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– No comprendo por qué Augusto dio la espalda al corazón de Roma al construir su palacio. ¿Lo haría para no ver la ciudad o para no ser visto? Luego, la única idea de Tiberio fue poner sus piedras sobre la casa de Marco Antonio. Pero ven aquí, mira.

Llegaron al borde del precipicio, al norte, y de repente, entre los arbustos, aparecieron a sus pies el Capitolio, la vía Sacra, la espléndida extensión de los Foros, las columnatas, las basílicas, los templos. «Desde su exilio, Ovidio dijo que el Palatino es la cumbre del mundus immensus. Es verdad. Pero esos versos desesperados no le sirvieron para despertar compasión», pensó el emperador. Sus ojos recorrieron en círculo el horizonte claro de la mañana. A la izquierda de todo se alzaba el sagrado Capitolio, revestido de mármol. Después asomaban los tejados del monte Quirinal; y después otra colina, el monte Esquilino, y un pequeño valle. Y como la ladera oriental del Palatino estaba cubierta de verde -no existían aún los inmensos edificios de las dinastías Flavia y Severiana-, se veía todo el monte Celio. Luego, en una leve hondonada, se dibujaba la estela de la vía Apia, la vía del sur, la reina de todas las rutas. A su derecha, cerquísima, el misterioso monte Aventino, y después el solemne monte Janículo. Y al fondo, al otro lado del río soñoliento por la sequedad estival, emergía el monte Vaticano. «Mi Roma -pensó el emperador-, mi Roma, que vivirá a través de los siglos con mi nombre ligado a ella. Haré surgir monumentos nunca vistos de sus vísceras de piedra.»

Era como un abrazo de amor, la divina ciudad, nube blanca de mármol que había visto cuando llegó del Rin, la ciudad femeninamente tendida sobre las siete colinas.

– Manlio -dijo-, nosotros no estamos construyendo edificios. Estamos rediseñando Roma. La dotaremos de nuevos espacios: un puente nuevo pasará sobre el río para llevarnos al monte Vaticano, donde estarán el circo y el obelisco. Después construiremos en el corazón de Roma algo que superará Alejandría, Pérgamo y Atenas. Y aquí arriba situarás los nuevos palacios imperiales, mi nueva domus, que mirará hacia los Foros, por donde sale el sol. Les construirás un acceso grandioso, un recorrido aéreo que partirá de allá abajo, de los Foros de julio César y de Augusto, y conducirá gloriosamente hasta aquí. Y aquí, justo donde estamos hablando, erigirás el atrio, la entrada al nuevo rostro del imperio. Cuatro poderosas columnas sostendrán la bóveda…

– Lo haré -dijo Manlio, pensando en cuántos centenares de hombres tendría que llevar a aquella pendiente para transformar en piedra las líneas que la mano del emperador trazaba en el aire-. Lo haré -repitió con orgullo-. En Roma nunca se ha edificado nada parecido.

Testigos de la época escribirían que aquella sala tetrástila se había construido según unas normas de construcción desconocidas hasta entonces en Roma.

– Manlio -dijo el emperador-, debes estudiar aquellos edificios abandonados que están junto al Panteón, los jardines que fueron de Marco Antonio.

Aunque Manlio siempre ejecutaba inmediatamente las órdenes imperiales, en esta ocasión se sintió dominado por la sorpresa v por cierto miedo confuso.

– Augusto, ¿te refieres a ese viejo templo egipcio que demolió Tiberio?

– Exacto.

El emperador sonrió.

– A la gente no le gusta pasar por allí -se atrevió a decir Manlio-. Se habla de hechizos, de ruidos que se oyen por la noche…

Aquel pequeño templo isíaco había sido abandonado y reabierto cuatro veces, siguiendo la suerte del poder. Luego, durante la guerra en Egipto, el pueblo ingenuo, los desencantados senadores y los despiadados tribunos militares -por una vez todos de acuerdo- habían dicho que Marco Antonio había perdido el juicio el día que había regalado sus terrenos a los dioses egipcios, cuando Cleopatra estaba protegida por expertos en magia y provocadores de fuerzas ocultas que la hacían invencible.

Augusto, para acallar rápidamente esas habladurías y animar a los ciudadanos a participar en la guerra, había cerrado el templo y recuperado un rito mágico antiquísimo, largo y complicado, celebrado por veinte sacerdotes, los fetiales, heraldos espirituales de la guerra. Augusto había asegurado con resuelto cinismo que de ese modo neutralizaría los maleficios egipcios, y el cabeza de los fetiales había declarado: «Los hechizos de Cleopatra están disolviéndose como la niebla». Por suerte para Augusto y para los sacerdotes, los acontecimientos les habían dado la razón. Unos años más tarde, Tiberio, para más seguridad, había hecho quemar los muebles que se apolillaban en el templo vacío, y una hermosísima estatua de la diosa había sido arrojada al río desde la orilla más próxima.

Recordando esos errores, Manlio masculló:

– No le hará gracia a casi nadie que nos pongamos a remover esas ruinas.

En realidad, ni siquiera a él le hacía gracia. El emperador sonrió.

– Nosotros no construiremos un templo para visitar a los dioses, suponiendo que exista un lugar donde visitarlos. -No se acordaba de qué filósofo antiguo era el autor de esas palabras; apenas recordaba que se las había oído pronunciar al pobre Zaleucos. Pero quizá la errática técnica de enseñanza aplicada en los tiempos del castrum había producido resultados más útiles que muchos ampulosos métodos didácticos posteriores-. Nosotros, Manlio, traeremos a Roma tres mil años de un mundo que Roma no conoce.

«Solo mi padre comprendió ese mundo -pensó-, porque no lo miró con los ojos ardientes de la guerra.» Trató de explicar a

Manlio que Iunit Tentor, y Sais, y Ab-du no eran solo lugares de incomprensibles y tal vez maléficos ritos; durante milenios, entre sus muros infranqueables se había refugiado la obra más frágil de la humanidad: la cultura. Música, matemáticas, medicina, astronomía, arquitectura, todo había nacido allí dentro.

– Tendrás que proyectar grandes espacios, pórticos y salas -dijo. Pensó, pero era pronto para decirlo, que reuniría allí dentro todo cuanto fuera posible encontrar en materia de obras concebidas y escritas en los cuatro mil años anteriores a ellos, que ahora se desintegraban entre la arena del desierto-. Construiremos el centro del pensamiento nuevo -declaró.

Manlio, que pese a ser rico vivía en las obras, como el último de sus peones, compartiendo con ellos sopa de farro, carne de oveja y vino aguado, se dio cuenta por aquellas palabras de que el edificio debía ser inmenso. Sus dudas desaparecieron. Lo único que sabía de Egipto era que estaba al otro lado del peligroso mar Tirreno, por el que él no había navegado, pero tantos años de guerra le sugerían la idea de tremendas masas de piedra, y eso le atrajo apasionadamente. Se preguntó qué querría decir el emperador cuando hablaba de depositar allí dentro «el pensamiento nuevo», pero llegó a la conclusión de que el problema lo resolverían otros.

– Mañana por la mañana iré a mirar bien esas ruinas -prometió-. Luego…

El emperador sonrió.

– Escucharás los consejos del arquitecto Imhotep; acaba de llegar de Alejandría. Traerán de Egipto las estatuas de los animales sagrados, esfinges y leones de diorita, granito rojo y basalto negro. Haré esculpir los símbolos de los ríos sagrados, el Nilo y el Tíber, hermanos. Tendremos un paseo flanqueado por obeliscos, tendremos el jem, con la estatua de la diosa en mármol blanco. Y la mensa de las ofrendas, sin víctimas y sin sangre.

En ese momento apareció Trifiodoro, el joven y caprichoso decorador de Alejandría. Iba con la cabeza afeitada, y en la sien derecha se veía una fina cicatriz en forma de tau, signo de la iniciación isíaca. Llevaba el rollo de los dibujos bajo el brazo, y dijo al emperador: