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Y puesto que entre él y aquella adolescente no había habido un solo instante de amor, Cayo recurrió a su imaginación para vencer los descorteses pudores de ella, mientras bajo las ventanas se oía el murmullo del mar y él se inspiraba en las artes de las refinadas esclavas de la domus de Antonia.

A la mañana siguiente, al entrar con decisión en la cámara nupcial, la nodriza vio el feliz desorden de la cama, la perezosa sonrisa de Cayo y la mirada nueva de su pequeña Claudila. Sonrió y mandó disponer lo necesario, y fieles esclavas diligentes y avispadas invadieron la estancia. Todos sonreían: los augustianos de guardia en el muelle y los marineros que se desplazaban con sus pequeñas barcas a lo largo de la costa; la experta nodriza soñaba para sí misma una vida en el Palatino si el heredero imperial se daba prisa en nacer, y contaba las semanas y estaba pendiente del ciclo de la luna. Y apremiada a su vez por el senador Silano, se volvió cada vez más intrigante y ansiosa, mientras Cayo, soportando con sonrisas cómplices su presencia, se dedicaba a su esposa con todos los juegos posibles, y Claudila reía, y su risa llenaba la villa.

Hasta que un día, mientras descansaban en el triclinio, en la roca transformada en una pequeña isla unida por un delicado puente a la villa, en tierra firme, y sede cotidiana de sus juegos ya sin pudor, y el cuerpo menudo de la esposa -que, renuente hasta la grosería el primer día, ahora sonreía con triunfal impudicia- estaba entre sus brazos, y la nodriza preguntaba benévolamente qué deseaban para comer, Claudila dejó de reír, miró perpleja a la nodriza, presionó con la mano entre los pequeños pechos desnudos y murmuró que tenía náuseas. La nodriza se acercó corriendo, cubrió prudentemente con un pañuelo la boca de Claudila y esta tuvo una pequeña arcada, solo una, pero que valía el imperio.

La nodriza dirigió a Cayo una mirada cargada de significado, cogió entre dos dedos un pecho de Claudila y apretó el pezón. Y del pezón salieron unas gotas de líquido lechoso.

– Mira -dijo la nodriza a Cayo-, esto eres tú.

Cayo se incorporó apoyándose en un codo, se inclinó sobre aquel pecho y lo besó con dulzura: fue el único gesto totalmente espontáneo de aquellos días. Le quedó en los labios un sabor lechoso y ácido.

– Te felicito -le dijo solemnemente la nodriza- y te felicita toda Roma.

No sabía con qué alivio eran recibidas sus palabras.

Cayo se puso en pie. La nodriza miró su joven cuerpo desnudo. Siguiendo un impulso, saltó a la orilla. Su esposa contempló con languidez su espalda fuerte, sus caderas estrechas, sus pantorrillas, en cuyos músculos se veía la señal curva de las largas galopadas infantiles. Con el agua a la altura de los tobillos, él se volvió hijo el sol para saludarla y se zambulló en el mar.

La nodriza anunció que la esposa estaba embarazada, lo que Provocó el entusiasmo general. Junio Silano recordó a los senadores que se congratulaban de la noticia que él pertenecía a una antigua, fuerte y fecunda estirpe romana. Tiberio observó con ironía entre sus escasos amigos, que el joven y quizá inconsciente marido procedía también de ruta ramilla en la que, durante una decena de años -como todos recordaban-, Julia y Agripina habían concebido un hijo cada doce o trece meses.

Sin embargo, abandonándose a él en aquella villa tan refinada que parecía irreal, la pobre chiquilla no sabía que entre todos le estaban dejando pocos meses de vida.

«El niño ha intentado nacer antes de tiempo», sentenció el médico. Pero ella, demudada, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo, en los intervalos entre los gritos cada vez más débiles y jadeantes, suplicaba a todos, a los médicos impotentes, a las expertas comadronas con las manos inútilmente ensangrentadas, a los sacerdotes que la rociaban con brebajes mágicos murmurando fórmulas escritas por los etruscos seis siglos antes. El último recuerdo de ella fueron sus ojos aterrorizados y su mano, bañada en sudor que se estaba helando, que Cayo estrechó y soltó y que lo atrapó, se le agarró, no se despegaba, hasta que de pronto se abrió, en un enésimo grito, y Cayo huyó al muelle en la noche mientras una parte de él, su primer hijo, moría asfixiado dentro de ella.

– Ya no oigo su corazón -fue a susurrarle desesperado el médico, que con uno de sus instrumentos sobre el vientre hinchado de ella, había escuchado el latido de aquella otra pequeña y egoísta vida que intentaba liberarse.

Ella murió mientras Cayo miraba cómo la noche se alejaba despacio del cielo en el mar occidental; en el mismo momento, la animula de ella, pequeña necia inocente, caía en la oscuridad. ¿Qué dioses, como sugerían los sacerdotes, la recibirían y la cogerían de la mano para hacerla cruzar el terrible río subterráneo hasta la otra orilla? Meneó la cabeza: no había ni ríos ni dioses esperando en aquella oscuridad. Y ella, por culpa de aquellos despiadados planes de poder, no había llegado a los quince años. Sintió náuseas.

El padre de ella, junio Silano, no lloró; no porque fuera un viejo y fuerte senador, sino porque estaba furioso por el poder que había perdido. Había puesto todas sus esperanzas en aquel matrimonio y en el heredero que nacería, había arrastrado en esos planes a la mayoría de los senadores, y ahora ya no era el tutor de Cayo y lo miraba cota odio.

Los médicos, que después de muerta le abrieron el vientre, dijeron que era un precioso varón. Habría podido convertirse, quién sabe cuándo, en emperador. Todos fueron a verlo cuando, lavado y peinado, la pequeña boca entreabierta en busca del aire que no había encontrado, fue depositado junto al cuerpo martirizado de su inútil e inocente madre en la suntuosa pira bañada en perfumes.

– Había pensado llamarlo Antonio César Germánico -dijo bruscamente Cayo, sorprendiendo con esa elección a los que escuchaban.

Se preguntó si podían haberse formado embriones de pensamiento en aquella cabecita. «¿A qué mente se habría parecido la suya? ¿A la impulsiva, sanguinaria, autodestructiva del generoso Marco Antonio? ¿A la límpida, ecuánime, tranquilizadora de Germánico?»

El viejo Tiberio, en Capri, no dijo nada. Quizá ni siquiera se sentía demasiado decepcionado, pues también él, en unos meses, había advertido con fastidio el alcance del celo ambicioso y la injerencia del senador Silano.

El senador, en efecto, miró largo rato en la pira realmente imperial el humo de su poder perdido. No soplaba viento alguno y la hoguera tardó en consumirse un tiempo insoportable. Sertorio Macro también miraba, más ceñudo de lo que correspondía a su papel, pues aquella boda había sido maquinada por él; y aquel niño muerto -sacrificando a la madre, quizá se pudiera salvarlo, había dicho demasiado tarde aquel incauto médico- habría sido, en sus manos y las de Silano, el precioso heredero de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico, incluso de julio César, en sucesivos decenios.

La pira se consumió y la apagaron. Las cenizas de lo que había estado allí encima fueron diligentemente guardadas en una urna de bronce, todavía tibias, indisolublemente unidas. Y al día siguiente Tiberio reclamó la presencia de Cayo en Capri. La protección se había desvanecido; el futuro era totalmente imprevisible.

Las estancias secretas

En la teatral y helada grandiosidad de Villa Jovis, Tiberio desaparecía cíclicamente, durante horas o durante días, en refugios inaccesibles. Mensajeros, embajadores, tribunos, prefectos y procónsules esperaban en tierra firme que él enviase la señal para recibirlos.

La villa, en esos períodos, era invadida por murmuraciones y un inquieto nerviosismo. Galerías secretas, decoradas con pinturas claramente pornográficas; refinados códices en los que las invenciones explícitamente eróticas de Elefantis -la escritora más imaginativa y desinhibida de aquellos siglos- estaban asimismo explícitamente ilustradas; y el lecho en el que destacaba el célebre y escandaloso cuadro de Atalanta y Meleagro, que había costado -se exageraba- un millón de sestercios; y pequeñas salas, donde unos pocos privilegiados se reunían para asistir a los juegos eróticos colectivos de jovencísimos esclavos; y una caprichosa piscina excavada en la roca, con la profundidad estrictamente necesaria para que chapotearan los niños. «Está bañándose con sus pececillos», decían, riendo morbosamente, los cortesanos. Y alguien suavizaba con hipocresía los relatos diciendo que lo mismo habían hecho Sócrates, y luego Platón, y Alcibíades, y Alejandro.