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Antonia, depositaria indiscutible de todos los secretos de política y de cama de la trágica familia Julia-Claudia, la única por encima de toda sospecha en la inquietante Roma de aquellos años, mantenía con el temible emperador una correspondencia continua. Durante años, le había transmitido las traiciones y las infidelidades de los que él consideraba de toda confianza. Solo verdades demostradas e incuestionables, y con ello parecía que más de una vez lo había salvado. Sin embargo, con una impalpable pero corrosiva venganza femenina, sin compasión, lo había dejado más solo y angustiado que a sus propias víctimas.

– Mira esto -le dijo a Cayo-. Solo debes saberlo tú. Saberlo te aliviará.

La escritura era ordenada y clara, pero la mirada de Cayo se topó como contra un muro: era un texto cifrado y, por lo tanto, le resultaba incomprensible.

Ya Julio César había inventado un código para sus mensajes secretos, desplazando la secuencia de las letras del alfabeto de modo que quien no poseyera la clave leía una serie de palabras sin sentido. Augusto también había inventado un código, pero tan sencillo, en contraste con su sagacidad, que toda Roma lo conocía, una especie de juego de sociedad que consistía en sustituir cada letra por la siguiente, es decir, la A por la B y así sucesivamente. Era incluso infantil, se decía. Pero Augusto sonreía al oírlo: aquel modesto código era una broma feroz contra el que se esforzara en descifrarlo, porque de ese modo descubría sobre sí mismo lo que Augusto no le hacía saber oficialmente.

Pero en alguna parte existía y funcionaba la tabla del código verdadero y secreto, el utilizado por Augusto en la época de la guerra contra Marco Antonio y más tarde con Tiberio, cuando lo había asociado al gobierno.

Antonia rozó la hoja con dos dedos y dijo:

– Tiberio descifra este código sin necesidad de ayuda, él solo. Y ahora se enterará por fin de quién es realmente Elio Sejano, el hombre al que sacó de la nada, el hombre que ha destrozado a tu familia. Aquí le presento las pruebas.

Solo ella sabía cuántas noches de tortura le estaba regalando una vez más a Tiberio. Pero no tradujo el texto, no reveló cuáles eran las acusaciones. Contempló la emoción que sus palabras suscitaban en el joven Cayo.

– Es el hombre más peligroso del imperio -murmuró él-. Tiberio ha dejado Roma en sus manos.

Antonia sonrió.

– Ese es el problema al que tendrá que enfrentarse Tiberio -dijo-. Nadie lo hará mejor que él.

Los párpados de Cayo se abrieron sobre sus iris verde grisáceo, como los de Germánico. Antonia vio los sentimientos que estaban desencadenándose en su interior y lo acarició.

– Ahora vete -susurró-. Se preguntarán para qué te he hecho venir aquí.

De aquella carta, que debía cambiar el futuro del imperio, quedó un breve recuerdo en las palabras de los testigos. Durante noches y noches, Cayo no dejó de imaginar a Tiberio abriendo y descifrando sin testigos, en la elevada villa de Capri, aquel escrito secreto, y luego reflexionando largamente, solo en su habitación, lacerado por una enorme desilusión, sofocado por una ira que no podía estallar. Y disponiendo cautos controles, tendiendo sutiles trampas, buscando testimonios inconscientes…

Por segunda vez, Cayo se abandonó a la esperanza de volver a abrazar a su madre y a su hermano superviviente, una idea en la que su fuerza de autocontrol casi desaparecía. Sin embargo, pasaron bastantes días. Tiberio no respondió. Y no sucedía nada.

El hombre de Alba Fucense

Aquel octubre, de noche, Tiberio convocó en secreto en Capri a un oficial al que se había visto raras veces hasta entonces, pues se había pasado la vida dedicado a actividades policiales de cuya inmoralidad y violencia solo habían tenido conocimiento Tiberio y las víctimas. Se llamaba Nevio Sertorio Macro y había nacido en los montes de Alba Fucense, la durísima fortaleza, el arx, corazón estratégico de los Apeninos centrales, a noventa millas de Roma, sede de dos legiones temibles, la Cuarta y la Martia, pero célebre sobre todo como terrible prisión de Estado. En sus sótanos, sepultados durante el invierno en la nieve, después de seis años sin haber visto el sol, había muerto Perseo, rey de Macedonia, y Sífax de Numidia.

Sertorio Marco se expresaba en el tosco latín de aquellos leñadores y pastores. Nunca había tenido ocasión de practicar la compasión y todos sus sentimientos estaban ligados, como un haz de leña seca, por una ardiente ambición. De modo que Tiberio sabía con quién hablaba cuando, sin testigos, en un secreto total, con brusca concisión, lo nombró prefecto de las cohortes pretorianas, el cargo que Sejano creía todavía suyo. Con una dureza impasible, sin dar tiempo a Sertorio Macro a recuperarse de la triunfal sorpresa, en el mismo tono de voz le comunicó una retahíla de órdenes que no admitían réplica y que para cualquier otro habrían sido terribles.

Pero Sertorio Macro estaba a la altura de la empresa: asintió tras escuchar cada una de las órdenes y se las grabó en la cabeza sin pedir explicaciones. Reunió rápidamente una escolta de confianza, se puso en marcha en el acto y, recorriendo a la inversa el camino que acababa de hacer, llegó a Roma al amanecer del decimoséptimo día de octubre. Convocó a los senadores por orden de Tiberio sin informar del motivo e inmediatamente después, mientras ellos acudían a la Curia, se presentó ante Sejano, que aún estaba durmiendo, y se declaró encantado de anunciarle que Tiberio lo había nombrado tribuno consular, la máxima magistratura romana, antesala del imperio.

Contempló con atención policial la alegría ciega que transformaba el rostro de Sejano y le oscurecía el temible cerebro antes de comunicarle:

– Los senadores ya están avisados y te esperan para oficializar el nombramiento.

Mostró con deferencia el decreto que lo designaba a él para sustituirlo en su cargo actual. Miró con rígido respeto militar a Sejano, que, embriagado por la noticia, congregaba a sus oficiales, atónitos, y daba rápidamente instrucciones. Vio cómo aquellos oficiales lo escrutaban a él, el montañés de Alba Fucense al que ninguno conocía, y pensó que tendrían ocasión de ello. Miró a Sejano, que se había despojado él solo, con un gesto, de toda fuerza militar y se dirigía con orgullo a la Curia. Y lo acompañó.

El sol aún no había acabado de salir cuando uno de los ex centuriones que vigilaban en la domus de Antonia se presentó ante ella, que paseaba despacio por el pequeño jardín de sus aposentos privados, donde florecían las rosas otoñales, y se puso a hablarle en voz baja. Cayo no estaba lejos y vio que ella inclinaba la cabeza para escuchar, luego se detenía, levantaba la cabeza de nuevo y miraba al fiel oficial. De pronto, Antonia sonrió. Cayo trató de alejarse; le temblaban las manos. No se volvió. Tras una pausa interminable, oyó la voz de Antonia, alta, llamándolo.

Elio Sejano había entrado triunfal en la Curia y enseguida había constatado que todos los senadores habían llegado antes que él. Pero no había corrillos, ni conversaciones animadas en las gradas, ni retrasados que tramaran tácticas en los soportales. Reinaba un silencio solemne, en realidad, tenso y, para muchos, quizá temeroso, porque a la espalda de Sejano se había entrevisto a los pretorianos -a los que Macro, mientras salía, había impartido las primeras órdenes con su voz tosca y dura- rodear la Curia con una rápida y ordenada maniobra.

Sejano también los vio, al otro lado de la puerta de bronce todavía abierta, y se quedó petrificado a medio camino. En un instante, su ostentoso júbilo se transformó en alarma. No había dicho todavía nada ni se había movido cuando Sertorio Macro, de pie en las gradas de la derecha del asiento vacío de Tiberio, levantó el mensaje imperial sellado con plomo. A continuación cerraron la gran puerta de la sala.

Y cuando Macro hizo verificar la integridad de los sellos y luego, lentamente, los rompió, desplegó el mensaje y, con un acento cerrado, empezó a leer aquel documento que no era un nombramiento, como todos esperaban, sino una implacable y virulenta acusación: «Traición contra el pueblo romano», la sala se paralizó en un terrible silencio. Era una imputación de la que nadie podía salir vivo. Sejano, como si aquellas palabras en latín mal pronunciado tuvieran dificultades para entrar en su cerebro, permaneció inmóvil. Y en medio del silencio Sertorio Macro proseguía: