Y mientras estaba sumido en esos pensamientos, se acercó el joven Helikon y susurró:
– La ejecución de Druso ha causado una conmoción en Roma. El pueblo se agolpaba ante la Curia, tiraba piedras…
Tiberio se había alarmado y, para justificar la ejecución, había escrito una tremenda carta acusatoria contra el joven muerto y había hecho que los senadores la leyeran.
– Pero Sertorio Macro ha tenido que sacar a los pretorianos a la calle. Han matado a mucha gente -dijo Helikon temblando-. Han dejado los cadáveres expuestos, los han arrastrado con ganchos por las calles y finalmente los han arrojado al río. La gente miraba desde lejos aterrada.
– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Cayo en un susurro.
Al cabo de un instante despertó en su interior la desconfianza, contuvo la ansiedad, no preguntó nada más.
Pero Helikon respondió con apasionada confianza:
– Calixto.
Cayo lo miró sin comprender; ese nombre no le decía nada.
– Es de origen griego, pero nació en Alejandría -dijo Helikon.
En efecto, había llegado como regalo a Villa Jovis -como un valiente perro de caza o un caballo digno de competir en el hipódromo- un esclavo de unos treinta años, alejandrino pero de estirpe griega, que se llamaba Calixto. Hablaba griego y latín, además de egipcio demótico, arameo y parto. Sus maneras eran refinadas y estaba acostumbrado al trato con los poderosos. Reconocía de forma exquisita los objetos de arte, las pinturas y la música. Cómo se había visto reducido a la esclavitud con un pasado personal y familiar tan brillante, a causa de qué vicisitudes de guerra o de sublevación, ni siquiera los controladores policiales de Sejano habían conseguido averiguarlo. Calixto había descrito países devastados e incendios en el alto valle del Nilo, cerca de la isla de File, gente que había huido más allá de la primera catarata, hacia Meroe, matanzas a las que al parecer no sobrevivieron testigos. De todos los nombres citados por él, no se había encontrado constancia.
Sin embargo, los dirigentes de la familia Caesaris habían continuado hablando de él, en el límite del entusiasmo, como de un joven digno de las mejores ocupaciones, incluso en la secretaría imperial. Tiberio, que no admitía a nadie a su servicio directo sin evaluarlo él mismo, lo había llamado, hecho interrogar por el intendente, había escuchado las respuestas y no había dicho una palabra. Jamás, en toda su vida, había dedicado tanto tiempo a un esclavo. Su instinto le había sugerido que era un regalo envenenado. Se había acordado de un poeta antiguo: «Pequeñísima y brillante es la víbora que se desliza fuera del huevo».
Había dudado entre enviarlo a una propiedad suburbana o cederlo a un patricio, pero el instinto le había sugerido de nuevo que no era un cerebro que conviniera dejar sin vigilancia. Había sentido el impulso de hacerlo matar directamente. Percibía la mente de ese joven, que ante él, el emperador, seguía manteniéndose viva y fría, sin muestras de desaliento. Dada su condición, era casi admirable. Había decidido permitirle vivir, relegado a tareas inferiores y humillantes que permitirían descubrir su verdadera identidad.
El cultísimo esclavo se hallaba perdido en los recovecos de Villa Jovis. Pero -puesto que, como decía Zaleucos, los dioses juegan con el destino de los hombres- su nombre reapareció aquel angustioso día mientras Cayo intentaba obligarse, haciendo un esfuerzo tan grande que le parecía gritar, a no buscar noticias, marcharse de allí, encerrarse en su habitación.
– Calixto dice -susurró Helikon- que Sertorio Macro llegó anoche para informar. Me ha pedido que te lo haga saber todo, y te ruega que te acuerdes de él el día que puedas.
Druso había estado encerrado en aquella prisión más de dos años y nunca había estado solo: espiado, asediado continuamente por carceleros que debían obtener información sobre sus amistades, sus planes y, sobre todo, aquel diario. El diario finalmente lo habían encontrado, o le habían obligado a decir dónde estaba escondido, y había acabado en manos de Tiberio.
– Está aquí, en alguna habitación de la villa.
El diario no aparecería nunca.
En ese momento bajó con lentitud por la escalinata, desde los pisos superiores, el poderoso prefecto de las cohortes pretorianas,
Sertorio Macro, el hombre que en medio día había destruido a Sejano y pocas horas antes atajado la revuelta de los romanos. Era alto, fuerte y vulgar; llevaba el pelo corto, al estilo militar. A medida que él bajaba, los augustianos de guardia se ponían firmes conscientemente, con las mandíbulas apretadas entre los cubremejillas del casco y la mirada fija en el horizonte.
Él andaba sin mirar, pisando firmemente los anchos peldaños de mármol con los pesados zapatos, pero debía de haberle visto desde lejos, porque se acercó a Cayo César aminorando deliberadamente el paso y, mirándolo, le dirigió un largo, inesperado e intencionado saludo. No pasaba nadie por allí; nadie lo vio.
Unos días más tarde, en los pasillos, las estancias y las infinitas escaleras de Villa Jovis corrió la voz entre funcionarios y esclavos de que Tiberio, alarmado al ver que su amigo Coceyo Nerva, el célebre jurista, no hacía acto de presencia, había mandado en su busca. Habían llamado a su puerta preocupados, porque unas noches antes Nerva había dicho al emperador: «Estoy cansado de vivir». La gélida y tremenda frase había sido pronunciada -y no se sabía qué había podido inspirarla-, un tibio y perfumado ocaso en la soberbia exedra de Villa Jovis, por un hombre que gozaba de una excelente salud y del más alto favor imperial.
Habían derribado la puerta y encontrado al docto e incorruptible jurista tendido boca arriba en la cama. Pero las muñecas colgaban inertes por los bordes, con las venas cortadas, y la sangre había formado un enorme charco sobre el mármol. Sobre la mesa había una nota brevísima: «Dejo esta vida, que se me ha vuelto insoportable».
La madre
Cayo cumplió en aquellos días veintiún años, y nadie se acordó. Él pensó que la autobiografía de Augusto empezaba, como una cita: «A los diecinueve años…». Y por la noche, en el silencio de la isla, se sentía encadenado.
Lo que siendo un niño había soportado pacientemente, ahora que era un hombre le resultaba insoportable. Su mente, su voz, hasta los músculos de su cuerpo querían liberarse sin ninguna prudencia, como un toro con la cabeza gacha embistiendo una valla. La blanda insolencia de los funcionarios y de los libertos le suscitaba pensamientos homicidas. Y cada vez era más difícil ocultar todo eso bajo una sonrisa de los labios secos, bajo los párpados entornados.
Unas semanas después, en octubre, todos los habitantes de Capri, desde el último barquero hasta Tiberio, se enteraron en un momento de que Agripina había muerto en su destierro de Pandataria. Pero nadie le dijo nada a Cayo. Él solo advirtió una alarmante agitación de voces susurradas: todos lo miraban, y en cuanto se acercaba, las conversaciones se interrumpían, los presentes se escabullían.
Finalmente pilló una frase al vuelo: «Solo tenía cuarenta y tres años»; y luego otra más cínica: «No pensaban que moriría». Inmediatamente dio media vuelta y, antes de que se lo anunciaran directamente, aterrorizado por la posibilidad de perder el control, trató de alejarse. Mientras caminaba, era como si apretara entre los dedos un hierro candente. La indignación y la furia eran tales que no veía nada. Su único pensamiento voluntario era petrificar la expresión de su semblante, dominar ese terrible impulso de matar, esconderse, esperar que llegara la noche.
Cuando murió Druso, la noche le había servido para llorar. Ahora se apretaba con las manos los músculos de los brazos hasta dejarlos lívidos; su mente construía imágenes de enemigos torturados que gritaban fuerte e inútilmente. Se refugió en la biblioteca, en un rincón donde no había luz suficiente para leer, pero no se dio cuenta. Alargó la mano al azar, cogió un volumen, volvió sobre sus pasos, consiguió llegar al pórtico, se dejó caer sobre el asiento de mármol.