tampoco le fue dado verla, ni él lo pidió. Esperaron, con las últimas y exiguas esperanzas, la llegada de Tiberio para las exequias. Esperaron tanto que el cadáver estaba casi descompuesto -escribió el ácido Suetonio- cuando fue colocado en la pira.

Entonces los magistrados romanos cayeron en la cuenta de que, después de tantas matanzas, el pariente más cercano de la No verca en Roma era el joven Cayo. Y los impúdicos juegos del poder le impusieron, a sus dieciocho años, pronunciar la oración fúnebre. Sería su primera aparición en público, le dijeron con insidiosa deferencia los funcionarios de palacio, y él se preguntó qué órdenes habían recibido y para qué planes. Alguien añadió, con ambigua adulación, que ardían de curiosidad por escucharlo, porque era el hijo del mítico Germánico y de Agripina, la nieta de Augusto. Pero él se dijo que todo eso nacía de la peligrosa mente de Tiberio y se preguntaba las razones.

A los funcionarios imperiales les sorprendió la absoluta calma con que se preparaba, siendo tan joven, para la intervención y acabaron por pensar que era demasiado tonto para valorar la importancia. No sabían -y hasta aquel día no lo sabía ni siquiera él- qué hablar en público le produciría un placer puro, apasionante, fascinante.

Fingió que intentaba preparar la oración; después de aquellas largas lecturas, su mente estaba llena de lapidarias frases latinas, de un límpido y proporcionado estilo en griego. Sin embargo, con prudente disimulo, tras redactar dos estúpidas líneas pidió ayuda a personajes de la familia Caesaris, los cuales intervinieron con la misma actitud prudente y servil. Él vio con satisfacción que habría escrito la falsa conmemoración bastante mejor, pero no añadió casi nada de su cosecha.

Habló de la difunta, de Augusto y de la historia con un pérfido placer: a medida que pronunciaba las palabras, todos aquellos años atroces iban quedando cada vez más atrás en el tiempo, habían acabado, no resurgirían. Mientras él hablaba, la terrible Noverca se disolvía, sus proyectos morían con ella, y él -el cachorro de león- estaba bien vivo. Pero todo eso lo disimulaba con una ingenua dignidad ante senadores, sacerdotes y magistrados, que sin duda sabían mucho más que él de la sanguinaria historia de su familia y que, con su larga y zorruna experiencia, mientras él hablaba escrutaban qué se escondía detrás de su joven e indefensa inocencia. Tendría muchas otras ocasiones para valorar los silencios y las atenciones de los senadores, pero aquel día nadie podía imaginarlas. En cualquier caso, se equivocó una o dos veces al leer, como si de verdad recitara mecánicamente un texto escrito por otros. Si alguien necesitaba tranquilizarse, se tranquilizó.

Finalmente, el humo de la pira cubrió el cadáver y después lo envolvió por completo. Las puertas de bronce del mausoleo de Augusto se abrieron para dejar entrar al cortejo fúnebre que debía depositar la urna sobre su monumento. Y cuando lo que quedaba de Livia fue dejado allí dentro, durante unas horas él esperó, absurda, apasionadamente, que su madre y su hermano Druso se salvaran.

Pero al día siguiente de las exequias llegaron las más inesperadas órdenes de Tiberio. Debía de haberlas escrito nada más enterarse de la muerte de su madre, o quizá las tenía preparadas de antes. Mandaba que cerraran la funesta casa de Livia y que llevaran al joven Cayo a la imperial domus de Antonia, la anciana madre del fallecido Germánico, su abuela.