– ¿Te acuerdas del templo que Marco Antonio y Cleopatra no pudieron acabar? -Cogió el calamus-. Mira…, aquí tenía que haber un gran atrio -dijo, pero se guardó los pensamientos que se abrían paso en su mente.
– Se llama jont -susurró Helikon.
– Sí. Un atrio con columnas. El sacerdote me dijo que Marco Antonio y Cleopatra querían pintar en el techo los ciclos mágicos de las constelaciones.
Mostró otra hoja donde aparecía caprichosamente dibujado el río, pero en el centro emergía una isla cuya forma semejaba una nave.
– ¿La reconoces? Es File. Allí, el templo también estaba inacabado. Ellos querían construir un enorme pórtico, más de treinta columnas por lado… -Sonrió y cerró el codex-. Consérvalo tú. Nadie debe ver estos dibujos infantiles.
El trabajo de Sertorio Macro
Sertorio Macro volvió e informó a Tiberio de lo que consideró oportuno sobre su rápido viaje. Pero Tiberio se encontraba mal y, por primera vez, prestó poca atención al informe.
Macro se encerró en la biblioteca con Cayo.
– En estos momentos no hay nadie en Roma que tenga en sus manos el poder -declaró-. Nadie. Solo mis cohortes, que pasan los días almohazando a los caballos, lustrando las armas y jugando a los dados. ¿Te acuerdas de cuando Elio Sejano tenía aterrorizada Roma? ¿Quién la liberó entre la caída de la noche y el alba del día siguiente? Yo, yo solo. Yo la tomé por las riendas como si domara un caballo. Tiberio estaba aquí, como ahora estás tú. De no ser por lo que yo hice aquella noche, solo habría podido esperar que el verdugo enviado por Sejano viniese aquí para degollarlo. Ahora, las cosas son más fáciles pero también más peligrosas. Los senadores están divididos en dos bandos.
– Creo que tú sabes con quién debes hablar -dijo Cayo en voz baja.
Durante aquellos años, muchos habían llorado en familia la muerte de los suyos. Volvían los nombres oídos con dolor impotente: Cretico, Valerio Mesala, los Gracos, Aurelio Cotta, Cecina Severo, Clutorio Prisco. Y el tribuno Silio. Y los Sosios, los valerosos libreros. Una procesión de fantasmas. «Si los tuviese al lado, vivos -pensó Cayo-, en vez de a este.»
Sertorio Macro dijo que había hablado con quien le había parecido necesario. Y aseguró:
– Roma está contigo, como estaba con tu padre, como estuvo con Marco Antonio y todavía antes con Julio César.
El joven Cayo sintió como si aquellos nombres le golpearan las sienes. Aun así, sonrió.
– Debemos recordar que los tres fueron asesinados -dijo.
Sertorio Macro no se dejó distraer.
– Tiberio está muy enfermo -insistió-. Es preciso que salga de Capri mientras pueda hacerlo. Debemos acercarnos a Roma. Si mañana por la mañana no se despierta, y sus libertos salen gritando de su habitación y la noticia llega en un santiamén a Roma, ¿quién se alzará para proclamar «El imperio es mío»? ¿Habrá una guerra civil? No lo permitiremos. Yo tengo que estar en Roma en ese momento, al amanecer, antes de que los senadores se hayan despertado, corno la otra vez. Los enemigos de tu padre, los optimates, solo cederán si ven lo que vieron cuando cayó Sejano. Y cuando entren en la Curia para oír anunciar que Tiberio ha muerto y decidir cómo actuar, a quién elegir, la elección ya estará decidida. Sé cómo hacerlo yo solo, muchacho. Ya lo he hecho y lo he demostrado. -Vaciló, la mirada fija en los ojos de Cayo-. Si me prometes que cuando llegues arriba…
– Te lo prometo -dijo Cayo César, sosteniendo su mirada. Y ni siquiera un temblor reveló el pensamiento que lo abrasaba por dentro: el imperio era suyo, por derecho y por sangre, suyo y de nadie más, no se lo regalaba nadie. El vulgar, astuto y violento Macro creía ser el inventor de la intriga, imaginaba que se hacía -a sus espaldas- con el poder real; creía que lo dominaría, él con los pretorianos y su mujer con esos penosos juegos prostibularios. Pero en realidad, concluyó para sus adentros con un violentísimo odio, los dos eran simplemente sucios, ciegos, despreciables pero imprescindibles instrumentos suyos. Le sonrió.
Miseno
El invierno tocaba a su fin.
– Mis hombres están alerta -dijo Sertorio Macro, que iba a Roma y volvía a las horas más inesperadas-. En un día y una noche, todas las legiones deben saber que tú llevas las riendas del imperio.
Por todo el imperio, desde Mauritania hasta Arabia, desde Iberia hasta Siria, desde Sicilia hasta Germania, a lo largo de las más de cincuenta mil millas romanas que constituían en aquellos tiempos la red viaria del imperio, se extendía una telaraña de altas torres cuadradas, cercadas por un muro, como la del castrum del Rin donde él había pasado la infancia. Una especie de faros terrestres, en los que sobresalía una galería protegida. Desde allí, señales de humo durante el día y con el ambiente despejado, y señales de fuego por la noche, eran transmitidas con duraciones y repeticiones establecidas a otra torre, otra statio, en posición igualmente elevada y visible, vigilada también sin descanso, y de esta, enviadas inmediatamente a la siguiente.
Si lo que decía el prefecto Macro de verdad estaba ya al alcance de la mano, era fantástico imaginar que, mediante el fuego y el humo de esas señales, en un brevísimo lapso de tiempo, un lapso de tiempo que se computaba nada menos que en horas, toda la inmensa extensión del imperio, con sus grandes ciudades, sus pueblos, sus campos, sus legiones destacadas en las fronteras, los millones de hombres que hablaban no sé cuántas lenguas diferentes, se enteraría de que, muerto por fin el usurpador Tiberio, el joven Cayo César -el hijo del gran Germánico traicionado y envenenado, el bisnieto de Octaviano Augusto y de Marco Antonio, el único superviviente varón de la familia imperial-, con el apoyo armado de los pretorianos, de la flota y de las legiones de Germania, así como con el sumiso consenso del Senado, había conquistado finalmente el imperio.
Un día, de repente, Tiberio decidió abandonar Capri. A pesar de la lectica acolchada, los esclavos, los ayudantes y los médicos, el descenso desde Villa Jovis hasta el puerto fue trabajoso, y peor fueron el embarco y la travesía. Todos recordaron -y los que no lo sabían se lo oyeron, sobrecogidos, a los demás- la siniestra profecía que años atrás había anunciado la muerte de Tiberio cuando intentara regresar a Roma.
Tiberio no se volvió ni un instante para mirar la isla que había sido durante años su inaccesible madriguera. Si echó una ojeada, fue a través de un resquicio de las pesadas cortinas acolchadas, porque sobre el mar soplaba un variable viento de principios de marzo, un viento de levante que bajaba de los montes del Matese y que, según los marineros, anunciaba lluvia.
El emperador desembarcó, encerrado entre las cortinas de la lectica, en la formidable base naval de Miseno, terror y presidio de todo el Mediterráneo occidental. Miles de marineros rindieron los honores, pero el hombre al que estos iban dirigidos no vio nada y no se dejó ver. Los augustianos, que habían obsesionado a todos en la época de Capri, cedieron el paso al prefecto que dirigía la célebre Classis Praetoria Misenatis, la Armada del Mediterráneo oc cidental, y a sus hombres, tradicionalmente escolta imperial en los puertos y durante los viajes por mar.
El cortejo a caballo formó detrás de la lectica del emperador enfermo. Cayo montó dando aquel salto sin apoyos que había aprendido en el castrum y que le atraía la complacida admiración de los militares. El poderoso prefecto lo miró, y él vio que le había dejado el primer puesto a su lado y esperaba. Con calma, Cayo guió al caballo hasta colocarse exactamente donde todos esperaban. Su sangre conocía la dignidad de los gestos y de su ritmo, pero el sentimiento de liberación y de orgullo que se desencadenaba en su interior era casi incontenible. El cortejo se puso en marcha y avanzó al paso, solemnemente, a lo largo del muelle.