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Pero el tribuno se volvió y, señalando la entrada que acababan de cruzar, advirtió:

– Prohibido salir de aquí sin el permiso imperial.

Era, pues, una prisión, como la domus de Livia y la de Antonia. Una reclusión que duraba desde hacía más de tres años.

– Obedeceré -contestó Cayo con voz sumisa.

Al fondo del atrio, entre dos estatuas de los hermanos Dioscuros y sus caballos, comenzaba una majestuosa rampa cubierta, en suave pendiente. El empedrado era tosco, adecuado para las monturas. No se veía adónde llevaba y estaba completamente desierta; tan solo, a tramos regulares, a uno y otro lado vigilaban los augustianos.

– El recorrido imperial -indicó el tribuno-. Prohibido hacerlo solo.

El emperador solo pasaba por allí, a caballo, con los poquísimos invitados a los que concedía ese honor.

En el lado derecho del atrio, en cambio, arrancaba una escalinata cargada de mármoles; también se perdía hacia arriba, en una amplia curva, y no se intuía adónde llevaba. Daba una sensación de inaccesibilidad olímpica que abrumaba al visitante.

Sin embargo, Cayo -que de adolescente había visto los edificios y los templos de los soberanos de Egipto-, solo sintió, como una puñalada, que a él, el hijo de Germánico, le obligaban a subir esa escalera. Apoyó el pie en el primer peldaño. Pensó que su hermano Nerón había hecho el mismo recorrido. Comenzaron a subir; en todas las curvas, en todos los rellanos, se abrían a derecha e izquierda galerías y criptopórticos, y se entreveían salas donde reinaba un silencioso ajetreo de cortesanos. Los niveles de las estancias seguían la inclinación vertiginosa de la peña y estaban enlazados por pórticos y balconadas. Por todas partes, inmóviles augustianos vigilaban con mirada opaca.

El tribuno avanzaba a un ritmo implacablemente preciso.

– Aquí tendrás tus aposentos -dijo en un recodo.

Cayo pensó que, al menos durante un tiempo indeterminado, estaba destinado a vivir. Se detuvo, pero el tribuno siguió andando.

Más escaleras. Se distinguieron al fondo los pabellones termales, que no tenían buena fama en Roma. A medida que subían, disminuía el movimiento de los pisos inferiores; las estancias eran cada vez más vastas y suntuosas, resplandecían de bronces, de inmensos mosaicos, de taraceas policromas, pero el silencio era total; tan solo los augustianos, obsesivamente de guardia. Sobre los interminables pavimentos de mármol pasaban, deprisa y sin hacer ruido, algunos libertos, algún que otro funcionario.

– Aquí se gobierna el imperio -dijo el tribuno.

Se abrió la sala de las audiencias imperiales: un majestuoso hemiciclo al que daban cinco fastuosas estancias. Toda la estructura giraba en torno al fondo de la sala, donde se encontraba la silla imperial. «Jamás he visto nada parecido: como una ciclópea mano abierta, cinco dedos que se juntan en la palma, y al fondo, donde está el pulso, allí se sienta el emperador», había contado un embajador, además de confesar que, pese a que llevaba muy bien preparado su discurso, se había puesto a balbucir.

Fuera de la sala apareció un inesperado camino absolutamente llano, practicado en la roca, con admirables vistas al golfo.

– Prohibido pasar por aquí -dijo el tribuno-. Solo tiene acceso el emperador.

Ya no se oían voces. El último tramo de escaleras estaba totalmente desierto. A trechos regulares, se sucedían espléndidas estatuas sobre sus pedestales, jóvenes semidioses, guerreros, atletas, obras griegas del período áureo en su victoriosa desnudez. No se había visto en toda la villa una sola imagen femenina.

Llegaron a la cima. Allí arriba, en el vértice de todo, había sido construida una sala que, de forma espectacular y sorprendente, abría sus arcos sobre una terraza con columnas, una exedra, donde se reflejaba el impetuoso esplendor del mar. Sobre el mármol claro, la luz resultaba casi insoportable.

El tribuno atravesó la sala, condujo a Cayo hasta el umbral de la exedra y se detuvo. Entonces Cayo vio de cerca por primera vez al hombre con el que su madre había evitado que se encontrara, al hombre que tiempo atrás habían llamado el Exiliado de Rodas, al envenenador imperial. Estaba de pie, bajo el sol del mediodía; tres o cuatros cortesanos estaban junto a él. Su estatura superaba la de los demás, le imprimía una marca de soledad. Por aquel entonces debía de contar setenta y tres años. Tenía un tórax excepcionalmente ancho y sin duda, como decían, había sido muy fuerte en su juventud. Mantenía los labios firmemente apretados y su expresión era torva, tal como aparecía en miles de estatuas y monedas. Pero tenía manchas rojizas en la piel, marcas de alguna infección cutánea recurrente. Y ese repugnante detalle lo hacía humanamente vivo. Detrás de él, las columnas, el mar, las islas, la ('asta lejana y el cielo formaban un paisaje de deslumbradora belleza.

El también observaba al joven Cayo acercarse. La rigidez de su postura recordaba sus años de vida militar, tremendas campañas en Iberia, Armenia, Galia, Panonia, Germania, en todas las fronteras más sangrientas del imperio, combatiendo como un gran soldado, aunque había alternado las victorias con sangrientas derrotas. Tenía las manos anchas, con dedos grandes, tan fuertes, según decían, que podían matar de un apretón. Estaba callado.

Los historiadores dijeron que, en él, desde siempre y muy especialmente después de ser elegido emperador, sentimientos, ambiciones y deseos quedaban ocultos por una insuperable barrera de disimulo. Pero, detrás de aquella recelosa defensa, actuaba una inteligencia poderosa, clara y fría, que penetraba las insidias. Y cuando rencores y venganzas personales callaban, decidía lentamente, tras largas reflexiones solitarias. Su relación con la responsabilidad del imperio era de una dedicación constante, lo que para la administración de las provincias suponía un gobierno duro, atento a los detalles, maniáticamente parsimonioso pero sustancialmente justo y positivo, puesto que no actuaba movido por brillantes intuiciones sino por una aplicación tenaz. Y la previdencia de Augusto le había reconocido estas cualidades. Pero el único objeto vital de sus sentimientos era el poder, y su conquista había sido una durísima batalla de eliminación. Una despreciativa desconfianza en el prójimo era constante y espontánea en él; el recuerdo de las ofensas era indeleble; el odio hacia los enemigos, indestructible; la capacidad para matar, natural y sin remordimientos. Era absolutamente despiadado; aterrorizar a sus enemigos le causaba una satisfacción que rozaba la lujuria, y ningún medio, por atroz que fuese, le parecía excesivo. El hecho de sembrar de este modo odio a su alrededor hacía que le pareciese necesario eliminar cualquier posible riesgo para él. Así había acabado metiéndose psíquicamente en una imparable espiral de matanzas; humanamente solo, también se había aislado físicamente en la isla de Capri. Y estar junto a él era muy peligroso.

Miró al joven Cayo, y a este, que habría querido saludarlo, el odio le secó la voz en la garganta. Por primera vez en su vida, Cayo se inclinó, cogió el borde del manto imperial y, en silencio, con un gesto lento y devoto, lo besó. Percibió, en el viento fresco de la isla, un olor rancio de lana conservada desde hacía mucho tiempo, como en la casa de Livia. Desde lo alto, el emperador, con un ligerísimo sobresalto causado por la sorpresa, miró también en silencio los bonitos cabellos castaños, ondulados en la nuca, del último hijo de Germánico.

Cayo levantó la cabeza. El emperador no dijo nada, lo despidió con un ademán. Y era el mismo ademán con el que lo había despedido la Noverca el primer día. El tribuno lo acompañó a la salida.

La peña de Tiberio

Mientras bajaba en silencio, Cayo no sabía que durante mucho tiempo no le permitirían volver a subir aquellos tres últimos pisos. En una corte restringida, exclusiva, controlada como una cárcel -donde la única alegría eran los vicios secretos de los que se murmuraba en los pasillos-, la preocupación por sobrevivir le hizo aislarse y reducir sus gestos y palabras a lo indispensable. No conocía a nadie; se dijo que no podía preguntar ni contar nada.