Y si me escuchas, me niegas. Lux Aeterna luceat eis, Domine, cum Sanctis tuis in aeternum.
Isabel se detuvo ante el puesto de ropa en el mercado de Cholula. Los montones de faldas, blusas y rebozos tendidos bajo una manta remendada, sostenida al frente por dos palos clavados en la tierra y amarrada a una argolla de piedra, parte del muro, que en otra época debió haber servido para anudar las correas de los caballos y las mulas a lugar seguro. La vendedora, una india de frente estrecha y pómulos anchos, ofrecía en silencio los rebozos: abriendo los brazos y luego extendiéndolos para que el sol iluminara claramente los detalles del tejido, destacara la labor amorosa y lenta que los hizo, hilo por hilo, en las remotas chozas de las tejedoras ancianas preparadas desde la infancia para pasar la vida ante el telar, uniendo pacientemente los hilos rojos, azules, negros, amarillos y esfumando su textura hasta convertir cada prenda en una malla indisoluble, ligeramente brillante bajo el sol, retenedora de la luz en la oscuridad, donde los rebozos brillan más, con el más leve movimiento, que la cabeza y los brazos que cubren, dueños de una opacidad tenaz.