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El hombre del portaviandas agitó los brazos. Debió decir algo, pero allá arriba no se escuchó. El transistor sí. El loco hizo un gesto con la mano, cerrando el puño pero dejando el pulgar libre y apuntando hacia el suelo, como un Nerón que está mandando a los gladiadores a empujar margaritas.

– Está pidiendo sal -dijo Javier, que de niño no comprendía estos gestos. Miró a Franz, pero en la mirada del otro no había nada. En todo caso, esa solemnidad que algunos adoptan cuando observan lo que la fama pública ha denominado de interés, y hasta de interés científico. Sí, dragona, velos de lejos, porque si te identificas, si te acercas… Ven a mis brazos, Betele, apriétame fuerte. Prende la luz. La luz, por favor. No me asustes, Betele. Véngase prieto a mis brazos. Un recluso se bajó los pantalones y otro se arrodilló detrás de él y el enfermero corrió, vestido de blanco, a separarlos y se escuchó una campana, madre mía de Guadalupe, y el médico pasó entre los locos mientras otro enfermero leía en voz alta una lista, por tu religión me van a matar. Javier miró a Franz. Y Franz le devolvió la mirada.

El granero está vacío pero las sombras le parecen suficientes para ocultarse; se dice, sentado con las piernas abiertas en el suelo del altillo de madera, que precisamente la ausencia de trigo, paja, caballos, asegura que nadie vendrá más a esta ruina rodeada de un campo de verano; ni siquiera herraduras quedan; queda sólo un soplete de cuero junto a un fogón apagado y también los fierros, los martillos, los clavos han desaparecido y Franz, después, se coloca en cuatro patas y empieza a recoger cabos, astillas apenas de las pajuelas rotas, el mínimo residuo escondido, a veces, entre los intersticios de las tablas gruesas que forman este altillo donde la única realidad es el hambre, un hambre que adopta las formas de ese campo exterior donde quisiera estar, pues el sol se convierte en hermano de la abundancia, y la abundancia es apenas una visión de la modestia, de la vida limitada, severa y sin sobresaltos que ahora regresa a su cerebro claro, de puntas afiladas, como si el hambre hubiese limpiado las células nerviosas de un exceso, de una gordura y ahora, desnudos, esos foquillos blancos del pensamiento le devolviesen una imagen perdida y recuperada de bienestar mínimo, en su casa de Praga, al lado de sus padres, los alemanes sudetes que -sólo ahora, quizás nunca más, quizás para siempre, lo entiende- querían y creían defender ese orden, esa estabilidad, ese bienestar. A gatas en la oscuridad del granero, mientras recoge lo que puede, siente el nacimiento de esa risa casi hormonal, salida de los testículos, de la semilla, que lo conforta sólo porque le permite darse cuenta de que, aun en esta situación, o acaso por ella, su mente puede agudizarse como un alfiler y comprender y aceptar eso, y reír con ello, ahora, aquí, en cuatro patas y buscando pajuelas olvidadas, vestido con un uniforme manchado y desgarrado y unas botas empasteladas de lodo, ahora puede reír y pensar que lo que sus padres deseaban era lo que iba a ser destruido con el apoyo de sus padres. Dejó de reír, con las pajas reunidas en el puño. Los imaginó con tal nitidez. Esa pareja que pasó de la adolescencia a la ancianidad, que nunca pudo comprender aquella matanza, aquellos desplazamientos de fortunas y fronteras, aquella inflación monetaria y que luego se consoló, meneando la cabeza y diciendo, primero: “Estudió arquitectura. Es de nuestra clase”, y luego: “Ha construido los autobahn y ha impuesto el orden”, y por fin: “Nos ha devuelto el orgullo”. Volvió a recargarse contra la pared de madera y mantuvo las pajas en el puño y con la otra mano sacó del parche de la túnica ese documento y trató de sonreír. Lo extendió frente a él y, nuevamente, rasgó una tira del papel arrugado, ennegrecido, vació las pajas dentro de él, lo enrolló y con la saliva lo ligó mientras buscaba en las bolsas del pantalón la caja de cerillas que, eso sí, habían resistido la humedad, el fuego y el lodo. Excelente manufactura, aun en estas condiciones. Eficacia. Fumó lentamente, con una mueca y toses repetidas pero contento de que este sucedáneo disfrazaba el hambre, distraía los jugos gástricos y la presencia central del estómago, permitiéndole, con la mano libre, acariciar sus facciones e intentar un recuerdo de su propio rostro que ahora se comunicaba, a través de las yemas sensibles, como la máscara de una catedral, la faz de un santo gótico, o, más bien, de un estilita del desierto que hubiese renunciado, no sólo a la consolación de la carne, sino a la razón del espíritu: un anacoreta idiota, que lo mismo vegetaría, en un trance sin significación, en la columna solitaria como en medio de la alegre sordidez picaresca de una aldea de rufianes. Porque era inútil que la piel se pegara de esa manera a los huesos, a los pómulos ríspidos con la barba de siete días, al frontal surcado de lodo, al mentón por donde escurría, ahora, una ligera baba, la saliva del hambre insatisfecha, de la gastritis excitada por un cigarrillo de paja. La lucidez, obsequio del hambre, también le impedía dormir y, una vez consumido el delgado cigarrillo, le obligó a entretenerse husmeando, reteniendo esa segunda alimentación que pueden ser los olores secuestrados por un granero que también sirvió de establo y herrería y que ahora, con los ojos cerrados, Franz recuperaba, inventando la atmósfera perdida del fuego de carbón y su humo seco, fósil, terreo, que podría envolverlo dulcemente, con lentitud, con el recuerdo de algún bosque podrido, descompuesto poco a poco, como la memoria de los sudores nerviosos de un caballo, el olor a excremento, a fertilizante, a otra putrefacción, el olor que retienen los fierros aceitados y quemados, el aroma leve de la avena y la alfalfa, la fermentación del lúpulo, le confirmaba, escondido aquí, en la única certeza válida para este momento: el mundo es creado por la percepción. No, no lo creía siempre, sólo ahora, pero ahora, también, no tenía cómo expresar la oposición a esa certeza y cada acto suyo, desde la retirada -rió: la fuga- era sólo una ilustración, a pesar de ser suyo, sólo suyo; sí supo, lúcido, que era a la vez suyo y ajeno, representativo, y que podía, debía, no le quedaba más remedio que jugar ese papel en el que la mano izquierda hace una cosa y la derecha otra, la cabeza piensa una y el corazón otra, la acción realiza una y el temperamento otra. Levantó la cabeza y apartó la espalda de la pared. Otra tos. Se llevó la mano a la funda vacía de la pistola que arrojó al río antes, cuando disparó por última vez, con ese gesto de falso heroísmo, de renuncia, de miedo, de fatalidad y de anhelo del fin que tardaba en llegar. Y detrás de la tos, algo se arrastra y algo gime; no, no así, en la percepción inmediata que este nuevo claustro, imprevisto, jamás imaginable antes de llegar a él, nunca proyectado por el exceso o la normalidad de su vida hasta el momento de entrar a él, encontrar su refugio y convertirlo, desde ese momento -y para el resto de su tiempo: refugio doloroso de tablones y oscuridades frías, de pajuelas perdidas y fuelles olvidados, que es lo único que sabemos recordar- en su santuario personaclass="underline" tenía que creer que aquí nadie lo descubriría. Se arrojó boca abajo, sin defensa, o sin más defensa que la lucidez del hambre y la soledad. Desde el altillo, la oscuridad lo protegía y lo invalidaba: no era visto, pero no podía ver. Y en esa espera de que algo o alguien que tosía y se arrastraba llegara al segmento de luz de verano que dejaba pasar la ventana lateral del granero, encima del fogón apagado, pudo sentirse solo ahora que alguien se acercaba a éclass="underline" solo por primera vez en tantos años, solo y sin órdenes, solo y por primera vez capaz de detenerse un instante, así, boca abajo, y decirse que nadie puede culpar a otro, sólo hay culpa propia, y se sintió aliviado de haberlo pensado, y sólo pensando, quizás, porque tenía hambre y estaba, él también, solo, ahora que allá abajo ese cuerpo fue tocado por la luz de la que también huía eso, ese uniforme gris, reconocible, y esa gorra que pretendía ser militar y nunca pareció sino lo que era: una gorra de escolapio que ahora cayó para revelar la cabeza rubia, el pelo -entonces sonrió- suelto y sedoso como las hebras del maíz que, acaso, guardó una vez, en otra ocasión más feliz, este granero. La percepción le dijo en seguida: es un niño. ¿Pero la realidad significa la verdad? Ahora que se incorporó, apoyándose penosamente contra el fogón, vio algo más que un niño: un inocente que, habiendo huido de la luz de los campos y de los rumores de cañón que, al oriente y al occidente, venían acercándose a ellos día con día, porque la luz lo revelaba, había entrado a este granero a esconderse y sin embargo seguía detenido dentro del margen de luz, la franja arrojada por la ventana; Franz gritó desde el altillo, le gritó que no se quedara allí, bruto, ahora que, de pie, el muchacho revelaba ese uniforme grueso y mal hecho de los últimos reclutas, los de pantalón corto y espinillas en la nariz, y el muchacho giró sobre sí mismo y el sol también cegó los ojos azules y las manos inermes, perdidas, que buscaban con desesperación de donde asirse; volvió a caer con una mueca y las dos manos apretando la rodilla. Franz descendió a recogerlo, a salvarlo de esa zona de luz donde el muchacho cayó con una mueca involuntaria y lo tomó entre los brazos para regresar al altillo y hacía siglos, todos los siglos de estos días finales, que no tocaba la carne de otro ser, que no la abrazaba, sin quererlo, porque ahora su mano izquierda no sabe lo que hace la derecha, ni su pensamiento camina de acuerdo con su corazón, y tiene que aprovechar, sudoroso, débil, con la voz irritada que sale de su garganta roja y seca y pedregosa, ahora que puede tener en brazos este cuerpo y ascender con él al escondite, con este cuerpo que huele al sudor joven, aún infantil, de los niños mal lavados de los internados, cuando en el calor y los juegos de la vacación se forman surcos de sudor y tierra negra en las axilas lisas, y el pelo rubio y lacio le cae sobre la frente como si acabara de ganar una carrera y su fatiga debe ser, no de una herida, sino de un día de deportes, tiene que aprovechar para reconocerlo y disculparlo y decirle en voz baja que él, ese niño, no es culpable de nada, sólo obedeció, como él, Franz, sólo obedeció y todos lo dijeron, ¿no?, los oficiales, porque él era un oficial, un arquitecto adscrito al ejército, que no había culpa en servir al ejército, el ejército era anterior a todo, era la nación misma, y el ejército debía ganar la guerra para liquidar al partido y a los jefes, sí, y este niño no podía ser culpable. Lo recostó en el altillo; el muchacho traía una cantimplora colgándole de la espalda. Pasó la correa sobre la cabeza, la destapó y la acercó a los labios. El muchacho trató de abrir los ojos, se llevó una mano al hombro y lo miró. Miró el uniforme. Luego los ojos. Tomó la mano de Franz y dijo, confuso, atropellado, que estaba contento de haberlo encontrado; era el único oficial que encontró después de medio día de recorrer el campo; tenía que cumplir una orden; ¿cuál orden?, le preguntó Franz; me mandaron a avisarle a la fuerza de defensa que los americanos están a doce kilómetros nada más; me dieron estas granadas de mano -volvió a tocarse el hombro y las granaderas de lona que colgaban sobre su pecho; Franz se las arrancó y dijo que ya no había tal fuerza de defensa, ni eso siquiera y le pidió que escuchara, que escuchara bien y los dos, en silencio, el muchacho recostado, Franz de hinojos frente a él, oyeron los cañones cercanos, al este y al oeste; le dijo al muchacho que regresara a su casa; ¿dónde vivía?; ¿en la aldea?; ¿a seis kilómetros de distancia?; debía regresar; pero el muchacho imploró con la mirada y Franz se preguntó qué podían hacer juntos y se dijo que el muchacho debía regresar a su aldea y quitarse ese uniforme; ¿qué edad tienes?; acabo de cumplir doce; entonces quítate el uniforme. Lo desabotonó rápidamente, arrojó a un lado la casaca de lana y el muchacho -me llamo Ulrich, dijo, limpiándose la nariz con la mano abierta- quedó en camiseta y Franz se dijo que debía regresar a su casa pero no se lo dijo a Ulrich, su corazón decía una cosa y su cabeza otra distinta: ¿qué