– ¿No quieres nada más, Lizzie? ¿Otro refresco? ¿Una soda de vainilla?
– No, papá. Gracias.
Se levantaron y salieron del café al olor de humo y grasa y un marinero pelirrojo miraba hacia todas partes, perdido, pecoso, con la bolsa de lona entre las manos y el anciano con el sombrero desteñido y hundido hasta las orejas era llevado por una mujer más joven, parecida a él -los ojos húmedos y los pómulos altos, la nariz puntiaguda y temblorosa- que le arreglaba la banda negra del sombrero y los dos caminaban hacia los andenes.
– ¿No has ido a ver a tu madre?
– No. ¿Para qué? ¿Tú has ido?
Gerson sonrió y se ajustó los tirantes.
– No, no. Yo no. Confío en que tú vayas de vez en cuando.
Caminaban con las cabezas bajas.
– Me quita un peso de encima saber que tú vas. Y no es que me guste que vayas, ¿sabes?
Dos muchachas estaban apoyadas contra un soporte de fierro y jugueteaban con las manos unidas, sin mirarse, con una risa nerviosa creciente que al cabo las sacudió en silencio: una de ellas se mordió la mano, la otra se tapó el rostro con ambas manos y luego se calmaron y volvieron a unir los brazos y a guardar silencio sin mirarse.
– Quizás si un día vamos los dos juntos… -dijiste.
Gerson negó varias veces con la cabeza.
– ¿Es inútil?
– Tú sabes que es inútil. Me lo dijo el doctor la última vez que fui. No nos reconocería siquiera.
– ¿No sabes qué hace?
– No. No sé.
– Yo sí.
– ¿Qué?
– Repite lo mismo que aquella tarde en la casa.
– Ah.
Los muchachos con camisetas blancas se abrazaban junto al kiosko de periódicos y hojeaban las novelas de vaqueros y las revistas de desnudos masculinos y mostraban los bíceps y competían en fuerzas y se abrazaban sin reír.
Tú y Gerson bajaron las escaleras de fierro.
– Cuidado, Lizzie. Te puedes resbalar.
Los cargadores negros estaban en el último peldaño, riendo, y ustedes se detuvieron y pidieron permiso para pasar. Un negro se puso la gorra colorada y dijo una grosería cuando tú pasaste, con las manos sobre la falda y Gerson se detuvo y les dijo “Dirty niggers” y enseñó la placa que traía colgada de un alfiler en el forro interior del saco. El negro se llevó la mano a la visera y dijo “Sorry, boss” y ustedes caminaron a lo largo del andén vacío y al lado de los excusados públicos.
– Tengo que irme, papá.
– ¿Por qué? Entra un rato conmigo.
– Tengo un examen hoy en la noche.
– Piénsalo. ¿No quieres regresar a la casa?
– Ya discutimos eso. Por favor.
– ¿No te da tristeza vivir sola?
– Ya te dije que no quiero regresar a la casa. Tú no me necesitas. Ahora eres libre, como querías.
– ¿Te digo que si no te da tristeza vivir sola?
– No. Estoy muy bien.
– Entra un rato.
– ¿Aquí trabajas?
– A veces. Cubro toda la estación. ¿Qué te da tanta risa?
– Es de cariño, de veras. Verte trabajar de policía.
– Qué vueltas da el mundo, ¿eh?
Entraron por la puerta estrecha que Gerson abrió con llave, desprendiendo el candado que se metió en la bolsa, al pasillo corto y estrecho donde había algunos vestidores arrumbados y sin uso y el olor de orines traspasaba las paredes.
– ¿Estás muy bien?
– Te lo juro.
– Porque te acuestas con ese muchacho.
– Eso no te concierne.
Gerson cerró un ojo y acercó el otro al hoyo diminuto en la pared. Murmuró con el cabo del puro entre los dientes.
– Volvernos invisibles. Cómo no.
Tú sonreíste.
– Aquí apesta.
Gerson empezó a reír, con los dientes apretados, mascando el cabo del puro. En la penumbra, el rostro ancho y amarillo, quebrado por la risa, parecía la máscara de la comedia y la risa le salía gruesa y atragantada y llena de saliva cuando te tomó del brazo y te acercó a él.