– Mira, Augusto, he trabajado toda la noche para hacer lo que querías. Me ordenaste que, sobre la sagrada mensa del templo, en la que todos los días serán depositados perfumes, flores y luces ante la estatua divina, tenía que representar el significado de ese rito, porque muchos no lo entienden.
Manlio abrió los ojos con asombro. Como de costumbre, el emperador, sin decírselo a nadie, había llevado su proyecto mucho más allá de lo que los demás creían.
– Me ordenaste que representara el rito de forma que nada pueda destruirlo a lo largo del tiempo -dijo Trifiodoro-. Creo haberte obedecido, Augusto.
Extendió el rollo de papiro, lo estiró con los dedos nerviosamente. El rollo se convirtió en un gran rectángulo. Pacientes y limpias líneas trazadas con tinta de colores formaban una compleja composición de imágenes misteriosas distribuidas en recuadros. El emperador se inclinó para mirarla.
– He pensado -dijo Trifiodoro- que la mensa isíaca no será ni de piedra ni de mármol. Será de pesado bronce. Y no describiremos los ritos con palabras. Los grabaremos en imágenes damasquinadas en oro y plata, indestructibles. Reproduciremos, para la eternidad, el aspecto visible del rito y su significado secreto, lo que los ojos humanos no pueden ver. -Miró al emperador y le sonrió con juvenil complicidad-. Solo los iniciados comprenderán.
El «limes» oriental
Pero el Hado, que mueve los destinos de los hombres, inspiró al joven emperador construir un suntuoso criptopórtico, una larga y vasta galería revestida de mármol, para unir la nueva domus y la misteriosa sala de la Música con los antiguos palacios augustales. Y él enseguida adquirió la costumbre de pasear por allí los días de lluvia, mientras mantenía conversaciones de gobierno confidenciales. En una pared hizo esculpir en la piedra una copia de la Forma Imperii, el grandioso mapa de Marco Agripa, junto a cuyo frágil original en papiro se había dormido de pequeño cuando vivía en casa de Livia. En el mapa trazado en piedra -gracias a la precisión de los surcos y a la refinada aplicación del color-, las tierras y los mares, las ciudades, las vías, los confines del imperio destacaban con fuerza. Los ojos del emperador recorrían el extenso y neurálgico limes oriental, la frontera que desde el Ponto Euxino, el mar Negro, rozando el enemigo e indoblegable imperio parto, a través de Siria, Judea y Arabia Nabatea, llegaba hasta Egipto. «Las tierras que le costaron la vida a mi padre.»
Augusto, en la soledad de su vejez, casi justificando ante sí mismo las interminables matanzas, había escrito: «Las armas romanas, venciendo, han causado la paz por doquier» («Per totum imperium, Romanorum parta víctoriis pax»). Un concepto espléndido hasta el absurdo, que los conquistadores futuros más desaprensivos le copiarían con entusiasmo. Pero, para terminar, Augusto había escrito: «Es necesario frenar la codicia de seguir ampliando el imperio», la «cupido proferendi imperii».
Así pues, el joven emperador dijo finalmente a Sertorio Macro, que caminaba a su lado:
– Hemos luchado en cientos de exasperantes guerrillas.
Y pensaba: «En Oriente todos se acuerdan de los días de Germánico. Saben cómo y por qué lo mataron. Se preguntan qué piensa su hijo». Veía mentalmente el palacio de Epidafne, a los enviados extranjeros subiendo la escalera.
Sin embargo, abandonar las armas, constante y sanguinariamente necesarias para un régimen de ocupación militar, remodelar las recientes conquistas en una corona de Estados federados, internamente autónomos pero vinculados por lucrativos acuerdos comerciales y fuertes alianzas militares -una red que incluyera todas las tierras del Oriente civilizado- parecía a muchos una juvenil, imposible y bastante peligrosa utopía. En realidad, era una idea insosteniblemente avanzada para su tiempo: una especie de Unión Mediterránea, lo contrario del poder romanocéntrico construido por Augusto y Tiberio. Una idea elevada y-quizá inalcanzable, copio las nubes del cielo. «Una idea semejante -se dijo el emperador- solo puede nacer en un corazón muy sabio, que esté cansado de sufrir inútilmente, o en una mente joven, que crea posible cambiar el mundo.» Y los dioses, que sabían el número de días concedidos a sus sueños, sonrieron. Él, en cambio, dado que la juventud le inspiraba la idea de un tiempo interminable, pensaba con júbilo que solo tenía veintiséis años; se precipitaba hacia proyectos lejanos, «el larguísimo gobierno del nieto de Augusto», el admirable, ordenado, pacífico imperio en el mare nostrum de los siglos futuros. Se le había quedado grabado en el cerebro el irónico e insultante comentario de Sertorio Macro para animarlo: «Ya tienes cuatro años más que Augusto cuando tomó el poder». Quizá Macro también empezaba a recordarlo.
Se acercó al mapa y tropezó ligeramente en el pulido y brillante suelo de mármol y mosaico. Él mismo se sorprendió: no había nada con lo que su pie hubiera podido topar. Pero «los dioses anuncian el destino con pequeñísimas señales», había dicho un día Zaleucos.
El emperador declaró:
– En lugar de seguir armando legiones, mandar embajadores y hablar… -Sertorio Macro se sobresaltó-. Devolver gobierno autónomo al antiguo estado de Cilicia, donde mataron a todos los familiares de Artavasde… Liberar al hijo prisionero del derrotado Antíoco, rey de Comagene, que fue injustamente depuesto por Tiberio. Volver a dar autonomía a su territorio, indemnizarlo por las riquezas que los ávidos procuradores expropiaron a su padre.
– ¡No puedes hacer eso! -lo interrumpió, espantado, Sertorio Macro-. Los senadores dirán que quieres arrebatarle oro a Roma para repartirlo entre los bárbaros.
Sin contestarle, el emperador alargó la mano y señaló otro punto del mapa.
– En Iturea, dar libertad y poder al tetrarca Soemo, que gobernaba su pueblo con sabiduría. Dejar los montes de Armenia Menor, infestados de bandidos, en manos de Cotis, un jinete incansable -dijo.
Y pensó: «Dejar el Ponto y el Bósforo en manos de Polemón, el príncipe poeta que escribía epigramas y me los daba en una fina hoja de pergamino. "Eros, te lo ruego: acaba con el amor que llevo en mí o concédeme ser amado. El deseo no puede vivir solo…" Dejar el gobierno de Tracia en manos de Roimetalkes, que en casa de Antonia, por juego y porque abrigaba una secreta esperanza, celebró aquel rito desenfrenado…».
Todos eran jóvenes. Todos, como él, hijos inermes de la guerra. Todos con el alma llena de recuerdos amargos y de cosas perdidas. Empleaban instintivamente las mismas palabras.
– Dejar la ingobernable Galilea en manos de Herodes Agripa, que estuvo en la cárcel por decir que confiaba en que yo gobernase. Dejarle también Judea y Samaria, donde Augusto impuso procuradores romanos, y las provincias colindantes de Abilene y Celesiria.
– ¡No puedes quitar a un procurador que fue instituido por Augusto para poner a tu Herodes! -protestó Sertorio Macro. Se había detenido también delante del mapa y golpeaba con su pesada mano la piedra-. Ha pasado un año desde tu elección, y hoy muchos ya no te elegirían.
No sabía que diciendo eso era el primero en enunciar un concepto que, siglos más tarde, muchos gobernantes democráticamente elegidos escucharían con fastidio: el primer año de gobierno, el año de gracia, ha terminado.
– Los enfrentamientos entre los judíos y los árabes -dijo el emperador- dieron a Pompeyo la excusa para mandar a las legiones. Nosotros debemos pacificar esas tierras. Junto a Herodes, daremos libertad y gobierno a Aretas, el depuesto rey de Nabatea…
– Aretas y sus salteadores del desierto… -Macro rió con sarcasmo-. Todas las mañanas veo a procónsules, procuradores y prefectos que gobernaban grandes provincias y ahora pasan el tiempo paseando por el Foro o sentados en las termas, sin cargos, sin dinero… Junio Silano dice que algunos senadores amigos suyos, mejor dicho, parientes suyos, allí, en Galilea, en Judea -buscaba aquellos lugares en el mapa, lo presionaba con el índice-, poseen inmensas tierras cultivadas con grano, viñas, olivos, cosechas que llenan decenas de naves. Y ahora será como si ya no fuesen suyas. Los senadores no están tranquilos. Lo que yo les había prometido no era esto.