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Preceptores cultísimos explicaban que en aquel país se había inventado la agricultura y la ciencia hidráulica, vital en una tierra sin lluvia; decían que Alejandría era el mayor centro de intercambios culturales y científicos; afirmaban que en la escuela religiosa y filosófica de Heliópolis había nacido la intuición de lo divino. Arquitectura, música, ciencias especulativas y medicina se habían compenetrado en un edificio humanístico. Mil años antes, el faraón Ramsés III ya había concedido inmensos donativos a ese centro de pensamiento, el mayor del Mediterráneo prehelénico.

– Pero en Roma nadie quería escuchar esas palabras -dijo Antonia-. Aquí, nosotros éramos los únicos supervivientes de la misma tragedia. Y eran recuerdos sin remedio. ¿Comprendes ahora, Cayo, por qué hizo tu padre aquel viaje que le costó la vida y por qué quiso que tú, aunque no sabías nada, lo acompañaras?

El pabellón del otro extremo del jardín

– Sabes que no me está permitido dejarte salir a las calles de Roma -dijo Antonia-. Pero puedes bajar a los jardines. Vamos, ¿a qué esperas? Ve hasta pasado el hipódromo y pregunta por el pabellón antiguo. Allí encontrarás a algunos a los que te gustará ver. A tu padre también le habría agradado.

Cayo bajó al inmenso parque, lo atravesó con cierta inseguridad, dejó atrás el hipódromo y el olor familiar de las caballerizas, llegó a un vasto edificio construido en el antiguo estilo preaugustal, con paredes de ladrillos vistos y tres pisos de altura. Descubrió, alarmado, que había una guarnición de pretorianos.

Se acercó con cautela; nadie le impidió entrar. Dio unos pasos por el atrio y enseguida vio que iban a su encuentro, como si lo esperasen, cinco jóvenes, visiblemente extranjeros. No reconoció a ninguno, pero vio que ellos, en cambio, estaban bien informados sobre él y su historia, porque se apiñaron a su alrededor y lo saludaron con palabras lisonjeras y alegres.

Así se enteró Cayo de que, en aquel misterioso edificio, los cinco jóvenes vivían en una condición irreal de refinada reclusión. Roimetalkes de Tracia, Cotis de Armenia, Polemón del Ponto, Darío de Partia, hijos de príncipes y de reyes extranjeros, en sus pocos años de vida habían tenido crueles experiencias de guerras, revueltas, derrotas, treguas impuestas por las armas de Roma: eran rehenes, es decir, estaban allí como garantía de que sus padres respetarían los pactos de una paz dura. Detrás de sus nombres emergían inconmensurables tierras de Asia, ciudades míticas, desiertos, ríos gigantescos, lejanos mares interiores.

El mayor era Herodes de Judea -nieto de Herodes el Grande, el fundador de Cesarea y reconstructor del templo de Jerusalén-, que enseguida alardeó de la larga amistad de Augusto y su abuelo y declaró:

– No hicieron falta legiones contra él.

Tiberio había considerado que la domus de Antonia, la madre de aquel Germánico tan añorado en Oriente, era el sitio ideal, sometido a un riguroso pero invisible control, para el suntuoso confinamiento de esos jóvenes príncipes. Muchos senadores se habían quedado asombrados. Pero para Tiberio, además de garantía de la paz actual, estos eran un proyecto futuro: educados en Roma, impregnados de su cultura, conscientes de su poder, con el tiempo se convertirían en dóciles y seguros colaboradores.

Las desmesuradas dimensiones de la domus ofrecían a aquella juventud prisionera, en los pabellones, las termas y los laberínticos jardines, las jornadas más agradables y relajantes. Tiberio veía en todo eso una poderosa ayuda. Del gran mercado de esclavos de la isla de Delos, llegaban para los príncipes orientales junto a lebreles, pájaros raros y caballos de ágiles patas, adecuadas para las curvas del hipódromo privado- muchachas de larguísimos y negros cabellos que tocaban, con instrumentos jamás vistos, dulces canciones incomprensibles, salvajes amazonas rubias de Escitia y exquisitas bailarinas que necesitaban todo el tiempo que dura un banquete para dejar caer, uno tras otro, en una enervante tensión, todos los velos que las envolvían, como era costumbre en Petra. Y Herodes contó riendo que, con una danza así, su prima Salomé había hecho enloquecer al viejo Antipas.

Antonia, lejana e inaccesible, nunca se había acercado allí: ignoraba, o se había decidido que aparentase ignorar, sus atrevidas experiencias. Concedía audiencia a los jóvenes príncipes, en grupo, solo en las grandes festividades romanas, y en esas ocasiones se mostraba maternal y auxiliadora. Su complaciente sumisión a los proyectos de Tiberio sorprendía a muchos en Roma. Se decía que era una devota y extrema fidelidad a la memoria del hermanastro de Tiberio, el hijo que Augusto no había podido reconocer y que había muerto muy joven, en resumen, el enésimo lazo de aquella laberíntica parentela.

De todas formas, los espías de Tiberio vigilaban alrededor de la domus de Antonia. El único que lo había entendido bien era Herodes de Judea, y por eso vivía de un modo abiertamente disoluto, decía cosas insustanciales que no inspiraban desconfianza, se emborrachaba, perdía sumas increíbles jugando que Antonia, maternalmente, pagaba.

– Está comprando tu futuro reino paso a paso -le dijo un día Roimetalkes de Tracia.

Herodes, aunque había bebido tanto que parecía completamente borracho, contestó con lucidez:

– Prefiero tener enormes deudas con Antonia que pedirle un pequeño préstamo a Tiberio.

Se sentaban juntos en el jardín, bebían en las mismas copas el mismo vino aromático.

– Tú, Cayo, has sufrido mucho, igual que nosotros -dijo Polemón, el príncipe al que le gustaba escribir breves y elegantes poesías-. Pero yo creo que los dioses siempre piden un pago a cambio de lo que te conceden. Es de noche -declamó-, y tienes miedo porque en la oscuridad no encuentras lo que has perdido. Pero vuélvete: a tu espalda está amaneciendo. Y los dedos de la Aurora son rosa.

Los hijos de aquellos reyes, aunque veían a Cayo casi tan prisionero como ellos, lo percibían prodigiosamente distinto. En sus mentes había surgido con toda claridad la idea que él tenía guardada en las profundidades del cerebro: al usurpador Tiberio no le quedaban muchos años. Y él, el hijo de Agripina y Germánico, era el heredero imperial.

La amistad estaba derivando hacia una atmósfera conspirativa, y un día Roimetalkes dijo que en Tracia, desde la noche de los tiempos, existía un rito secreto para obtener de los dioses un don que estos estarían obligados a conceder.

– Sea el que sea, incluso el dominio sobre toda la tierra.

Herodes preguntó con seriedad cuál era el rito y Roimetalkes respondió, misterioso:

– Los elementos son siete. -Los demás esperaron-. La música más dulce que se pueda oír, el perfume más raro, luces resplandecientes en los candelabros de oro, el vino más viejo de tus bodegas, los más suaves frutos de la tierra, los bailarines más jóvenes de Siria…

– Es fácil -lo interrumpió con entusiasmo Herodes.

Roimetalkes dijo que no era tan sencillo.

– Necesitamos el amor de una virgen para cada uno de nosotros. Una virgen que cada uno escogerá y conducirá a la sala del rito, y acariciará y desnudará lentamente para mostrar su belleza íntima a los dioses, hasta el momento en que ella, desnuda entre tus manos, temblando de deseo, te suplique que le hagas conocer el amor. Un amor que tú le darás porque la fuerza de los dioses habrá descendido hasta ti. Un amor que tendrá que arrastrarnos a todos nosotros, en el mismo instante. Y los dioses, mirando, gozarán.

Herodes pensó un poco y dijo:

– Podemos hacerlo. Lo haremos.

Así, a puerta cerrada, entre la música, las danzas, las libaciones, en el aire saturado de perfumes, en el culmen de una embriagadora exaltación colectiva, los príncipes prisioneros, todavía jadeantes por la violencia del rito, abandonaron a las muchachas sobre los cojines, se levantaron y, todos juntos, empleando la antigua fórmula repetida palabra por palabra por la voz de Roimetalkes, la plegaria que los obligaba a acceder, pidieron a los dioses: