Entre los senadores que llegaban a la Curia en pequeños grupos despreocupados, conversando, de golpe cundió un inesperado miedo. En la escalera de la sala, un temeroso funcionario susurraba a algunos influyentes optimates que el joven emperador había preguntado por las actas de los procesos incoados por Augusto contra Julia y sus amigos, y por Tiberio contra la familia de Germánico y sus partidarios. Esos procesos habían sido un siniestro asunto secreto y solo se habían publicado -y no siempre- las sentencias.
– Pero hemos encontrado muy pocos documentos -balbucía aquel hombre-, y desordenados.
La noticia paralizó a los que la oían en mitad de la escalera, y con angustiada esperanza se preguntaron unos a otros si esas actas habrían sido destruidas por una providencial orden de Tiberio. Sin embargo, los que habían conocido al anterior emperador de cerca replicaron que este no había destruido nunca nada.
– Decía que, para matar a un hombre, son más útiles tres líneas que un puñal.
Subían despacio, cambiando impresiones. Y surgían las sospechas.
– ¿Quién se ha movido por estos palacios, por los archivos del Capitolio, desde el alba en que se tuvo conocimiento de la muerte ele Tiberio hasta el momento en que elegimos a Cayo César? ¿En manos de quién han acabado los documentos del tremendo proceso contra Agripina y su hijo Nerón? ¿Y los del proceso contra Druso, contra el tribuno Silio, y contra Tacio Sabino, y contra…?
Entre los jueces y los testigos de aquellos crueles procesos figuraban prestigiosos y respetados senadores que ahora, mientras tomaban solemnemente asiento en los escaños, se descubrían peligrosamente inermes. «Estamos expuestos al chantaje de hábiles adversarios desconocidos», pensaban. Y algún otro profetizaba:
– El que tenga esos documentos, los pondrá sobre la mesa cuando le convenga.
Trataban de tranquilizarse con el cuento del muchacho tonto, perdido en una polvorienta cultura libresca, que nunca se había ocupado de los asuntos familiares. Pero alguien advirtió:
– Recordemos que su primer viaje fue a Pandataria.
Así pues, los senadores tenían buenas razones para concentrar toda su atención en el joven emperador cuando este llegó al asiento que había sido de Tiberio, que habían visto vacío durante once años y cuyos paños y cojines nuevos llevaban ahora los gloriosos colores de la soberbia familia Julia. Y, mientras él posaba las manos en los apoyabrazos, se preguntaban quién, dada su juventud, falta de madurez e inexperiencia, había escrito el programa fundamental de gobierno. Pero, como nadie podía responder, todos desconfiaban de los demás.
El primer y sobrecogedor anuncio del mensaje imperial -después del ritual saludo inicial- fue precisamente que se había descubierto una estructura ramificada de espionaje y había aparecido un inesperado, aunque desordenado, archivo de documentos secretos. La Curia quedó paralizada en un silencio angustioso. Sin embargo, el joven emperador declaró con dulzura:
– No he querido leer ninguno de esos documentos. No quiero saber nada de eso. -Un irrefrenable murmullo corrió entre los senadores-. Esos escritos -prosiguió él- pertenecen al pasado. Serán quemados. Y no necesitamos confidentes, los despediremos.
Mientras él hablaba, una masa de miedos se diluía en alivio. Aplaudieron impetuosamente, callaron. No obstante, alguien se preguntó si aquella magnánima declaración no sería la más siniestra de las insidias. «No ha dicho qué documentos son ni cuántos hay.»
Pero él, cambiando el tono de voz, anunció que muchos eran, en cambio, los problemas en los que era preciso trabajar. Dijo que había descubierto que el gasto público había sido en gran parte un asunto imperial secreto, y declaró que a partir de ese momento se publicaría un riguroso y transparente balance. Dijo que el yugo del poder central sobre las provincias era económicamente pesado y a menudo estaba en manos de funcionarios codiciosos o corruptos, añadió que confiaba en la ayuda de los senadores para suavizarlo y recordó la obra de su padre, Germánico. Dijo que la concesión de «ciudadanía romana» había sido hasta entonces muy limitada y había dividido a las poblaciones del imperio entre una privilegiada y protegida minoría y vastas mayorías indefensas.
– Trabajaremos juntos para extenderla. Necesitamos ciudadanos, no súbditos.
Los anuncios se sucedían, y a los oyentes les faltaba tiempo para reflexionar entre uno y otro. Sin embargo, emergía la promesa de un gobierno en total contraposición con el pasado.
El emperador dijo que la ley dictada tiempo atrás para defender la República, la Lexde majestate -y en cuanto la nombró, un estremecimiento recorrió la Curia-, se había transformado en una cruel arma liberticida.
– Ha llenado las cárceles de imputados y condenados. Es una infamia para Roma. Creo que contaré con vuestro acuerdo para derogarla.
Los senadores estaban ahora callados para no perderse ni una palabra.
El nuevo emperador dijo que la relegación y el destierro habían sido armas fáciles y despiadadas de la tiranía. Muchas víctimas estaban obligadas a vivir lejos de Roma y en la miseria, pues sus bienes habían sido confiscados.
– Los traeremos de vuelta a la patria, los resarciremos. Y los jueces nunca más se verán forzados por leyes inicuas a condenar a un ciudadano romano por lo que piensa, dice o escribe.
Un viejo jurista observó en voz baja:
– Devuelve a la magistratura la independencia que había perdido desde los tiempos de la guerra civil.
Y se preguntaron quién habría inspirado a su joven mente una reforma tan inmediata y fundamental.
Pero él, mientras hablaba, veía el codex desaparecido en el que su hermano Druso escribía todas las mañanas, en la tranquila biblioteca que había sido de Germánico. Dijo que las obras de muchos escritores habían sido prohibidas; algunos incluso habían pagado sus palabras con el destierro, la cárcel o la vida. En medio del silencio sepulcral de los senadores, nombró a Tito Labieno, a Casio Severo, a Cremucio Cordo.
– Estamos en deuda con ellos, con sus esfuerzos y su valor. Trabajaremos para que sus escritos sean recuperados y publicados. La seguridad no se obtiene escondiendo la verdad -dijo, haciendo suya una frase célebre.
El fascinante poder de la juventud, los cabellos castaños ligeramente ondulados, los ojos claros, el cuerpo atléticamente ágil por los años vividos en el castrum daban a su discurso una fuerza arrolladora, más allá de la lógica. Los populares se emocionaron y aplaudieron; a los desencantados optimates, en cambio, lo que decía les pareció en gran parte utópico, fruto de una evidente inexperiencia. Sin embargo, se sabía que el anuncio de medidas suele calmar al pueblo como si se llevaran efectivamente a cabo, y puesto que el sosiego de los romanos era un objetivo urgente y necesario, también ellos aplaudieron sin preocuparse. Así pues, todos aprobaron por aclamación cuando un senador se levantó y dijo solemnemente:
– Propongo que este admirable discurso sea esculpido en mármol y figure en el Capitolio.
Por un momento, aquella maliciosa oleada de apoyos le pareció al joven emperador una sincera emoción colectiva, quizá incluso afecto: era el coronamiento de sus largos proyectos, la venganza de su padre, el alba de la nueva época. Siendo joven, abandonar defensas y recelos fue para él una autoliberación sublime.
– Te quieren -le susurró mientras caminaban por un ambulacrum el joven Helikon, con los ojos de color ónice llenos de lágrimas de alegría.
Él, exhausto a causa de la emoción, le devolvió la mirada en silencio.
No muy lejos, Lucio Arruntio, el senador cremonés que se había declarado contrario a la elección de Cayo, estaba sentado solo y veía a los antiguos fieles -ahora ingratos- pasar por delante sin apenas saludarlo. Aquel día se había comprometido irremediablemente. En cambio, el senador Anio Viniciano, dotado de experiencia histórica y espíritu cáustico, divertía a sus colegas diciendo que la manera más segura de no hacer nunca algo era inscribirlo solemnemente en una placa.