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Hilar la modesta lana blanca había sido una ocupación casera y absolutamente artesanal, además de indispensable, durante siglos. «Se quedó en casa e hiló la lana»: para los antiguos, ese había sido -interesadamente- el mayor elogio. Como máximo, en lugar de la tosca lana del Lacio, se escogía la de más calidad que llegaba de Canosa di Puglia. Más tarde había aparecido la suavísima lana de Mileto, de jonia, el cachemir de la época, a unos precios escandalosos.

Pero el joven emperador había saboreado los refinamientos helénicos, sirios y egipcios. Y luego, en casa de la Noverca y en la villa de Capri, había sufrido una amarga y mezquina dependencia económica hasta en los más mínimos gastos de vestuario. De modo que en los palacios imperiales muy pronto apareció y se extendió, acogida con entusiasmo por los jóvenes, la clamorosa elegancia oriental, los peinados, los plisados, las transparencias, los collares y las pulseras, los finos cinturones, las pelucas. En los suntuosos vestidos, túnicas, clámides y palios, en las cortinas y en los cojines, y en las sandalias, resplandecieron los cientos de colores de las tintorerías de Pelusio y de Buto.

Los senadores descubrieron, estupefactos y alarmados, que, en privado, el emperador llevaba túnicas «de estilo griego», largas y sueltas, con amplias mangas que llegaban hasta las muñecas, cuando en Roma, quién sabe por qué, tales comodidades se consideraban, incluso en invierno, impropias. Y todavía fue peor en verano, cuando vieron escandalizados que se vestía con lino egipcio, cuyos hábiles pliegues, marcados con un hierro muy caliente, impedían que la tela se pegara a la piel. Y toda la mejor juventud romana lo imitaba apasionadamente: era una venganza liberadora, la explosión de una identidad propia.

El senador Lucio Arruntio refirió, indignado, que su hijo le había dicho: «No puedo vestir como tú». Y él, buscando una sensatez imposible, había preguntado: «¿Quién te lo impide?». «Mis ideas -había contestado el hijo-. La tierra habitada por los hombres es más grande y variada de lo que vosotros podéis imaginar.»

Los ancianos se asustaron de verdad cuando se enteraron de que al emperador le gustaba nada menos que la seda, cara, impalpable, brillante. ¿Era el hilado de una planta, como el algodón?

¿Era el pelo de un animal desconocido? ¿Era una especie de baba, de telaraña? La seda llegaba, a través de vaya usted a saber qué vías, a los puertos egipcios del mar Rojo; y en Egipto era teñida, como el lino, en los más maravillosos colores. El emperador llevaba espectaculares mantos de seda púrpura, tejidos en las más refinadas textrinae por artesanos de manos delicadísimas. Las noches de verano llevaba túnicas de seda, una prenda sencilla y agradable en comparación con los exasperantes drapeados de la toga, como lo sería hoy una camisa de seda cortada por un experto camisero en lugar de una deslucida chaqueta de un tejido sintético.

Muchas veces se adornaba la suave seda con cenefas y cuadrados, preciosos bordados pacientemente realizados o inigualables ornamentos en hilo de oro, cuyos artesanos se perfeccionaban en escuelas especiales en Canope: ramas, capullos, flores brillantes que al tacto parecían auténticas, y plantas acuáticas, y pájaros, pavos reales, cocodrilos, y amorcillos, y escenas eróticas, y toda la mitología del Nilo. Y las mujeres conquistaban una belleza exótica y sensual, un alma nueva.

«Vamos a comprar la ropa al fin del mundo», protestaban los padres de familia al ver salir de casa a sus hijos e hijas vestidos de ese modo. Y tenían razón, porque en Occidente nadie sabía reproducir ese maravilloso hilado.

La moda se extendía a una velocidad imparable, se convertía en una especie de cambio social, un distintivo ideológico, papel que asumiría muchas veces en los siglos futuros.

Alguien dijo en plena Curia que el joven emperador estaba corrompiendo las costumbres. Lo atacaron hasta por el calzado: después de haber llevado la caliga -durísima y claveteada, con las tirillas de tosco cuero que magullaba dedos y tobillos-, no se conformaba con el calzado romano normal, el calceus senatorios, siempre negro, o el igualmente tétrico calzado imperial. Cuando le apetecía, llevaba ligeras sandalias de estilo griego, y algunas veces incluso los engañosos coturnos, con la suela de corcho.

Un día se puso para una ceremonia una ligera coraza de gala -y llamó tanto la atención que dos siglos más tarde la describirían-, maravillosa obra de orfebrería realizada quién sabe cuándo por un desconocido joyero heleno o sirio, que decían que había pertenecido a Alejandro de Macedonia. Consciente de la fascinación militar que producía, prendió en la espalda de esta coraza damasquinada en oro y plata una clámide de seda purpúrea, adornada asimismo con oro y piedras procedentes de la India.

En cierto modo, el joven emperador anticipaba la que sería la moda en la época del imperio de Constantinopla: entonces nadie, ni siquiera los monjes, habría osado criticar los fastuosos trajes bordados, multicolores y adornados con gemas que el sin embargo tosco y cristiano Justiniano, hijo de campesinos bárbaros, se ponía para los ritos en Santa Sofía y los banquetes en el crisotriclinio.

Pero el joven Cayo César se adelantaba demasiado a su tiempo, y unía a refinadas excentricidades en el vestir una política agresiva. Habría podido ser, con justicia, un Rey Sol o un George Brummel; en cambio, sus invenciones le hicieron ganarse, entre los historiadores adversos, fama de disoluto.

La tribuna imperial del Circo Máximo

Mientras tanto, en las curvas del grandioso Circo Máximo corrían desenfrenadamente los más hermosos caballos del imperio, pues el joven emperador compartía vivamente con el pueblo romano su antigua y fogosa pasión: las carreras de caballos. Dos equipos se enfrentaban en una reñidísima competición urbana, entre el delirio de los respectivos animadores, el ondear de los colores, la incitación frenética, las apuestas, las trifulcas, las risas; y hasta dos siglos más tarde no suscitaría otro deporte en Roma, el fútbol, tormentas emocionales comparables a aquellas. La demanda de espectáculo era tal que muy pronto a los dos equipos se añadió otra pareja; se llamaban Albata, Russata, Veneta (es decir, Azul) y Prasina, que vestía de verde. Enseguida se hizo famoso el jinete Eutico, jefe del casi siempre victorioso equipo Verde, apoyado por el emperador, que en esto se parecía mucho al presidente de un idolatrado equipo de fútbol actual.

El emperador apareció arriba, en la entrada al concurridísimo atrio de la tribuna imperial. Bajaba despacio, sin la sombría y rígida oficialidad de Tiberio, pasaba de un grupo a otro, saludando y conversando con esa espontaneidad inmediata que sorprendía a los visitantes. Y mientras bajaba, sus ojos encontraron la orilla opuesta del río, el monte Vaticano, donde se alzaba la residencia que había sido de su madre. La visión lo penetró físicamente, como una flecha lanzada desde lejos. «Casi la había olvidado», se dijo. Los recuerdos se apoderaron de él, acompañados de un invasor dolor físico. Echó a andar con él dentro, sin dejar de sonreír. «En memoria de todo lo que sucedió, edificaré allí el monumento más alto de Roma -decidió. El dolor cedió poco a poco, se retiró, se diluyó-. En los jardines donde mi madre pasó la última noche conmigo, plantaré el obelisco, el ta-te-hen más alto y poderoso que se pueda traer de los bancos de granito de todo Egipto. Su cúspide de electro refulgirá al sol, será un imperial recuerdo de ella. Dentro de muchos siglos, los hombres lo verán y dirán: "El ta-te-hen erigido por el emperador para su madre, que aquella terrible noche tuvo fuerzas para no llorar".»