La sensación que lo recorrió por dentro al pronunciar aquella palabra era indescriptible.
Helikon miró ingenuamente alrededor.
– Llegó una carta aquí, a las manos del emperador. Nadie pudo leerla, pero lo que había escrito era tremendo. Dicen que el emperador gritó solo, encerrado en su habitación.
Cayo no hizo ningún comentario, sugirió a Helikon que se marchara, fue hasta el fondo del pórtico, miró el mar, en dirección a aquella isla que no era posible ver. En cambio, veía en su mente la pequeña mesa de ébano, marfil y bronce, las manos de Antonia con las pesadas joyas, la hoja de papiro con el texto cifrado. «Nos has vengado tú», dijo en voz baja, como si ella estuviese tan cerca que pudiera oírlo.
Cambio de estrategia
Pasados unos días, Tiberio lo convocó. Una llamada de Tiberio era siempre un momento de irreprimible alarma. Lo guiaron hacia la gran exedra con columnas adonde había subido el día de su llegada. Él acudió, inconsciente de que su cuerpo caminaba, sintiéndose fríamente preparado para la idea de la muerte, casi esperando que fuese sin emociones e inmediata. Pero en el mismo momento el cortesano que lo guiaba le sonrió, y la sonrisa no tenía nada que ver con la idea de la muerte.
Tiberio lo observó acercarse. Cayo buscó su mirada; bajo los párpados hinchados, era inaprensible. En el mismo instante, el emperador tenía casi la misma sensación: el joven que había sobrevivido a la matanza de su familia era indescifrable, o estúpidamente inconsciente, o fuerte y listísimo. Pero, en cualquiera de los dos casos -había pensado durante la noche el emperador-, ese muchacho era el único instrumento posible para su nueva estrategia.
Porque, ahora que Tiberio estaba envejeciendo, una estrategia nueva era indispensable. «Esos seiscientos lobos que se juntan en la Curia», los senadores, se daban cuenta perfectamente de que la respiración del poderoso jefe de la manada se había vuelto jadeante. «Lo sé, intentan darme una dentellada en el cuello», pensaba Tiberio, revolviéndose en su cama solitaria.
Pero de ese resentimiento había surgido, de pronto, una idea sublime, la única que podía unir a todos los populares y a un amplio sector de los optimates en una sumisa y feliz mayoría: casar a la (mica hija del senador más poderoso de los optimates, el riquísimo Junio Silano, con el único hijo vivo del envenenado Germánico.
Cayo se acercó al emperador, se detuvo, se inclinó para coger el borde del manto y rozó la púrpura con los labios, en silencio.
Tiberio, por su parte, observó en silencio la refinada cadencia (le sus gestos. Después dijo:
– El senador Junio Silano tiene una hija. Te casarás con ella.
Y mientras lo decía, sintió el alivio de haber conseguido echar, en medio de aquella manada de lobos, un suculento bocado: un cordero.
Cayo se quedó literalmente petrificado de perplejidad. Enseguida pensó que no se concierta un fastuoso matrimonio para alguien al que se tiene previsto matar. Toda la vida de su cuerpo despertó. Entretanto, Tiberio, con los ojos enrojecidos y semicerrados, lo miraba, atento a su reacción. Sorprender a sus interlocutores en los primeros instantes de indefensión era una vieja habilidad suya.
Y Cayo, mientras trataba de comprender qué escondía aquel plan, se limitó a preguntar:
– ¿Cómo se llama?
El semblante de Tiberio reflejó la desilusión producida por aquella pregunta infantil.
– No lo sé -respondió con despreciativa indiferencia.
Pero después lo asaltó de nuevo su desconfianza patológica; esperó que el joven dijese algo más, y su silencio le parecía amenazador.
Los pensamientos de Cayo desfilaban, confusos, a gran velocidad. Tiberio no había sentido jamás compasión por nadie, y a buen seguro tampoco la sentía por él, pese a que le regalara aquella boda importantísima y misteriosa. Se percató -una mirada furtiva- de que a cierta distancia detrás de Tiberio estaba de pie, como un testigo, el enigmático Sertorio Macro. De pronto intuyó que las feroces luchas entre los senadores y su excelente matrimonio estaban estratégicamente vinculados. Tiberio había dicho una vez que presentarse en la Curia Julia, entre los senadores reunidos, era peor que caminar de noche por el bosque de Teutoburgo, y de hecho hacía años que no iba. Y ahora, después de tantas masacres, de repente él, Cayo César, le era necesario a Tiberio y su vida era intocable.
Sofocando los sentimientos triunfales en un mórbido autocontrol, Cayo dio las gracias al emperador por haber pensado en él como un padre y declaró que estaba encantado de obedecer. El emperador no contestó; sus labios se estiraron: se había tranquilizado.
La adolescente Junia Claudila
Así fue como el veinteañero Cayo César bajó después de muchos meses al puerto de Capri, embarcó y puso pie en tierra firme en Antium. Y al día siguiente, con una gran fiesta, en la villa costera que después se diría que había sido de Nerón -en realidad, la familia imperial poseía en el litoral y en las islas del Tirreno Medio una serie de grandiosas residencias: Antium, Astura, Spelunca, Baia, la isla de Pontia, Miseno, Pausilipo, Capri-, se casó con la adolescente Junia Claudila, hija del gran senador Junio Silano. Y este, nada más verlo, le recordó que, de pequeño, había sorprendido a todos hablando con elegancia en griego el día del triumphus de Germánico.
– El destino estaba escrito -dijo, y parecía paternal.
Aquella boda imprevista levantó un cálido entusiasmo popular. Un cortejo de senadores y matronas se trasladó desde Roma, la gente adornó las calles, todos dijeron que la esposa era una deliciosa joven virgen y el esposo un apuesto muchacho en el que los dioses parecían haber modelado de nuevo la seductora juventud de Germánico. Tiberio, que había permanecido atrincherado en Villa Jovis, celebró secretamente su sagacidad. Después de tanto tiempo, Cayo vio a sus hermanas, convertidas ya en irreconocibles mujeres, con sus odiosos y viejos consortes. Se dio cuenta de que también ellas -salvo la querida Drusila, que se apresuró a abrazarlo- lo miraban casi sin reconocerlo y, temiendo palabras imprudentes, se permitió solo un saludo formal. Y como el júbilo popular había parecido excesivo a algunos cautos optimates, Cayo aplacó temores y sospechas con la tímida e insustancial dulzura de sus silencios, sus sonrisas y sus infantiles respuestas.
En realidad, su matrimonio era fruto de un plan más complicado de lo que parecía, pues mientras que Tiberio creía dominar a los senadores, el senador Junio Silano creía sostener indirectamente el imperio. Los dos sentían, por lo tanto, la prisa acuciante de ver nacer, en el mínimo tiempo indispensable, al heredero imperial. Así pues, se abrió para los esposos la pequeña pero suntuosa villa situada en el lugar actualmente llamado Torre Astura, a unas millas de Antium.
«Encerrarlos allí dentro a los dos solos, sin distracciones», había pensado Tiberio. Y Silano, una vez provista la villa de todas las comodidades posibles, mandó a la experta nodriza de la esposa adolescente para que estuviera atenta a lo que sucedía en aquellos delicados días.
La joven esposa era bastante tonta, no muy guapa y un poco frágil. La nodriza le había dado mil consejos. Y cuando fueron cerradas con la necesaria solemnidad las puertas, muchos se inventaron humoradas sobre la noche de bodas entre aquella inexperta y temerosa adolescente y aquel confuso joven cuya mirada se perdía en los libros.
Sin embargo, tras las puertas cerradas, el joven que se acercaba a su inmadura esposa, conduciéndola al suntuoso lecho preparado por la nodriza, tenía en mente un solo y terrible pensamiento: que estaba destinado a vivir o a morir según lo que sucediera en las siguientes noches. Su supervivencia dependía de los sueños dinásticos de su ambicioso e incontenible suegro. Toda Roma esperaba, de él y de ese cuerpo cuyos banales atractivos iba descubriendo, el heredero del imperio. Y lo esperaba enseguida, antes de que el viejo emperador muriese.