El emperador miraba el mapa. Más allá de aquellas inquietas fronteras se extendía el imperio de los partos, antiguo y jamás vencido adversario de Roma.
– Debemos liberar al joven príncipe Darío, que lleva años retenido como rehén. Debemos buscar un acuerdo. -A pesar de las guerras, para él Darío ya era un amigo-. Los ejércitos no volverán a cruzar el Éufrates -dijo-. Pasarán los embajadores.
Macro lo acorralaba, furioso.
– Las legiones han vivido durante cien años de guerras, están para eso. Recuerda que el poder, para durar, debe ser terror -insistía sin recato-. ¡No te seguirá nadie por ese camino!
«No es verdad -pensó el emperador-. Los hombres se lamentan a menudo de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo.»
Macro se dio cuenta de que el emperador no escuchaba y amenazó desesperadamente:
– Si seguimos así, nos matarán. ¿Sabes qué ha dicho el senador Asiático saliendo de la Curia?
El emperador se volvió para mirarlo y pensó que si el ignorante Sertorio Macro hablaba sin ningún control era porque tenía una opinión verdaderamente elevada de sí mismo. No contestó; la única señal externa de sus pensamientos fue la mirada, los iris verdegrisáceos entre los párpados abiertos. Pero el senador Asiático -después de que sus colegas, con una mayoría oficial arrolladora y murmullos de rebelión secreta, hubieran aprobado aquellos proyectos imperiales- había dicho: «No puede seguir así. Estamos descuartizando el imperio como si fuese un cordero para asarlo sobre las brasas».
La oposición alarmada y sorda de los optimates estaba aumentando en serio. «Marco Antonio también regalaba provincias imperiales a trocitos -decía con sorna Asiático-, pero al menos era recibido en la cama de una cortesana faraónica. De haber estado en su lugar, quizá yo tampoco me habría resistido. -Su séquito de fieles lo seguía riendo, y él preguntaba-: ¿Podríais decirme qué recibe ese muchacho a cambio? Dice que recibe a cambio la paz. ¿Podríais decirme qué es la paz? ¿Habéis visto alguna vez la paz? -seguía preguntando, irónico-. Hasta le hemos construido un templo. Un templo a la nada.»
El «lacus» Nemorensis
Una lluviosa mañana de aquel invierno, volvió a la memoria del emperador su padre, Germánico, que ante la cuenca seca del lago sagrado de Sais, en Egipto, había evocado un misterioso lago al sur del Roma: «Los montes están cubiertos de bosques y forman un círculo cerrado; en el centro se abre un abismo. El lago está ahí abajo. No se sabe de dónde llegan las aguas ni de dónde brotan. Iremos», había prometido. Cuando decía esto, no sabía que unas semanas más tarde sus enemigos lo matarían con un veneno sin antídotos.
«Quiero ver ese lago», pensó el joven emperador. Quizá el monumento a su padre asesinado podía erigirse allí donde él había deseado en vano volver. Era una idea profunda, pero todavía sin madurar. Se puso a reflexionar en ella, la idea creció, se convirtió en proyecto. Necesitaba a Imhotep, el arquitecto egipcio que llevaba el nombre de un antiquísimo creador de pirámides y había diseñado el Iseum de Roma. Necesitaba a Manlio, el constructor que había nacido en Velitrae y conocía bien el territorio. Hacía falta Eutimio, el ingeniero naval que dirigía los astilleros de Miseno; y Trifiodoro, el caprichoso decorador alejandrino que conocía como nadie los secretos de tejidos, maderas, mosaicos, pinturas, bronces y oros, y había modelado la esotérica mensa isíaca; y Claudio, el poeta que sabía traducir al latín las antiguas oraciones esculpidas en los templos; y la música, las estatuas… Su mente volaba, con la imprudente e insaciable libertad de inventiva que se alimenta del poder.
Una vez reunida esta gente, una mañana tomó al amanecer la vía Apia, al sur de Roma, con una pequeña escolta sin enseñas ni galones. Le divertía que, viajando así, muy pocos lo reconocieran. Condujo por la subida a su hermoso caballo. No se había separado de él desde que, en Miseno, había respondido inmediatamente al nombre -Incitatus, el Desenfrenado, el Veloz- del mannulus que de pequeño había tenido que dejar en el Rin. Pero este era fuerte, muy resistente, tranquilo y orgulloso, aunque capaz al mismo tiempo de lanzarse a galope tendido. Los arreos de oro relucían sobre la seda del pelaje.
La carretera subía por las dorsales de las colinas. El comandante de la escolta contó:
– Dicen que en la villa de los Quintilio, aquella de allí, hay escondida una estatua de la reina de Egipto. Estaba completamente desnuda, pero regia, y en la cabeza llevaba la corona. La escondieron tan bien que no son capaces de encontrarla.
Bajo el sol de enero, a la derecha se extendían la llanura y el mar Tirreno; a la izquierda, los escarpados relieves albergaban las ciudades del Latium Vetus, más antiguas que Roma. Los montes estaban cubiertos de robles, hayas, encinas, laureles y, más arriba, castaños, cuyos frutos le gustaban, según Virgilio, a la gentil pastora Amarilis. Pero pastores y leñadores contaban: «El monte más alto es un antiguo volcán; por suerte para nosotros, duerme desde hace siglos». Los antiguos y devastadores aludes de lava se habían endurecido hasta las puertas de Roma. Ahora, en la cumbre resplandecía el templo de Júpiter Lacial. De noche, el fuego de su altar se veía desde el monte de Tarracina, donde estaba el santuario megalítico de Anxur, y desde Lavinium, en la orilla donde, según Virgilio, había desembarcado Eneas y se alzaba el esotérico santuario de las Doce Aras. Sacerdotes y poetas afirmaban que el triángulo que formaban esos templos se hallaba unido por fuerzas mágicas, pues debajo de ellos, en las profundidades, había un inmenso lago de lava, aguas sulfúreas y vapores.
Subieron hasta más allá de Aricia y en el bosque se adentraron en la vía Virbia, donde, en un paraje que se consideraba admirable y digno de los dioses, julio César, en la época de Cleopatra, se había construido una villa. Sin embargo, toda Roma sabía que, después de su asesinato, ni Augusto ni Tiberio habían cruzado jamás aquella puerta; en aquel edificio, e incluso en el terreno, todo había quedado impregnado de siniestros hechizos egipcios.
El emperador no había anunciado su llegada -costumbre que se había convertido ya en una leyenda inquietante- y se echó a reír:
– Estos vigilantes no reciben una visita desde hace setenta años.
Efectivamente, entre los árboles aparecieron viejos muros, tejas oscurecidas por el tiempo, la esquina de un pórtico: a primera vista, un edificio en ruinas. El emperador puso el caballo al paso y trató en vano de vislumbrar el lago a través del parque asilvestrado. Aparecieron, en cambio, el intendente, los guardas y los esclavos corriendo por el camino.
El emperador desmontó de un salto antes de que un mílite consiguiera sujetar con la derecha las riendas, dejó a Incitatus en manos de la escolta, entró en la villa y enseguida se sintió decepcionado, pues el mítico Julio César -el que, en la gloria de su madurez, había amado a la jovencísima Cleopatra- se había construido una residencia mediocre, rígidamente anticuada y nada imaginativa. ¿A qué habitación podía pensar llevar a una mujer como aquella? En realidad, la villa ni siquiera le había gustado a julio César, y a lo largo de los años había sido desvalijada por muchas manos. El húmedo olor de moho, las desagradables estancias en penumbra estaban empujando al emperador a volver a Roma, cuando vio que, al fondo del atrio, los guardas se esforzaban en abrir para él una solemne puerta cerrada desde hacía años. En el hueco apareció una terraza, una balaustrada y, más allá, el vacío.