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– Cayo César Augusto emperador.

Si aquella comprometedora ceremonia hubiera trascendido, habría hecho que todos perdieran la vida, pero los rudos espías del emperador la llamaron simplemente una orgía y semejantes noticias tranquilizaban a Tiberio y a los senadores. No obstante, la vivacidad de aquella corte no tardó en ser conocida en Roma, junto a las deudas de juego de Herodes y las embriagadoras experiencias de Cayo, porque algunas habladurías llegaron incluso a los austeros escritos de los historiadores.

La estatua de cuarzo rosa

Explorando la real domus de Antonia, Cayo descubrió en una pequeña estancia un templo doméstico, un lararium, como era habitual en Roma en la época republicana, y empujó la puerta.

No era un lararium. En la penumbra, en una especie de tabernaculum, estaba sentada una divinidad desconocida, una madre joven que llevaba en brazos a un niño. Estaba esculpida en un brillante cuarzo rosa, llevaba sobre la cabeza una media luna y apoyaba los pies en una esfera, alrededor de la cual había enroscada una serpiente. En una esquina ardía un perfume intensísimo del que se elevaba con gran lentitud un hilo de humo.

Él se volvió buscando a alguien. Se le acercó un viejo esclavo que apoyó la mano en la puerta y la entornó despacio mientras susurraba en griego:

– Está prohibido.

Cerró la puerta del todo, miró al muchacho con una mezcla de desconfianza y complicidad y finalmente dijo en un susurro:

– Es la Gran Madre, Isis.

En un instante, Cayo retrocedió años, se encontró de nuevo en aquella barca que remontaba el Nilo, y su padre estaba vivo. «La diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento.» Tiberio había derruido el pequeño templo romano consagrado a ella, deportado y matado a sus sacerdotes. Tan solo la inviolable domus de Antonia podía permitirse una habitación semejante en tiempos como aquellos.

Cayo, emocionado, preguntó al viejo:

– ¿Tú conociste el templo de Sais?

– Cuando se me llevaron como esclavo -contestó el hombre-, me volví para mirarlo. Tenía diez años. Lo que sé, lo sé por mi padre.

– ¿Quién era tu padre?

El viejo contestó que su padre oficiaba los ritos secretos de la diosa y que, cuando habían hundido las naves sagradas, lo habían matado por intentar salvar los instrumentos de las músicas rituales, el nebi y el seistrum de oro. Y era conmovedor oír a un hombre tan anciano hablar de su padre, muerto hacía no sé cuántos años, con la ternura de un niño.

Cayo vio de nuevo la proa rota y medio hundida de la nave que estaba ante el islote de Antirhodos, en el puerto de Alejandría, y le preguntó qué sabía de aquellos ritos.

– Todo lo que sé, es lo que conservo en la memoria, porque aquí no tengo escritos que consultar ni templos donde leer las oraciones grabadas en la piedra. La diosa es Madre, porque su amor por los hombres es inmenso. Pero Isis es un nombre. Y sus nombres pueden ser miles, todos los que nazcan de nuestra soledad y de nuestro miedo, porque se puede llamar a la Madre con todos los nombres del amor. Yo vivo aquí -dijo- y la llamo todos los días. -Abrió un poco la puerta-. Mira.

En la penumbra, la estatua de cuarzo rosa reflejaba las oscilaciones de la llama perfumada. Pero Cayo, reviviendo la inútil ansiedad sufrida en Samotracia y en el Didimeo, dijo:

– Nunca he visto ni oído a un dios responder a nuestras plegarias, aunque sean desesperadas.

El viejo se sintió herido por aquella violenta amargura.

– No es con la voz como se manifiesta la diosa -repuso con calma-. Entre nosotros vivió un mago llamado Arsenoufis. Había accedido a la heka, la Magia suprema, blanca como la luz…

– ¿Tú sabes qué es la magia? -preguntó el joven, pensando que en toda su vida nunca había visto sucesos mágicos o divinos, sino únicamente hechos feroces producidos por la voluntad de los hombres.

– Arsenoufis podía materializar delante de ti la imagen de tu enemigo y dejarlo inerme. Cleopatra lo consultó dos veces: la primera a los diecisiete años, y él materializó la figura de julio César; la segunda, a los veintitrés, y él materializó la figura de Marco Antonio. Pero cuando lo llamó la tercera vez para que materializara la figura de Augusto, Arsenoufis había muerto de viejo.

El joven Cayo se marchó decepcionado. Pero, al salir de aquel rincón remoto, vio inesperadamente a la anciana Antonia que se alejaba, al fondo de una sucesión de salas. Su vestido de seda, de color cielo nocturno con capullos de loto bordados en los bordes, se deslizaba sobre el mármol. Pero Antonia no se volvió y no lo saludó. No había a su alrededor nadie del cortejo casi ritual que solía seguirla, como a una soberana. En contra de la costumbre, la acompañaba solo una persona, un hombre de mediana edad que parecía llegar de un largo viaje. Las salas estaban desiertas.

Cayo se detuvo. Y como a veces los dioses advierten a los hombres con pequeñas señales, la luz de una ventana rozó la cara de aquel viajero que acompañaba a Antonia. Cayo vio que hablaba deprisa y con cautela, y tan cerca de ella que solo una máxima confianza o un peligro extremo podían permitírselo.

Cayo había pasado toda la adolescencia mirando a su alrededor, y mientras Antonia se alejaba con la cabeza inclinada hacia su extraño compañero, escuchando, percibió que algo sobrecogedor estaba entrando en el palacio.

La carta cifrada

Dos días después, una clara mañana de septiembre, Antonia mandó llamar a Cayo desde sus aposentos privados. El acudió y la vio sentada, sola, en un suntuoso decorado que no había visto nunca. Las paredes estaban totalmente cubiertas de frescos que reproducían, con perspectivas engañosas, luminosos pórticos, escalinatas y fuentes. Antonia estaba escribiendo; vestía una de sus sencillas y preciosas túnicas tejidas en Pelusio, y llevaba en los dedos y en las muñecas las antiguas joyas de su único matrimonio y de su larguísima viudez. Pero, en el borde de las mangas y en el bajo, el vestido estaba bordado con brillantes piedras, perlas e hilo de oro, como en los tiempos de los antiguos phar-haoui.

Cayo observó que, bajo las pesadas joyas, las suaves manos que lo habían acariciado durante sus insomnios estaban envejecidas, la piel seca, las uñas endebles.

Antonia dejó el calamus y anunció, como si fuera una sentencia:

– Estoy escribiendo a Tiberio.

Solo ella, en Roma y en todo el imperio, podía osar escribir al emperador; solo ella podía estar segura de que un escrito suyo, pasando por encima de todos los espías, llegaría a la isla de Capri, a manos de Tiberio.

Durante décadas de viudez incorruptible, la dignidad de Antonia, en medio de las desmesuradas riquezas de su domus, de los espectaculares jardines, de los centenares de esclavos y de libertos, del imperial nivel de vida que se llevaba en ella, había sido solitaria, incluso inhumana. «En esta venenosa Roma -había dicho Tiberio con hosca admiración-, es la única mujer que, después de haber jurado fidelidad a un hombre, ha conseguido de verdad no traicionarlo.»

Sin embargo, en la relación entre Antonia y Tiberio se escondía un secreto más profundo que se mantuvo a lo largo de los siglos. Antonia no había dicho una palabra en público sobre la muerte de su hijo, Germánico, y había llorado en privado. Un senador había comentado: «Es la única que no acusa a Tiberio, y es la que debería gritar más fuerte». Pero en las estancias secretas imperiales había sucedido después algo por lo que, día tras día, la relación entre Tiberio y la Noverca había comenzado a deteriorarse. Poco a poco, la vida de Livia se había transformado en un inútil desierto de soledad. Y en las cruelmente solitarias exequias reservadas a la madre del emperador, el senador Valerio Asiático había dicho ambiguamente: «Todos los días de estos once años en los que Tiberio se ha negado a ver a su madre, Antonia, encerrada en su domus, los ha contado uno por uno».