– Se está preparando una revuelta.
Por situaciones similares, en el pasado habían estallado guerras civiles en las que las facciones se habían enfrentado durante años.
Entonces alguien comentó en voz baja que la historia del testamento declarado inválido basándose en el testimonio de Macro -«testimonio armado», puntualizó- demostraba peligrosamente que las cohortes pretorianas, férreas, violentas dueñas de Roma, apoyaban a Cayo. Era el momento propicio para hacer correr de escaño en escaño la noticia de que:
– Mientras nosotros creíamos, por obra del zafio pero temible Sertorio Macro, que Tiberio seguía vivo, ese joven, Cayo, silenciosamente inmóvil en Miseno, ya controlaba la armada del Mediterráneo occidental, la poderosa Classis Praetoria Misenatis.
Y otros añadieron que, con el prestigio de tanta historia familiar, «ese joven» conseguiría fácilmente que las legiones se sublevaran en su favor.
– Es el único hombre en todo el imperio en el que viven juntas la sangre de Augusto y la de Marco Antonio.
La pesadilla de las antiguas matanzas, con los procesos y las listas de proscripciones que las habían seguido, todavía estaba viva, y la experiencia había hecho a los nietos menos sanguinarios que los abuelos. Por eso, en uno y otro partido, cuantos estaban deseosos de volver pacíficamente a casa buscaron un rápido acuerdo.
Desde el exterior, Sertorio Macro oyó que las voces se aplacaban y sonrió para sus adentros, con su cruel experiencia montañesa: así se apagaba el aullido de los lobos cansados cuando la presa escapaba. De hecho, en la Curia estaban diciendo, razonablemente, que la juventud prestigiosa pero inexperta, dócil y, según la opinión generalizada, un poco necia de Cayo César podía convenir a todos. Y, tras algunas inquietas reflexiones, todos se pusieron de acuerdo.
Un solo senador, Lucio Arruntio, perteneciente a una antigua y obstinada familia cremonesa, se levantó y, en el denso silencio de la sala, declaró:
– A vuestro candidato le falta edad para ese enorme poder. Sé que soy el único que tiene valor para decirlo -dijo, mirando alrededor.
Normalmente, sus intervenciones, calculadas y temibles, pillaban a todos por sorpresa. Su voz era un amasijo de sonidos cortantes, siempre grave, con frecuencia irónica. Pero ahora amigos y enemigos lo escuchaban en medio de un silencio irritado, porque, aunque con muchos esfuerzos, por fin se habían puesto de acuerdo.
– La juventud de Cayo César, frente a nosotros, viejos senadores, es un privilegio. Significa que, con el gran nombre que lleva, tendrá muchas oportunidades en un futuro que me parece todavía lejano. Pero hoy por hoy pienso que todos estáis de acuerdo conmigo en que no ha podido adquirir una experiencia adecuada al lado de Tiberio, al que ahora muchos de los presentes declaran detestar tan profundamente. ¿0 acaso queremos -preguntó- un gobierno del estilo del que por fin ha terminado?
Los senadores lo miraban en silencio y él añadió que no quería decir que el joven no estuviera suficientemente capacitado.
– No lo conozco bastante -confesó con ironía-porque en la práctica hasta ahora no ha hecho nada. Pero el imperio -concluyó- no es un terreno para realizar semejantes experimentos. -Y con la misma voz sin matices, manifestó su voto firmemente contrario.
Sin embargo, en el lado opuesto se levantó otro senador, que declaró oportunamente con desprecio:
– Este discurso sobre la edad ofende la sagrada memoria de Augusto, que fue elegido a los diecinueve años.
Todos los demás se sumaron a su indignación. Así pues, cuarenta y ocho horas después de la muerte de Tiberio, el 18 de marzo, como sabemos por los Acta Fratrum Arvalium, los senadores eligieron a Cayo César Germánico princeps civitatis, el primero de los senadores. Es decir -excelsa invención de Augusto-, el primero que manifestaba su intención de voto; en la práctica, la máxima influencia sobre la asamblea.
Era casi de noche en la villa de Miseno cuando Cayo se enteró. Lo informó la potente voz de un oficial que había descifrado en la oscuridad las señales luminosas de la torre de la mansio más cercana. Y antes de que en la base naval esa voz se convirtiera en un frenético fragor de gritos, toques de corneta, muchedumbre en las calles, aclamaciones, él, en su último instante de soledad, pensó que el mensaje se estaba difundiendo con la misma arrolladora progresión por todas las provincias del imperio.
Al cabo de un momento irrumpió en la sala el prefecto de la Classis Praetoria Misenatis con todos sus oficiales exultantes, y se cuadraron ante él con el saludo que esta vez le correspondía de verdad. Él respondió al saludo y al anuncio del prefecto con el rigor oficial, pero inmediatamente después, obedeciendo a un impetuoso impulso juvenil, lo abrazó. Y vio -máxima señal de absoluto dominio- que los ojos de aquellos combatientes implacables y decididos brillaban. Luego, la escolta imperial se congregó a su alrededor y lo separó del resto de los hombres.
Un lento y solemne cortejo se puso en camino hacia Roma con las cenizas de Tiberio, a quien los astros habían anunciado que no regresaría vivo a Roma. Cayo César, el princeps recién elegido, rodeado de los atléticos augustianos con sus corazas plateadas, lo escoltó, al igual que veintitrés años antes Tiberio había acompañado los restos de Augusto. Pero ahora, en las ciudades por las que pasaban, la población miraba como una señal de los dioses al único superviviente de la familia asesinada acompañar en su último viaje al asesino. Y la acogida del pueblo no fue la sombría y severa reservada a un difunto -en el que nadie pensaba-, sino el triunfo del joven vivo que lo seguía. En un rito austero, sin boato, la urna de Tiberio fue introducida en el mausoleo de Augusto mientras todos miraban en un riguroso silencio. «Un puñado de cenizas -pensaban-, y ya no atemoriza a nadie.» Era el vigésimo día de marzo.
Inmediatamente después, los senadores se reunieron en la Cu ria para determinar los títulos y los poderes del nuevo princeps. La lúcida sagacidad de Augusto había modificado y creado año tras año, mediante intrincadísimas leyes, una serie de antiguos y nuevos cargos para consolidar su poder personal, pero lo había enmascarado bajo el sutil engaño de frecuentes elecciones por parte de los senadores. Y muy pronto eso se había transformado, para él y para Tiberio, en una especie de monarquía.
Aquel día, las dos feroces facciones senatoriales -a espaldas la una de la otra- planearon la misma estrategia: conceder grandes poderes formales al «dócil e ingenuo» Cayo César, a fin de que, hábilmente manipulado, fuera posible conseguir que adoptara disposiciones que, de tener que ser discutidas entre los senadores, encontrarían una oposición insuperable.
Pese a su juventud, lo eligieron pater patriae y augustus, es decir, persona sagradamente protegida por las leyes; y pontifex maximus, jefe de la religión de Estado; y -lo más importante de todo imperator, supremo comandante del ejército. O sea, le concedieron, con sorprendente concordia, el iusarbitriumque omnium rerum, la más alta autoridad prevista por las leyes, con la secreta certeza de conservarla en sus manos.
En un ambiente cargado de estas nobles esperanzas, el joven emperador entró por primera vez en la Curia. El amasijo de emociones, recuerdos, venganza y orgullo lo abrasaba, pero a los senadores que lo escrutaban les pareció tímida e inexperta vacilación. Él escuchó, inmóvil, la proclamación oficial, oyó conscientemente las palabras que dejaban caer sobre sus hombros, como un manto, el mayor poder del mundo conocido. Otros, en el futuro, en momentos similares sentirían que las piernas les fallaban. Él respiró hondo; a los senadores, su expresión les pareció pura, absorta, casi perpleja. Luego le tocó a él responder, y la temible y experta asamblea se concentró en escucharlo, pues los primeros rasgos de su yo comenzarían a revelarse.
Así, tras las ya lejanas exequias de la Noverca, oyeron su voz. Y descubrieron que no se parecía en nada a la adolescente y temerosa voz de entonces, y que se difundía con claridad. Comenzó, como era debido, dedicando unas palabras en honor de Tiberio, pero fueron palabras prudentes y bastante breves, de modo que gustaron a todos, pues nadie lloraba a aquel muerto. Aquellos cultos patricios advirtieron que la pronunciación latina era clásica, elegante. Conmovido, uno de los más viejos observó: