Mientras senadores y magistrados, saliendo de su estupefacción, se agolpaban a su alrededor para elogiarlo y felicitarse con instinptiva cobardía, el joven emperador dio su segunda orden, que fue totalmente inesperada.
Mandó que preparasen para zarpar la gran trirreme imperial, ele proa rostrada. En el cielo de Roma se acumulaban nubes; en aquellos días pasaba sobre el mar el mal tiempo del equinoccio. El viento era fuerte y frío, el cauro que barre el Tirreno desde Occidente. Pero él partió sin vacilar, navegando a boga arrancada o a vela, según lo que permitía el viento, escoltado por una flotilla. Y el destino inesperado, y aterrador para muchos, fue la isla de Pandataria.
El mar agitado por el cauro golpeaba de costado y viraron hacia la costa de levante, donde encontraron una ensenada de aguas en calma frente al elegante puerto privado que la sabiduría maripnera de Agripa había construido para su esposa Julia. El joven emperador desembarcaba allí por primera vez, y era el único de la familia destruida que no lo había visto. Sin embargo, el relato de su madre había sido tan vivo que tuvo la sensación de que lo conocía.
Había prohibido enviar señales a lo largo del viaje, pero desde la isla habían visto la grandiosa trirreme con la vela color púrpura y las enseñas imperiales. Así pues, en el puerto encontró a un desordenado grupo de militares bajo el mando de un centurión desquiciado. Tras la cruel muerte de Agripina, Tiberio había prohibido fondear en la isla y dejado allí -prisión más segura que cualquier otra- a la guarnición que había sido su carcelera.
El primero en bajar a tierra fue el tribuno militar que dirigía desde hacía unas horas la escolta imperial, y echó a su alrededor una mirada de desagrado: el agua del puerto estaba repleta de restos y de basura, el muelle estaba sucio a causa de las tormentas invernales.
Luego desembarcó el joven emperador. Lo invadió, como si fuera un frío físico, la imagen de su madre desembarcando encadenada en ese mismo punto. El centurión que estaba al mando de aquella miserable guarnición intentó saludar torpemente. Él no lo miró, pero oyó una voz de bárbaras cadencias dialectales, entrevió un rostro que le pareció bestial, sintió un estremecimiento de terror retrospectivo. Le llevaron el caballo. Había ordenado que embarcasen a Incitatus, el caballo de pelaje color miel que lo había acompañado desde Miseno. Montó de un salto, sin apoyarse; la ansiedad lo ahogaba.
Subió hasta la planicie donde se alzaba la villa que él no había visto nunca. Los demás, excepto los principales del séquito, se pusieron en marcha a pie. Pero, al llegar a la cuesta que conducía al promontorio, reconoció la entrada de la villa -la imagen que había permanecido viva en las palabras de su madre- y desmontó de inmediato.
Continuó subiendo a pie. Durante todo el tiempo que su madre había estado recluida, había evocado, con la apasionada rabia de haber olvidado muchas cosas, la descripción hecha por ella. Y le había servido para mitigar el suplicio de la separación, para ilusionarse con la imagen de ella en el delicado jardín, entre los muros que protegían de los vientos, las pequeñas estancias caprichosas, las escaleras cubiertas que descendían hasta el mar, las ternas rodeadas por una columnata, la terraza que miraba el cielo nocturno.
Esos sueños habían sido tranquilizadores, pero lo habían engañado. Lo que vio fue un jardín seco, el pórtico de las termas atestado de inmundicias, las piscinas vacías y sucias, los mosaicos medio arrancados. Algunas estatuas habían caído de los pedestales, o quizá las habían derribado. En las innumerables fuentes y cascadas no corría una sola gota de agua. El tribuno caminaba un paso detrás de él, el séquito se dispersaba, la pequeña guarnición avanzaba aterrorizada.
Entró en el edificio. Pasaba de una habitación a otra sin decir nada y mirando a su alrededor. Vio cerraduras forzadas, puertas colgando de los goznes, basura acumulada. No había un solo mueble de los que habría podido imaginar. Solo bancos, mesas desvencijadas, montones de paja, viejas cortinas amontonadas. Entrevió al apacible Helikon, que había conseguido embarcar con el séquito, inclinarse sobre un montón de andrajos y sacar, con sus finos dedos, un jirón de seda teñida.
¿Qué había sucedido allí dentro durante seis años, con la inhumana guarnición vigilando a una sola prisionera indefensa? No quedaba ni una bagatela, ni un adorno, ni una copa, ni un vaso, nada. En el arranque de la escalera que descendía hacia el mar, se pudría una vieja barrera de madera que había servido para impedir a la prisionera bajar. Otras barreras cerraban escrupulosamente todos los accesos a los jardines, a los pórticos, a las terrazas. Él caminaba en un silencio total; sus pasos quedaban marcados en el polvo.
¿Qué le habían hecho, qué había pensado, dónde había llorado, dónde había buscado un púdico escondrijo, dónde había intentado conciliar el sueño? ¿Qué rincón había escogido para morir? Nada le ofrecía un indicio, salvo el hecho de que gran parte de las habitaciones estaban cerradas o condenadas. La prisionera no había visto ni el cielo ni el mar desde allí arriba. Había estado sepultada esperando que muriese. Él caminaba, ordenaba por señas que le abrieran las puertas, que apartaran los montones de madera podrida y de muebles rotos. Y seguía adelante.
Los antiguos verdugos se apresuraban a despejar el paso, limpiaban con las manos el espacio que el nuevo emperador iba a pisar, y de vez en cuando él, al caminar, rozaba con los zapatos la cara de aquellos miserables arrodillados. Y nadie reaccionaba.
Él no había pedido, y seguía sin pedir, información. Hubiera querido golpear las paredes con los puños para que las piedras hablasen. Su silencio incrementaba el terror de ellos. En una pequeña estancia, debía de ser una alcoba, vio unas manchas marrones, alargadas, en una pared; parecían salpicaduras, podía ser sangre.
Hubiera querido gritar, pero siguió andando como si no hubiera visto nada. Nadie se atrevía a acercarse, ni siquiera el dulce Helikon, que permanecía a distancia. Él, de habitación en habitación, estaba hablando con su madre como se habla con los muertos: lamentos sin remedio, preguntas que no obtienen respuesta. «¿Conseguiste de algún modo saber que yo estaba vivo? ¿Sabías que tus otros dos hijos varones estaban uno en Pontia y el otro sepultado en la cárcel del Palatino? ¿Te acuerdas de lo desesperado que estaba tu Germánico, nuestro padre, por abandonarnos, mientras el veneno que lo quemaba por dentro le dejaba íntegra la mente?
¿Es posible que os encontrarais de algún modo aquí, donde si hay algo no son sino sombras? ¿Percibes, sabes, ves de algún modo que yo estoy aquí ahora, que mi primer pensamiento imperial, con todo el orbe a mis pies, ha sido este?»
Con una furia completamente interior, impasible, se decía a sí mismo lo infantilmente que se había ilusionado todas las mañanas mirando la inalcanzable isla. ¿Había imaginado ella que él estaba mirándola? Había llegado demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Llegó al fondo de la última sala, se detuvo y se volvió. Los guardianes, aterrorizados, se quedaron lejos de él.
– ¿Dónde la enterrasteis? -preguntó.
Ellos creyeron, con alivio, darle una respuesta que lo calmaría, porque se oyó un coro de voces confusas diciendo que, por iniciativa propia, habían erigido una pira y encendido la hoguera fúnebre, y recogido diligentemente las cenizas y los huesos pensando que un día… Balbucían buscando su mirada, y casi sonreían, esperando signos de conformidad. Y el centurión que había torturado a su madre -él no conseguía mirarlo a la cara, solo vio que tenía unas manos recias, grandes y sucias- lo guió hasta un cuartito donde, en un nicho vacío, había una urna tosca, de barro, como las de los cementerios pobres. Debía de estar allí, abandonada, desde hacía años.
Él recogió la urna en silencio y notó que era muy ligera. La estrechó entre los brazos y, en medio de aquel silencio, esquivando con gestos a los que querían ayudarlo, bajó a pie al puerto. Detrás de él, un militar llevaba de las riendas al dócil caballo. Entrevió a Helikon, que seguía sujetando aquel jirón de seda: era de varios colores y estaba tejida con hilos de oro.