Por recuerdos familiares, por herencia de sangre, Cayo lo reconoció y sintió la emoción más intensa de toda su vida. Ese primer pronunciamiento entusiasta ponía de golpe en sus manos a decenas de miles de hombres armados, le daba las rutas del mar que unían Roma con sus provincias mediterráneas, el vital suministro de grano de Egipto. Era, en suma, el asalto al poder; podía convertirse en triunfo o en cruel derrota.
Pero ni por un instante sintió miedo; en sus veinticinco años, había caminado con frecuencia al lado de la muerte. Y por primera vez, su voz brotó libre.
– Os juro por la memoria de Augusto, de Agripa y de Germánico que daré la vida con tal de que vuestra fidelidad no se vea decepcionada.
Era una frase breve, pronunciada de un tirón, como todas las declaraciones pensadas para que los historiadores futuros las transcriban.
Los oficiales, que estaban jugándose la carrera, respondieron con un entusiasmo instintivo. «Los lobos reconocen el gruñido del jefe de la manada», había dicho decenios atrás Marco Antonio, que conocía bien el dominio físico sobre los hombres de sus legiones. Pero en el semblante de Macro la exultación se mezcló con la sorpresa. Y ninguno de ellos sabía de qué infierno estaba liberándose el que había hablado.
Cayo observó fugazmente los rostros ansiosos, las miradas y los movimientos desorientados de los antiguos cortesanos que, indiferentes, insolentes o sádicos hasta entonces, ahora temblaban visiblemente ante aquella repentina irrupción de fuerza militar.
E inmediatamente, en aquella atmósfera de golpe de Estado, Sertorio Macro anunció por segunda vez:
– Me voy.
Cayo César salió de nuevo a la terraza. Adondequiera que se dirigiese, en la ciudad vigilada como un castrum en tierra bárbara, todos los ojos estaban constantemente encima de él. Si daba un paso, el movimiento se propagaba como una onda entre la escolta, los funcionarios, los libertos, los esclavos. Bajo las nubes cargadas de lluvia, miró a Macro ponerse en marcha con su escuadra de excelentes jinetes de toda confianza y devorar millas, pues al final de aquel trayecto se apoderaría del imperio.
La elección
Macro llegó a la ciudad en plena noche, tomó una copa de vino y arrancó precipitadamente del sueño a las cohortes pretorianas, tal como había hecho para liquidar a Sejano. Todavía estaba oscuro cuando despertó a los cónsules, los puso sobre aviso y llegó a un acuerdo con ellos antes de que la noticia de la muerte agitase la ciudad. Luego se dirigió a la Curia, adonde los senadores, despertados con sobresalto, acudían jadeando, topándose en todas las esquinas y delante de todos los edificios públicos con inesperados manípulos de pretorianos.
Muchos senadores estaban todavía en la puerta cuando Macro, antes de que nadie hablase, anunció que «tras una larga lucha con la enfermedad, el emperador Tiberio ha expirado ante mis ojos». Y presentó el testamento «que ha sido depositado en mis manos en la habitación imperial».
Verificaron los sellos, abrieron la plica y la leyeron solemnemente. Y nadie salía de su asombro al enterarse de que el emperador muerto declaraba herederos conjuntos de su inmenso patrimonio a Cayo César, el hijo del asesinado Germánico, y a un sobrino suyo adolescente llamado Tiberio Gemelo. Y todos, optimates y populares, comprendieron que era una indicación expresa.
«Un duumviratus de transición», susurraron los optimates, disimulando su entusiasmo: un gobierno débil y dividido, es decir, sometido al peso de su mayoría. Pero entre los populares, que eran minoría, se extendió en cambio una ira impotente. «Roma no soportará a un segundo Tiberio.» Todos sabían que a aquel patrimonio, incalculable de tan vasto, habían ido a parar poco a poco las grandiosas riquezas de Augusto, las pingües propiedades confiscadas a Marco Antonio y a sus partidarios derrotados, las inagotables rentas de la provincia de Egipto. «Pero también han sido vergonzosamente absorbidas las propiedades de Julia, muerta en la miseria en Reggio, y las de sus amigos -gritaron-. Y han sido incluidos los bienes de los condenados por la ley De majestate, las confiscaciones sufridas por Agripina y por sus hijos ejecutados, o sea, incluso el patrimonio de Germánico.» Y el escarnio quizá dolía más que el expolio económico.
Mientras en la Curia bullían los comentarios y los líderes, rodeados por sus seguidores, intentaban preparar sus estrategias, un senador -que no se había sorprendido porque hablaba todos los días con Sertorio Macro- declaró, pensativo:
– Tiberio ha estado mucho tiempo enfermo. Es preciso saber en qué condiciones ha sido redactado ese testamento.
Todos comprendieron que esa duda era como una piedra arrojada contra un avispero.
– El último que ha visto vivo al emperador es el prefecto Macro -añadió el senador.
Sertorio Macro -con sus hombres armados al otro lado de la puerta «como protección y defensa de los senadores»- declaró bajo juramento:
– He estado a su lado día y noche. Este testamento ha sido redactado en condiciones de incapacidad.
Hablaba un latín tosco y plagado de incorrecciones, pero aquellas palabras, sugeridas por un fino jurista, eran exactas y estaban cargadas de consecuencias. En la Curia se extendió una alarmada agitación, y Macro vio que era el momento de presentar a aquel célebre y cotizado médico que había escuchado las balbuceantes palabras de Tiberio en Capri.
– Desde hacía tiempo -declaró este, con la autoridad que le otorgaba la ciencia-, en la gran mente del emperador se habían producido daños irreparables.
Ninguno de los presentes estaba en condiciones de rebatir la afirmación, pues no veían a Tiberio desde hacía años, y un senador intervino para pedir que ese testamento fuera declarado inválido.
Los senadores, desconcertados, discutieron brevemente el asunto, pero al final, lanzando miradas a los movimientos de las cohortes pretorianas y a la multitud que, de todas las regiones de la ciudad, estaba acudiendo al Foro, confirmaron que el testamento era totalmente inválido. El inmenso patrimonio del sobrio e intransigente Tiberio pasó a formar parte de los bienes imperiales y, por lo tanto, destinado en su totalidad a pasar a manos del futuro emperador. El sobrino adolescente no heredaba nada y la escena política quedaba vacía.
A continuación, los seiscientos senadores, supremos guardianes de la República, debían elegir al que -como había sido el caso de Augusto y Tiberio- tendría en sus manos gran parte del delicado poder de gobierno: el princeps civitatis, el emperador. Pero la asamblea estaba desgarrada sin esperanza por los antiguos odios y las facciones contrapuestas: optimates y populares. Se había convertido en una trinchera que continuaría dividiendo durante mucho tiempo, y más o menos del mismo modo, todas las asambleas políticas del planeta.
– Seiscientos lobos -masculló entre dientes Sertorio Macro, mientras se retiraba para dejar que la asamblea celebrara la votación secreta. Aquella manada de lobos, como había dicho con acierto Tiberio «antes de que su mente se oscureciese», estaba agazapada en los escaños, y parecía la ceremonia de una solemne elección-. Pero en realidad es una trampa para arrancarse uno a otro la presa de entre los dientes, como los lobos marsos. -Y esperó al otro lado de la puerta, haciendo formar a sus cohortes.
Mientras tanto, una multitud cada vez más nutrida presionaba alrededor de la Curia, protestando. Tal como Macro había previsto, los senadores oían gritar el nombre del asesinado Germánico y el de su único hijo superviviente, el joven Cayo César.
– Y los pretorianos no intervienen -susurró uno con inquietud.
La preocupación se extendía.