– Tu intención es noble. Cosa rara en estos tiempos…
No muy lejos, el emperador reía con una risa juvenil. Los durísimos y peligrosos días de la adolescencia lo habían convertido en un solitario con breves momentos de socialización. Las persecuciones y los espías lo habían hecho capaz de fingir y soportar cualquier cosa. Su necesidad de afecto no desbordaba el dique de la desconfianza y, por lo tanto, se limitaba a gestos materiales. Y sus sentimientos no iban dirigidos a seres vivos sino a una galería de recuerdos. Los amores nuevos le daban miedo. Tenía facilidad para comunicarse con la gente sencilla; el pueblo lo quería y, con las manifestaciones clamorosas de ese amor colectivo, le regalaba una emoción liberadora. Pero su alma solo se abría, a través de resquicios, en conversaciones claras y simples, como con el poeta Fedro o el infantil Helikon. Buscaba espacios para él solo -casi como si temiera un contagio físico- donde estudiar, escribir, leer, pensar y decidir; un diminuto despacho, rincones secretos de jardines. Quería con ternura a los animales, incapaces de traicionar. De vez en cuando, en las situaciones más insospechadas, experimentaba arrebatos de ternura, una necesidad de abrazar que sorprendía y con más frecuencia producía una inesperada turbación a los que estaban a su lado, como el soberbio prefecto de la Classis Praeto ria -el general de Miseno- que jamás olvidaría el momento en que el emperador lo estrechó entre sus brazos.
Dormía siempre solo. Los siervos contaban que nunca había permitido intimidades dentro de esa especie de isla que eran las silenciosas estancias escogidas para pasar la noche en el Palatino. Su cama -con la cabecera de oro y marfil regalada por la Liga de las ciudades sirias- estaba ordenada y vacía, guardias y siervos permanecían al otro lado de la puerta cerrada, era inaccesible. Su sueño era ligero e irregular. Las ventanas estaban orientadas al este, hacia la primera luz del alba. Cuando se despertaba, enseguida veía qué momento de la noche era. Y muy pronto sus insomnios, la búsqueda de silencio, el levantarse a oscuras alejando a siervos y guardaespaldas con un gesto, los paseos, solo, por la galería de los palacios imperiales, esperando que Roma emergiera de la noche, se convirtieron en la pesadilla del pequeño ejército que formaba la familia Caesaris.
Pero la inmensa riqueza del poder no ponía límites a las fantasías sofocadas y la represión sufrida durante años iba disolviéndose, con un control cada vez más débil. En medio de la corte, su soledad estaba al mismo tiempo garantizada y desprotegida: nadie podía llegar a él sin pasar una infinidad de filtros, y sin embargo, cientos de personas conocían en un instante todos sus gestos. Y un batallón de cortesanos y de bellísimas ambiciosas se ofrecía con ansiedad para distraerlo en sus horas privadas. Conteniendo la respiración, esperaban que escogiese, para una noche o para una hora.
En Roma se empezó a murmurar que ciertas villas secretas de amigos, ciertas extravagantes residencias de la costa tirrena eran lugares de juego y de excesos desenfrenados. «Ha aprendido en la escuela de Tiberio, el viejo corruptor, en Capri…», se decía. Y gente que no sabía nada de aquellos años espantosos añadía: «Y ahora todos los vicios de Egipto se extienden por Roma».
Él desconocía por completo todos estos rumores. No así Calixto, que respondía a las alusiones insidiosas con sonrisas evasivas en las que se podía leer compasión, cautela o quizá una muda desaprobación. Pero, en aquel marasmo de ofrecimientos, el joven emperador no tardó en descubrir codicia e intereses secretos; y sentía conatos de rechazo, o gélidos paréntesis de impotencia psíquica. Entonces pensaba que, en todas aquellas salas, con los únicos que mantenía una intimidad humana era con su cariñosa hermana Drusila y con Helikon, el joven esclavo que la suerte había llevado al universo de los palacios imperiales, por donde él se movía confiado, con su piel morena, su cuello fino, su ternura agradecida y sensual, como un animal liberado de una trampa. Con nadie más.
En ese momento, mientras se encaminaba entre dos alas de senadores y patricios al palco imperial, notó que una voz de mujer le rozaba el oído. De los tiempos de la infancia en el Rin, había conservado el instinto de prestar atención a los sonidos. Por eso, al pasar entre los cortesanos, captó una voz femenina que susurraba con inquietante dulzura:
– Qué joven es… Y nos ha cambiado la vida…
Aminoró el paso, se detuvo a hablar con otros, luego se volvió a medias: la voz había salido de donde estaba, junto a la maciza mole del tribuno Domicio Corbulo, una mujer de cabellos oscuros. Él saludó a otros senadores, siguió charlando, retrocedió unos pasos.
Domicio Corbulo, con confianza militar, dijo:
– Augusto, por favor… -Rió-. Mi hermana Milonia se moría de ganas de estar aquí.
La mujer se inclinó con evidente emoción. El joven emperador vio una masa de cabellos oscuros recogidos a la manera que se estilaba en Frigia, sin estirar. La voz que había hablado venía de lejos. Ella levantó la cabeza; él no vio si era guapa o no, si era muy joven o no, solo vio sus ojos oscuros y grandes, realzados por una sombra, profundos en el reflejo dorado de los pesados pendientes.
Tendió la mano hacia ella; y ella instintivamente, con devoción oriental, la cogió entre las suyas, la estrechó afectuosamente y la besó. Él se la dejó estrechar, vio que tenía las muñecas finas y tibias, unas suaves y hermosas manos.
La «domus» de Cayo
Desde la inmensa obra que Manlio había comenzado junto al monte Palatino, Helikon miró apesadumbrado hacia los Foros y murmuró:
– Me han dicho que en el Foro Boario hay una tumba de piedra… En no sé qué guerra, para pedir ayuda a los dioses, enterraron vivos a un hombre y una mujer. La tumba no ha sido abierta, así que los esqueletos todavía están ahí y nosotros andamos por encima.
Los hombres que estaban trabajando reían porque sabían cómo asustar a aquel tímido egipcio. Manlio el Veliterno -el campesino de Velitrae, como lo llamaban con suficiencia los refinados arquitectos romanos- estaba parado en medio de los nuevos cimientos con sus planos en la mano. Recluido en Capri, el joven emperador había soñado durante horas con los edificios diseñados por Vitruvio en De architectura y sus fascinantes, esotéricos dictados sobre la acústica. «Construir una estancia de modo que la voz pueda correr ligera por ella», había escrito Vitruvio. Y en la ladera del Palatino que dominaba el poderoso conjunto de los Foros estaba naciendo una sala de una forma nunca vista, dedicada a la música, a la mímica, a la danza. Y toda Roma hablaba de esa misteriosa sala.
Aunque dirigir aquella fantástica obra exigía toda su atención, Manlio oyó las bromas de sus hombres.
– No les hagas caso -dijo bruscamente a Helikon-. En aquellos tiempos combatíamos contra Cartago; era terrible. Además -concluyó, irritado-, esos dos que están enterrados ahí abajo era de estirpe gala, no eran romanos.
Lanzó una mirada a sus hombres, que aprobaron riendo. Helikon no se atrevió a decir nada. Él también había ascendido de golpe a la espléndida vida de liberto imperial, pero no había buscado ni obtenido poder; había seguido siendo un silencioso, y ahora olvidado, guardián en la soledad del joven emperador, en sus insomnios recurrentes. Lo seguía a donde podía, siempre en silencio, perdido si el emperador estaba lejos. Lo llamaban el catulus, el catellus, el cachorrillo egipcio.
– He visto con mis ojos que rociáis las estatuas de vuestros dioses con la sangre todavía caliente de los ajusticiados. ¿Por qué? -Porque se la beben.
Los hombres rieron. Pero la conversación quedó interrumpida porque el emperador apareció inesperadamente con una pequeña escolta, atravesando a su paso rápido los desordenados jardines que aún cubrían la cima del Palatino. Y al verlo, los hombres se volvieron y lo saludaron con entusiasmo, cosa que no sucedía desde los tiempos de la juventud de Augusto. Él, rompiendo el protocolo, respondió, y rió, e hizo bromas a los que estaban más cerca. Siempre era así, en todas partes, y cuanto más lo detestaban los senadores, más, y más apasionadamente, lo quería la gente. De pronto, interrumpió el juego y se dirigió a Manlio: