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Subió a bordo con la urna en las manos, rechazando con un gesto las ayudas, y la depositó suavemente, en medio del mismo silencio, mientras los hombres de la escolta presentaban los honores militares y los marineros callaban, alineados a lo largo de las amuradas. Luego llamó al tribuno, que lo había seguido hasta aquel momento, y le ordenó en voz baja que hiciera vigilar la isla: ninguno de los hombres que la ocupaban debía salir de ella, nada de lo que había debía ser tocado. Las órdenes sobre lo que había que hacer después llegarían al día siguiente.

El tribuno, un férreo septentrional que había combatido bajo las órdenes de Germánico en el Rin, lo miró con sus serenos ojos de hielo y asintió en silencio. Sus pensamientos eran exactamente iguales. A aquellos carceleros que permanecían aterrorizados en el muelle, ya estaban esperándolos las prisiones subterráneas del terrible Tullianum. Hablarían, contarían aquella agonía día a día, palabra por palabra, se acusarían desesperadamente unos a otros y al final suplicarían morir de inmediato.

El emperador ordenó levar anclas. Decidió que en aquel muelle del que se alejaba construiría un cenotafio, un monumento a la reclusión de su madre. Mandó poner proa a la isla de Pontia, donde el general Agripa, a quien le gustaban las islas, los promontorios y las grutas en el mar, había construido otra pequeña y refinada residencia. El no la había visto nunca, ni siquiera tenía imágenes mentales de ella. Solo sabía que allí había estado desterrado y se había quitado la vida Nerón, su hermano mayor.

En la devastada villa de Pontia vivía también la guarnición de guardia. Al igual que en Pandataria, allí recuperó, guardadas en una urna desvencijada, las cenizas de Nerón. Aquel peso de nada era su fortísimo y alegre hermano mayor, más alto que su padre; el que, cuando se habían visto por primera vez, lo había levantado del suelo con ímpetu y, riendo sonoramente, se lo había echado sobre el hombro como si fuese un cachorro.

Todos estaban sorprendidos de que, al ver todo aquello, no dijera nada. Solo hablaba, en susurros, con el tribuno encargado de su seguridad; y este, silenciosamente también, como en Pandataria, asentía.

Remontó el Tíber, el río de Roma, navegando despacio para que se difundiera la noticia. Desembarcó sosteniendo la tosca urna de barro con las cenizas de su madre bajo la púrpura imperial, como Agripina había hecho con las cenizas de Germánico. Una inmensa multitud, emocionada e indignada, esperaba en silencio en las orillas, y al igual que había sucedido en el caso de Germánico, lo saludó con un súbito y apasionado grito coral. Después formó un espontáneo e interminable cortejo, iluminando por miles de antorchas, y caminó con él hasta el mausoleo de Augusto.

Las cenizas de Nerón también fueron colocadas allí dentro. La doliente austeridad de la ceremonia se transformó, para la gente de Roma, en una firme acusación contra el bando senatorial que había apoyado a Tiberio. Del otro hermano, Druso, que había muerto en la cárcel subterránea del Palatino, no quedaba nada que enterrar.

«Nunca sabré -pensaba él, inmóvil durante el rito, sintiendo encima los ojos de todos hasta el punto de que le faltaba aire- cómo era su rostro en los últimos días. Mis recuerdos son de años antes, ellos todavía no habían sufrido todo ese dolor.» No quedaba nada para hacer un retrato, ni siquiera aquellas macabras imagines, las máscaras de cera que hacían a los muertos y a las que debemos la dramática, realista y despiadada viveza de muchos bustos romanos, tan distinta de la aséptica, mitológica escultura griega. El rostro de sus hermanos y de su madre solo sobrevivía en la memoria amorosa de quienes los habían conocido. Y decidió, angustiado, que convocaría inmediatamente a los mejores escultores, al día siguiente, antes de que los recuerdos se disolvieran, como todas las cosas humanas.

Finalmente, gracias a esas tardías exequias imperiales, toda Roma se enteraba de cómo habían vivido aquellos condenados su muerte secreta, con largas agonías entre la desesperación y la soledad.

Mientras tanto, los veloces correos imperiales, las mucho más veloces señales ópticas e incluso las palomas mensajeras, que recorrían cientos de millas en un día, habían llevado hasta los últimos confines la noticia de la elección, suscitando el entusiasmo. Rápidamente, todas las ciudades, desde Assos, en la Tróade, hasta Aritium, en Lusitania, juraron fidelidad; aparecieron entusiastas placas conmemorativas desde la pequeña Sestino, en Umbría, hasta Akraiguia, en la apartada Beocia, o Argos, capital de la histórica Liga Panhelénica; se celebraron fiestas populares en Acaya, Fócida, Lócrida, Eubea; se esculpieron estatuas en Olimpia, Delfos, Mileto, Corinto, Alejandría, en Egipto, y en Tarraco, en Iberia. Las legiones destacadas en las largas fronteras del Rin, del Danubio y del Éufrates recuperaron confidencialmente el antiguo nombre, Calígula, como cuando, de pequeño, acompañaba a su padre.

En las provincias orientales y en los estados colindantes, que después de la benévola sensatez de Germánico habían sufrido el opresivo dominio de Tiberio, despertaron esperanzas de tiempos distintos. Embajadores de todas las provincias, de todas las ciudades, de todos los estados sometidos o aliados, de Tracia, Ponto, Armenia y Cilicia le recordaron que lo habían visto de pequeño con su maravilloso padre. «Una oleada de festejos como jamás se había visto en el imperio», se escribió. Pero nadie imaginaba que era también un presagio de tragedia, porque en Roma, en cambio, muchos empezaron a estar molestos.

Mensis Julius

Una nube de siervos, guardeses e intendentes corrió al monte Palatino y se afinó en preparar los palacios abandonados para recibirlo. Lo escoltaron, como primera etapa, a la Domus Tiberiana, que él no había pisado nunca. Abrieron la gran puerta de bronce, y le pareció que en el interior todo estaba oscuro. Distinguió dos confusas filas de columnas, sombras de estatuas, una especie de escalinata. Tuvo la sensación de que lo envolvía un olor horrible, tóxico, que se agarraba a la garganta. Nada más dar un paso, lo asaltó la idea de que abajo, en algún punto, se abría la cárcel donde había muerto su hermano Druso y con un gesto se negó a continuar. Los cortesanos pensaron que lo paralizaba el odio; pero no era eso, sino el terror de revivir la experiencia de Pandataria.

A pocos pasos de allí, su mirada encontró la sepulcral residencia de Livia, la Noverca, donde había estado recluido un año.

– Cerrad todas esas puertas -ordenó, y pasó de largo.

Luego le abrieron los legendarios y modestos aposentos privados de Augusto. Él los recorrió con la mezcla de orgullosa familiaridad y de doliente rencor que ese recuerdo llevaba aparejado. Sintió alivio al salir.

– Hay que conservar estas estancias intactas para la historia -dijo.

Por fin entró gloriosamente en el soberbio palacio imperial, sede oficial del poder en la época de Augusto. Caminar por la espléndida inmensidad de las salas, que él no había visto nunca, producía una triunfal sensación de posesión, como entrar en una ciudad conquistada. Sin embargo, al mismo tiempo le caía encima aquel silencio vacío de décadas. Y el peso de los recuerdos se filtraba por las paredes como si fuese agua.

De pronto, todos los ojos se clavaron ansiosamente en él, y quien no podía acercarse preguntaba a los demás. Viejos y expertos funcionarios imperiales -todo el ordenadísimo aparato construido por Augusto y reforzado por la vigilante dureza de Tiberio- dijeron que enseguida había intentado conocer lo máximo. posible de la eficiente máquina que mantenía unido el imperio. Había escuchado, preguntado, leído, reflexionado; y sonreído. Y todos profetizaron de consuno que su gobierno sería tranquilo y maleable.

El día que bajó del Palatino y se dirigió a la Curia para el primer acto público fundamental, el discurso programatico, el bochorno estaba estancado sobre las colinas de Roma y el viento del mar no llegaba a lamerlo. Era el primer día de julio, el implacable mensís Julius. En los sencillos tiempos de la República, como el año empezaba en marzo, lo habían llamado simplemente Quintilis, quinto mes. «Pero con julio César -había escrito cáusticamente alguien- la divinidad de la estirpe Julia se extendió también sobre los meses.» (Y pasados los siglos se sigue llamando julio, luglio, juillet, July.)