De pronto, el prefecto extendió el brazo con un gesto intencionadamente amplio, que todos sus hombres vieron bien, y dijo a Cayo:
– Mira. Todo esto lo construyó el padre de tu madre, Marco Agripa, el marino más grande que ha honrado Roma. Él diseñó la ensenada del puerto occidental, que comunica con el mar abierto, y el puerto oriental, más interior, mira, con los almacenes, los talleres, los astilleros, las soguerías, los cuarteles. A él se le ocurrió unir los dos puertos abriendo aquel canal. Él excavó en la roca una cisterna que recoge toda el agua del Serinum. A la flota no le faltará nunca agua potable, aunque las naves tengan que zarpar todas el mismo día.
La llamarían Piscina Mirabilis: tenía las dimensiones de una catedral, setenta metros de largo por veintiséis de ancho, con fuertes pilastras cinceladas en el banco de roca.
– Gracias a tu abuelo, nadie, en ningún rincón de estos mares, se atreve desde entonces a navegar sin el consentimiento de Roma -declaró el prefecto-. Los hombres de la Classis Praetoria Misenatis lo recuerdan muy bien -concluyó.
Cayo se dio cuenta de que no era una información, sino un pacto explícito, un pronunciamiento.
– Lo recuerdo -contestó-, y también sé cuánto debe el imperio a esos hombres.
En la villa situada sobre el promontorio -que cien años antes había sido de Lúculo, el riquísimo vencedor de Mitrídates-, los médicos interrumpieron aquel último viaje del emperador; y allí Tiberio pasó precipitadamente de los días de la enfermedad a los de la agonía sin esperanza.
– Se resiste a morir -mascullaba Sertorio Macro con crueldad-. Y me da miedo… Si alguien se prepara en Roma…
Dominando la ansiedad, como había hecho Livia cuando Augusto agonizaba en Nola, difundía rumores de una milagrosa recuperación del viejo Tiberio, mientras que este, en cambio, agonizaba entre las almohadas ante la mirada afligida de sus médicos, que iban a perder empleo y dinero.
Pero Sertorio Macro sabía otra cosa que solo le contó, furioso, a Cayo: Tiberio estaba angustiado por las luchas que preveía que se desencadenarían una hora después de su muerte. Por eso había intentado unir, en una paz imposible, al último de la estirpe _Julia, es decir, Cayo, con el último de la familia Claudia, es decir, un sobrino suyo de dieciocho años que se llamaba Tiberio Gemelo. «He dispuesto -le había dicho a Sertorio Macro- que mi patrimonio sea repartido entre ellos a partes iguales.»
Esa herencia significaba la puerta del imperio. «Ha perdido el juicio -había pensado Macro, furioso, mientras Tiberio, casi balbuciendo, le ilustraba aquel confuso testamento-. El hijo de los asesinos con el hijo de los asesinados. Quiere poner a dormir en la misma jaula a una serpiente y a un tigre. Esto va a ser una guerra civil.»
Mientras Tiberio hablaba de este asunto, Macro llevó a su cabecera a un famoso médico romano del que se contaba con sarcasmo que, encerrado con el signator, el notario, en la habitación de un senador que unos parientes habían encontrado ya rígido y frío, había conseguido resucitarlo el tiempo necesario para dictar sus últimas voluntades en materia de dinero. Aquel médico miró al emperador, le oyó balbucir que, una vez él muerto, después de veintitrés años de paz en Roma volvería la guerra, escuchó algunas frases más que le parecieron sin sentido y se marchó con un gesto desolado, prometiendo a Sertorio Macro guardar aquel doloroso secreto.
Entretanto, Cayo César, ahora que las enormes puertas del imperio se estaban abriendo lentamente, miraba el mar gris de aquella primavera lluviosa sin verlo. «Cientos de ciudades, pueblos enteros que tú no conoces -había dicho un día su padre- te necesitan, te aman o te odian, pueden darte algo o debes defenderte de ellos, son tus aliados o te querrían muerto. Imagínalos a todos con la mente fría, sobre todo de noche. La noche está hecha para penetrar en los pensamientos ajenos.»
Con estos recuerdos, Cayo empezó a escribir lo que sabía que sería su primer discurso, la adlocutio a los senadores y a las cohortes pretorianas, o sea, la ocasión de aferrar de verdad el poder. No había tiempo que perder: el futuro podía llegar al cabo de una semana, esa noche, una hora más tarde. Pero no escribió en papiro o en pergamino. Nadie, en todo el imperio, debía sospechar una palabra antes de que llegara el momento de oírlo. Escribió el discurso, frase por frase, dentro de la masa gris de su cerebro, sin posibles testigos, paseando por la terraza blanca mientras los chubascos se alejaban abriendo sobre el mar espacios de cielo despejado. En un momento dado, mirando el mar, rió.
Notaba cómo el discurso se enraizaba en su mente. La larga soledad había producido resultados grandiosos. Pensaba que, en definitiva, el cerebro de un hombre es un puñado de blanda y delicada sustancia gris con circunvoluciones y finas venas; la primera vez que había visto uno tenía seis años: el cerebro de un querusco con la cabeza abierta.
Ahora, en su personal y joven masa gris -heredera de julio César, de Marco Antonio, de Augusto, de Germánico, que habían depositado en él algo sin par en todo el imperio- se desarrollaban ordenadas y lúcidas, pero cargadas de un poder explosivo, las palabras que inventarían la nueva vida del imperio. Solo debía esperar y callar. Durante unos días, quizá unas horas. Mientras tanto, él era el único en el imperio -y se lo decía a sí mismo- que sabía que todo iba a cambiar. Eso era el poder: un águila que vuela alto, sin ser vista, en el cielo cegador.
Pidió que le prepararan un caballo. El oficial encargado de la vigilancia de la villa sonrió por primera vez y aseguró que lo escogería personalmente, y no sería uno de esos caballuchos que jadeaban subiendo las cuestas de Capri. Sería, prometió, un caballo adecuado para ir a galope tendido por amplias llanuras y pendientes accidentadas.
Pero de las caballerizas imperiales salió, con arreos púrpura y oro, un caballo soberbio y nervioso, de estructura armoniosa y potente y pelaje de color miel. El oficial dijo a Cayo que había estado preparado desde hacía tiempo para una improbable galopada de Tiberio. Cayo pensó que el que había abierto esa caballeriza intuía algo sobre el futuro. Acarició al caballo, que lo miró con sus intensos ojos húmedos y olfateó su mano. Impulsivamente, con un placer aéreo, montó de un salto. Sintió el estremecimiento amigo del animal bajo su peso.
Y vio que, con una ágil sincronía, se había congregado a su alrededor no la obsesionante escolta de augustianos, sino un pelotón de las milicias de Marina.
– Este territorio es nuestro -declaró el comandante-. Y mis hombres han reclamado ese honor.
Él había aprendido de su padre a interpretar el humor de los hombres que te saludan: estos, aunque aferrados a una orgullosa disciplina, trataban de mirarlo a los ojos, y sus bocas reprimían un grito colectivo. Instintivamente, él saludó, como hacía su padre. Era la primera vez que su brazo se levantaba, libre, en un gesto así. Y ellos, todos juntos, como antes de un enfrentamiento con las naves enemigas, respondieron a la voz.
– Vamos -dijo Cayo, y salió con ellos de la villa.
Todos los obstáculos estaban cayendo. Nadie dijo nada. Simplemente, lo saludaban con una orgullosa complicidad y lo miraban pasar. «Todo está cambiando -pensó él-. Nadie se da cuenta más rápidamente que ellos, porque su vida depende del poder.» Mientras tanto, respondía a los saludos con esa cortesía espontánea que era uno de sus atractivos, que parecía producto de una juventud inocente y que, en cambio, él había construido en sí mismo a lo largo de años de asfixiante humillación.
Puso el caballo al galope por el golfo, en dirección a Baia, más libremente a medida que se alejaba de la morada de Tiberio. A sus labios acudió el nombre de aquel querido mannulus dejado a orillas del Rin.
– ¡Vamos, Incitatus! -Lo repitió, inclinándose sobre las orejas del caballo-. Incitatus.
El animal respondió con generosidad, con una rítmica tensión de sus fuertes músculos. Junto al compacto adoquinado de la vía que pasaba bajo los cascos del caballo, desaparecía el pasado. La sensación era embriagadora. En los bordes de la vía, todos seguían parándose y saludando.