– Para acompañar el rito -anunció Claudio, el poeta que se había iniciado en el esoterismo egipcio-, traeremos de Egipto instrumentos musicales que aquí no se han escuchado nunca: las arpas en forma de luna, el te-bu-ni, el laúd, la na-bla, la flauta recta sencilla y doble, el me-me y la flauta travesera, el se-bi. Sus sonidos se deslizan, mezclándose y respondiéndose, a través de tus oídos, dentro de tu cuerpo físico, el bha, antes de llegar a tu mente, el kha. Y en ese momento, con todas las lámparas encendidas, de los vasos rituales, las situlae doradas de tronco cónico, se servirá en las copas con el simpulum de larga asa en forma de cabeza de serpiente el vino especiado, y mientras los perfumes arden en los incensarios, en el aire se alzará el sonido de los sistros de bronce y de plata, y en la mano del phar-haoui el seistron de oro, el purísimo instrumento isíaco. Y todos juntos envolverán finalmente tu anj, tu espíritu, porque el espíritu que va más allá de la muerte se nutre de perfumes, de sonidos, de oraciones y de luz. Y no quiere sangre, ni sacrificios de animales. Y entonces, cuando la luna llena asome por encima de la colina, como en Sais, la gran estatua de la diosa Isis, madre de la paz, en su trono de piedra, saldrá lentamente del jem y aparecerá en la proa vacía, como hace tres mil años en el Jer-o, el Río Grande, que aquí llaman Nilo.
– ¿Una estatua en un trono de piedra? -preguntó bruscamente Manlio, el constructor-. ¿Y cómo la moverán?
– Eso no lo sé. Todos lo que lo sabían han muerto en Ta-ne-si, la Tierra Amada, que vosotros llamáis Egipto.
– No te preocupes -intervino Eutimio-, tú dime solo el peso de la estatua y sus medidas.
– Daos prisa -ordenó el emperador-. Por favor -añadió con la suave voz de su juventud.
Sintió que estaba ligando su nombre a algo que no se había visto nunca. Otros soberanos habían construido mausoleos, jardines colgantes, colosos, arcos triunfales; y los grandiosos monumentos casi siempre habían salido de las riquezas obtenidas gracias a una guerra. En ese lago, en cambio, las naves de mármol que flotaban en el agua sugerirían a los hombres de todos los países que incluso el sueño más difícil de alcanzar -el de una paz duradera- podría hacerse realidad.
– Trabajaremos juntos -aseguró Manlio. No se atrevió a decir que, como constructor, la idea de una nave de mármol le había entusiasmado-. Cuando los cascos estén a punto, Eutimio, al día siguiente yo estaré para poner los cimientos. Y las columnas, las tejas y los mármoles ya estarán apilados en la orilla. Pero tú, Imhotep, tienes que darme enseguida los planos, las medidas. Y tú, Trifiodoro, las indicaciones para los elementos decorativos, los mosaicos, las puertas… Todo formará parte de un proyecto único. Y tendré que controlarlo todo yo; nadie podrá decirme que me he equivocado y debo rectificar. Dentro de un año, Augusto, o quizá menos, tus naves navegarán por este lago y continuarán haciéndolo durante siglos.
Pero no le fue concedido ese tiempo. Y nadie dejó escrito qué fue lo que pasó. Pero, durante siglos, campesinos y pastores de aquellos montes contaron que en el fondo del lago yacían una o quizá dos inmensas y maravillosas naves, porque las redes de los pescadores se enganchaban, se rompían y arrastraban hasta la superficie del agua extraños y preciosos fragmentos.
No se vio que tenían razón hasta que, en 1928, empezaron a reducir, mediante aventuradas y complejas técnicas, el nivel de las aguas bombeándolas en la antigua galería emisora, porque poco a poco salió del fango el enorme, esquelético, saqueado pero solidísimo casco de madera -más de setenta metros- de la que fue llamada la «primera nave»; y se descubrió con estupor que sostenía las ruinas de un edificio de obra. Después, a poca distancia, emergió el casco de la «segunda», igual de grande e igual de devastada. Pero se constató que era una construcción increíblemente cuidada, basada en tecnologías tan avanzadas que sorprendieron a los expertos en historia de la marinería y los ingenieros navales. Se desató un gran interés en torno a aquel misterioso pero evolucionadísimo sistema de construcción de barcos. Luego se descubrió que la primera nave tenía dos enormes timones, pero no poseía ni reinos ni velas. La segunda, en cambio, llevaba, en aquel pequeño lago, escalmos para sesenta remos. ¿Qué significaba eso? ¿Quién había construido aquellas naves allí? ¿Quién las había hundido? Un enigma arqueológico y un absoluto, e injusto, silencio de la historia.
Un día, entre los restos se encontraron unos trozos de plomo. Una vez retirado el limo, sobre el blando metal apareció, nítidamente grabado, completamente legible, intacto, el sello del constructor, y era una marca imperial. Ponía: «Gajus Caesaris Aug Germanic…».
De repente, la leyenda del lago quedó unida al joven emperador. Sin embargo, una historiografía enemiga y una literatura novelescamente morbosa habían construido en torno a «Calígula» una imagen despreciativa hasta límites absurdos. Así pues, nadie tuvo la honesta y, en resumidas cuentas, simple idea de estudiar seriamente la personalidad y los objetivos del hombre que había querido dos naves tan singulares, espléndidas y únicas en nuestra civilización. Es más, se llegó a decir que las naves eran para uso militar o, si no, estaban destinadas a desenfrenadas orgías. Como si los datos arqueológicos pudieran adaptarse, indiferentemente, a dos usos tan distintos.
Pero aquel lejano día de enero, Claudio, el poeta místico, había dicho:
– La nave sagrada, la Ma-ne-yet que se desplaza con lentitud, siguiendo la luna en el cielo, representa el gran viaje del alma. ¿Conoces la oración? Tunc minor es, cum plena venís; tune plena resurgís, cum minores; crescis semper, cum deficis orbe… La divinidad que, como el lento y siempre igual ciclo lunar en el cielo, aparentemente se aleja y desaparece, pero que siempre, ante la súplica de los hombres, se presenta de nuevo resplandeciente. El nombre con el que llamas a la divinidad es indiferente. Isis, Luna, Ceres, Juno celeste, Cibebe, Diana, Diva Jana, Diviana, Lucifera, diosa de la luz, Artemisa. Los antiguos dorios la llamaban Limnatis, diosa de los lagos; la llamaban Delia porque había nacido en Delos, Ilitia, Urania, Astarté en Fenicia, Milita en Babilonia, Selene en Grecia, Aliat en el desierto árabe, Isis reina del cielo en Egipto… Es lícito invocarla con cualquier nombre, con cualquier rito, con cualquier aspecto… Y ella responde a todos: «Aquí estoy. Yo, rostro único de todos los dioses y las diosas. Con aspectos multiformes, con ritos diversos, con todos los nombres posibles, toda la humanidad venera a la divina Unidad».
Cien años más tarde -en la época del emperador orientalista Adriano, cuando el culto isíaco había sido liberado del ostracismo político-, Lucio Apuleyo, nacido en Madaura, junto a Cartago, tierra de polemistas, filósofos y teólogos, inventó para esta oración un latín áureo y poético. El adepto decía: «Regina caeli, sive Tu Ceres… seu Tu caelestis Venus… seu Phoebi soror… quo quo nomine, quoquo rito, quaqua facie Tejas est invocare». Y la diosa contestaba: «En adsum, deorum dearumque facies uniformas. Cuius numen unicum multiforme specie, ritu vario, nomine multijugo totus veneratur orbis».
Pero en aquel momento el joven emperador escuchaba las palabras del poeta y se preguntaba: «¿Qué son las religiones? ¿Tentativas de acercarnos a lo que nunca comprenderemos?».