– Mi madre lo quería. Él lo tenía todo para ser amado por una mujer tan sumisa: celebridad guerrera, inquietud, fama de libertino. Y mi madre esperó hasta el último día que volviese. Pero, a pesar de las intimaciones de Augusto, a pesar de las lágrimas y los convulsos viajes en vano de mi madre, él no aguantó lejos de la egipcia, como la llamaban los senadores más viejos. Algunos incluso fueron a visitarlo allí y volvieron indignados, contaron que estaba irreconocible, que ya no tenía nada de romano. E hicieron llorar mucho a mi madre… Y al final él le mandó aquella carta de repudio para casarse con Cleopatra, una carta tan cruel que mi madre dijo que no podía haberla escrito él. Pero Augusto le ordenó que no llorara. «Esa carta pensada en la ebriedad del vino no hiere a una mujer, insulta a Roma», dijo. Y así empezó la guerra en la que Marco Antonio moriría.
La voz de Antonia estaba cargada de emoción, pues hacía muchos años que no había podido hablar de ese modo con nadie. El joven Cayo apoyaba los brazos en las rodillas de ella con una sensación de paz y seguridad, sin tener que guardarse las espaldas, pero Antonia dejó de acariciarlo.
– Así llegó el día que me aterraba, el día del triumphus de Augusto. Vi el cortejo desde lo alto de la tribuna imperial. Vi los carros y las fercula donde iba expuesto el resplandeciente botín de oro. Era un río de oro: estatuas de dioses, leones, esfinges y esparavanes, candelabros, vasos. La muchedumbre se embriagaba viéndolo. Y de repente, la enorme pintura de la reina de Egipto en su cama, casi desnuda, ofreciendo el pecho a la mordedura de la cobra. Al verla avanzar, los gritos del pueblo se interrumpieron. Pero después de la imagen de la reina muerta llegaron los prisioneros vivos, los hijos de ella y de mi padre. A lo largo de toda la calle, la multitud había gritado sin parar insultos contra aquellos chiquillos, y pese a los guardias algunos intentaban agarrarlos. El varón no veía a nadie; ella, como una gacela, saltaba si la tocaban. Iban con las manos colgando entre las cadenas, pero mantenían la cabeza alta. Los seguía, desorientado, un niño más pequeño, debía de tener siete años, y también lo habían encadenado. Yo miraba desde lo alto de la tribuna, al lado de mi madre, porque, aunque el derrotado era mi padre, era la sobrina del vencedor. Alguien consiguió asir a la niña por el vestido de seda y se lo rasgó a la altura del delgado hombro. Los guardias lo obligaron a retroceder. Vi la piel de ella; era más oscura que la nuestra, de color miel. Le corrían pequeñas lágrimas por las mejillas.
»El cortejo se detuvo bajo nuestra tribuna. Vi los toros blancos destinados al sacrificio, a los músicos, a los lictores. Augusto, desde la cuadriga, levantó el brazo para saludarnos y la multitud lo aclamó. Porque mi madre, abandonada y humillada, era su hermana. Y esa era la venganza. Pero el vencido, la víctima, para mí seguía siendo mi padre. Los niños, los hijos de la otra, también tuvieron que detenerse delante de nosotros, pero no levantaron la vista. Los gritos eran ensordecedores. "¿Y para esto se ha hecho la guerra?", dijo mi madre.
»El cortejo se puso de nuevo en marcha. ¡Qué combinación de nombres grandiosos había puesto Marco Antonio a aquellos preciosos niños, los hijos de la otra, en comparación con el simple y republicano nombre de Antonia que me habían puesto a mi! El, Alejandro Helios, llevaba el nombre del conquistador de Babilonia y el nombre divino del Sol; ella, Cleopatra Selene, el nombre de la reina de Egipto y el de la divinidad lunar. Eran gemelos. Los astrólogos habían encontrado signos maravillosos en su nacimiento, en el semen del padre y en el vientre de la madre, y en todos los astros del zodíaco. Pero resultó que todos eran signos de desgracia. Detrás de ellos iba, encadenado y aterrorizado, el cortejo más deslumbrante que Roma hubiese visto nunca: cientos de artistas, médicos, arquitectos, poetas, sacerdotes, músicos, siervos, cocineros, acróbatas…, la corte entera de la reina de Egipto con sus vestiduras de todos los colores. Augusto los había traído como si fueran animales exóticos, para echarlos como pasto a la gente de Roma. Mi madre miraba, atónita, y en ese momento, me contó más tarde, empezó a comprender por qué su amado Marco Antonio había quedado atrapado por aquella tierra y aquella mujer, hasta el extremo de tener que morir allí. Y empezó a sentir un dolor más leve.
Cayo César escuchaba; después de un año de silencio, estaba acostumbrado.
– ¿Todavía estás cansado?
Estaba cansadísimo, tanto que solo deseaba sentarse, acurrucarse, dormir. Pero la voz y las caricias actuaban como una medicina; eran los primeros, maravillosos momentos de confianza absoluta.
Al mismo tiempo, la anciana Antonia, con los ojos llenos de lágrimas, veía en el muchacho cansado la sombra de su hijo, que había sido envenenado en Siria.
– Yo soy muy vieja -dijo, y una sonrisa iluminó su semblante impecable- y el destino ha querido darme una larga memoria. -Su memoria era un sótano en el que desde hacía decenios no entraba nadie-. Pero no quiero añadir otro odio al tuyo. Augusto había hecho lo que había querido de la vida de mi madre, como con todas las mujeres de la familia, y ella nunca le había pedido nada. Pero, después del espeluznante cortejo de aquel triumphus, le pidió que dejara en sus manos a los tres hijos de Marco Antonio y de la reina de Egipto. Augusto se los entregó de inmediato, con todos sus esclavos; pensó que quería concederse el placer de la venganza. Recuerdo que, cuando estábamos esperándolos, yo temblaba. Y mientras aquellos chiquillos aterrorizados y aquel enjambre de esclavos sin esperanza se acercaban, escoltados por los pretorianos, mi madre me susurró: «Quiero entender». Estábamos en el atrio. Los prisioneros avanzaban despacio, en silencio, seguros de encontrar en el palacio de la mujer traicionada la más cruel de las muertes. Y mi madre me dijo: «Mira cuánto sufren». El primer paso lo dio hacia la niña, mi hermana, desconocida hasta el día anterior, la llamada Cleopatra Selene. Era alta, espigada, permanecía inmóvil, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, tenía unos grandes ojos oscuros. Mi madre abrió un poco los brazos, puso las manos sobre sus hombros, la atrajo hacia sí. De pronto, al unísono, sin mediar palabra, las dos se abrazaron.
Antonia se interrumpió después de pronunciar esta frase, porque las lágrimas de hacía sesenta años le habían quebrado la voz.
– En ese momento miré a aquellos esclavos que deberían haber muerto -dijo- y vi lo que significa decirle a alguien: puedes vivir. Se precipitaron sobre mí, que era casi una niña, me cubrieron las manos de besos, hombres y mujeres lloraban y besaban el vestido de mi madre, y también yo lloré, más que ellos, y todos sonreíamos, con las mejillas húmedas, hablando distintas lenguas, diciéndonos palabras que no comprendíamos. Después, mi madre hizo el primer gesto autoritario de su vida, llamó al comandante de los pretorianos y le dijo que se fuera. Y Egipto entró en nuestra casa.
La casa de Antonia había sido el único lugar de Roma en el que, durante años, se había afirmado, aunque en voz baja, que a Marco Antonio y Cleopatra no los había perdido el amor, sino un imposible gran proyecto de unión entre las dos orillas del Mediterráneo.
Entretanto, aquellos pequeños huérfanos y prisioneros, llegados con sus sirvientes, músicos y sacerdotes, tocaban sistros y laúdes, invocaban a Isis la Antigua las noches de luna llena, llevaban vestiduras de lino plisado de color ónice, de color Nilo, de color flor de loto, sabían preparar el perfume sagrado, el khfir, describían templos de granito rosa de tres mil años de antigüedad.