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Empezaron a invitarlo a la mesa de los altos funcionarios; le preguntaban por sus lecturas, y él las explicaba con una confusa minuciosidad que los dejaba atónitos. Las extrañas historias astrológicas les divertían. Lo escuchaban en grupo, y luego él se marchaba tranquilamente y se sentaba bajo el pórtico.

Un día encontró, sorprendentemente dejado sobre una mesa de la ordenadísima biblioteca, un pequeño y elegante codex deliciosamente encuadernado y con cierres de plata dorada. La inscripción del sittybos estaba medio borrada, quizá deliberadamente. Solo se distinguían dos palabras: Publio Ovidio. Levantó la sobrecubierta y se quedó sin respiración. Era una elegía, llevaba por título Pontica, y ese ejemplar había sido dedicado a su padre, Germánico. ¿Qué se ocultaba tras el incomprensible exilio de Ovidio, el delicado poeta, sus inútiles súplicas a Augusto, su desesperada y solitaria muerte en las melancólicas orillas del Ponto? ¿Por qué estaba ese ejemplar del libro en la biblioteca imperial? ¿Qué había sucedido, que ninguno de ellos sabría nunca?

Empezó a hojearlo con nerviosismo y sintió una sombra a su espalda: de ese modo -había escrito un poeta citado por Zaleucos- te roza el destino que pasa de largo deprisa. Pero se trataba de un joven egipcio que la guerra había reducido a la esclavitud y al que, debido a su exquisito aspecto y a la elegancia de sus maneras, se había considerado digno de servir en la corte imperial. Cayo se había fijado en él, porque sus ojos buscaban inconscientemente momentos de descanso. Debía de tener también menos de veinte años. Pero era un esclavo, alguien que no podía decidir nada de su vida. Obedeciendo a un impulso, Cayo le preguntó en griego de dónde era. Y el muchacho respondió en griego, con fluidez, que era de Alejandría y se llamaba Helikon. Tenía los ojos grandes y profundos, con iris de color ónice en una córnea blanquísima, como las pinturas de los templos antiguos. Solo llevaba una túnica corta y ligera y un par de sandalias doradas.

– Yo he visitado Alejandría, y Sais, y Iunit Tentor -dijo Cayo, antes de añadir en un tono confidencial-: Con mi padre.

– Todo Egipto lo recuerda -contestó el esclavo enseguida.

Aquella frase emocionó a Cayo; después pensó que quizá el joven egipcio se la había preparado. No obstante, dijo que le gustaba mucho el desierto.

El esclavo repuso que el desierto era hermoso pero terrible. -Si la vida te obliga a atravesarlo, debes saber dónde encontrar la sombra de una palmera.

Cayo dejó el codex y, al hacerlo, una hoja cayó al suelo. El joven esclavo se agachó rápidamente para recogerla. En la ligera túnica blanca se perfiló su cuerpo grácil. Puso la hoja sobre la mesa con delicadeza.

– Lo había dejado aquí mientras limpiaba. -Tenía las manos finas, de dedos largos y morenos-. Iunit Tentor es un templo grande -dijo, todavía agachado-. Mi padre contaba que un adepto había caído enfermo y, buscando la curación, había pasado la noche allí rezando. Y de pronto vio…, y no era un sueño, porque tenía los ojos bien abiertos…, vio una figura bastante más alta que un hombre, una indescriptible figura divina que se inclinó para examinarlo, con un libro en la mano. Al cabo de un instante, se desvaneció. Y él se estremeció, completamente bañado en sudor pero ya sin fiebre. Y el dolor había desaparecido.

Cayo lo escuchó y, sin querer, sonrió con incredulidad. El joven se levantó, confuso.

– Oí otros relatos como ese en Sais -dijo amigablemente Cayo.

El esclavo dijo que quizá aún existían en las salas subterráneas de Sais los papiros sagrados con los textos para indagar la suerte.

– El tuyo también. Pero yo no sé lo que hay que hacer. Solo recuerdo que debes disponer veintinueve hojas jóvenes de palmera sobre el altar de las ofrendas, la mensa isíaca.

Cayo pensó que, para un esclavo, hablar con el hijo de Germánico era como agarrarse a una tabla para un náufrago.

El joven seguía contando con inocencia:

– Un hombre al que lo atenazaba la angustia por el futuro, pidió a los sacerdotes que lo dejaran bajar a los sótanos, y ellos se compadecieron y accedieron. Y allí abajo el hombre se sumió en un sueño mágico: vio la nave sagrada de la diosa atravesar la bóveda del cielo… y la voz le dijo que liberara su corazón de la angustia, porque grande es el poder de Isis, la Señora de los infinitos nombres, contra los enemigos.

Cayo sintió el impulso de preguntarle si su padre, que le había transmitido esos relatos, vivía y dónde estaba. Pero luego pensó: «Mi padre buscó la suerte en Samotracia y en Mileto, y no le sirvió de nada saber que su vida era breve». Lo asaltó de nuevo una inquieta desconfianza y fingió que se sumergía en la lectura.

El esclavo salió sin hacer ruido.

La simulación

Pero volvió a aparecer. Se acercaba al pórtico caminando ligero y sonriendo desde lejos. Le llevaba en una copa una fruta bañada en vino, o una bebida aromatizada con hierbas de países lejanos. Lo acompañaba a las termas reservadas a los funcionarios imperiales a las horas en que, según los rigurosos mecanismos de los cargos, no iba nadie. Sin embargo, no había transcurrido un mes desde que Cayo había comenzado espontáneamente a sonreír con su único e inocente compañero cuando, mientras estaba sentado bajo el pórtico leyendo, dos funcionarios que pasaban por allí le anunciaron brutalmente, sin siquiera aminorar el paso al decirlo:

– Tu hermano Druso ha muerto en la cárcel.

No esperaron que contestase. Y él, con el cerebro sin una gota de sangre, como alguien que está a punto de desmayarse, miró petrificado sus espaldas mientras se alejaban a paso tranquilo. Después se percató de que no estaba solo: detrás de la puerta de la biblioteca, alguien estaba observándolo a escondidas. Como en la casa de Livia, la cruel escena había sido preparada para descubrir sus sentimientos secretos. En un instante, su cerebro recobró la lucidez y el dominio. Dejó el libro y se quedó mirando el mar, como si reflexionara en la noticia que acaba de oír; a continuación meneó la cabeza, como si la interrupción le hubiese fastidiado, y cogió de nuevo con calma el escrito. Recorrió las líneas con un dedo, como si buscara dónde se había quedado, lo detuvo en un punto y fingió que reanudaba la lectura.

El informador de Tiberio tuvo que decir, perplejo, que el joven había reaccionado ante la muerte de su hermano con bastante más tranquilidad que si se le hubiera muerto un perro.

– O es tan tonto que no acaba de comprender, o no le importa realmente lo más mínimo.

Él continuó allí, solo e inmóvil, hojeando al azar páginas de las que no veía nada. Se metió en la cabeza la idea, como si clavara un clavo, de que su larga simulación era inútil. Los años de vida ganados habían dependido exclusivamente de la prudencia criminal y de las crueles tácticas de Tiberio. Empezó a imaginar su futuro en términos de días y de horas. Se sorprendió pensando que quizá esa noche en el mar de Capri era la última. Una serie de siniestros adioses haciendo callar los impulsos de su joven corazón. Se levantó y volvió a sus aposentos pasando entre los cortesanos. Todos dejaban de hablar cuando él llegaba. Se encerró en su habitación, se sepultó en la oscuridad.

Al día siguiente regresó a la luz del día y le pareció que nada de lo que veía era igual al mundo que había dejado la noche anterior. Vislumbró a Tiberio a lo lejos, dirigiéndose hacia la gran sala de audiencias sin mirar a su alrededor, seguido por los suyos. Reconoció a Coceyo Nerva, el célebre jurista que nunca, según decían, había estampado su firma bajo una ley o una sentencia injusta. Pensó que, a pesar de los cortesanos, si se abalanzaba sobre Tiberio por la espalda empuñando el puñal como le había enseñado el tribuno Silio, tendría tiempo de matarlo. «Es una cobardía dejarlo vivir.» Se concentró en ese plan tan intensamente que sus músculos se contraían, como si ya estuviera agarrando el voluminoso cuerpo y clavando la hoja hasta la empuñadura en la base del cuello, allí donde late la vida.