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ntra al escenario de la mano de su joven Lazarillo, el muchacho rubio, rengo, que aquí creció y conoce todos los secretos de la aldea: el secreto de la sensualidad prometida, pues sea carnaval, cuaresma o ronda, hartazgo, supresión o anhelo, todo se resuelve en aproximaciones, presencias o alejamiento frente a esa sensualidad que primero exorciza un rey de burlas, Momo con un ojo azul y el otro café, coronado por un basurero de mimbre, que muestra el cetro de una caña con dos peces muertos y es tirado por un monje archivista y una mujer y seguido por los niños con matracas que en la imagen superpuesta domina el proscenio con su juego de aros pero aquí, al fondo, sigue a este triste Rey Momo de batón gris y derrengada cofia blanca que con su mirada triste de dos colores, su nariz puntiaguda y su barba mal afeitada preside los fastos del mutilado que se balancea sobre las nalgas mientras el encapuchado le arroja monedas, del villano que carga un mono a sus espaldas, dentro de un cesto, de los ciegos de cuencas vaciadas y del niño enfermo, envuelto en sus ropones a media calle mientras la falsa madre recibe las limosnas y Ulrich, apoyado en su muleta, asciende velozmente, a trancas, a los techos de la aldea para mostrarle la otra plaza, la de los juegos alegres de los niños con los odres inflados, el manteo, el salto del burro y sobre los barriles, los caballos de madera y el columpio de manos. Franz se resiste, por más que Ulrich, desconsolado, indique hacia la larga mesa al aire libre donde una vieja amasa panes; Franz regresa la vista, detenido en el ensamble de los techos, a los jabalíes, los peces, los cerdos: mira al gordo con calzas rojas y jubón azul que se ha sentado con los muslos abiertos sobre el barril de cerveza y con una pica en la mano atraviesa por la boca muerta la cabeza del jabalí, seguido por los locos del carnaval, enmascarados, máscaras de algodón liso en las que la forma oculta del rostro apunta en sombras blancas. Franz ríe y codea a Ulrich y le dice, a carcajadas, pegando con las manos sobre las rodillas, que esos ancianos enanos son niños con máscaras, niños con ojeras de carbón y narices de zanahoria, seguidos de una corte de bufones que tocan la mandolina y se han inventado una falsa barriga de algodón bajo la túnica blanca y se han colgado un racimo de cebollas al cuello. Ulrich jala la manga de Franz: de este lado del techo, los niños hacen pompas de jabón y curan a los pájaros lisiados. Fabrican muñecas y corretean disfrazados, sí, aquí también, con mantas sobre las cabezas. Franz no le hace caso; ríe: pasa un gordo con un pastel lleno de cuervos en una cazuela sobre la cabeza y detrás de él, otro que lleva, también sobre la cabeza, una mesa con panes redondos y, sí, ese enano vestido de monarca, con su capa de armiño y su turbante oriental, es un niño, Ulrich, un niño, como ese diablo de espalda roja y caperuza y listas azules y blancas en los costados; Ulrich se desprende de la mano de Franz y lo mira con impaciencia y Franz celebra la aparición del falso Cristo, greñudo, doblado sobre sí mismo, con una mueca rufianesca, que es arrastrado fuera de una tienda de lonas remendadas y quizás haga el milagro, quizás devuelva la salud al baldado que, con las piernas al aire, se arrastra de barriga por la plaza del carnaval en lucha con la cuaresma, apoyando las manos en pequeños troncos y seguido por el festín de mutilados con muletas que pululan alrededor de los puestos de huevos, panes, peces; que se acercan a los barriles y a las fogatas lejanas mientras de la alta y gris catedral emergen las beatas y las monjas negras que dan la espalda al carnaval y Ulrich arroja la muleta al aire y se desliza, como por una resbaladilla, a lo largo del techo de pizarras rojas y cae, con una pirueta salvaje, en medio de los corros y le saca la lengua a Franz pero Franz ríe porque sabe que el niño representa para él ese baile de cabriolas con el jubón amarillo y la caperuza escarlata y los cascabeles de oro y el trinche negro con el que va recogiendo el pan y los peces y las máscaras de papier maché que les harán falta para salvarse. Corre hacia la barda del jardín, donde los otros niños están montados, parados de cabezas, saltando por el camino abierto entre dos filas de niñas con las piernas recogidas. Corre entre el grupo que juega a la gallina ciega; entre los combates a caballazos; entre las competencias de zancos. Se escabulle de los palos de ciego. Tira del pelo de otros niños y se encaja la caperuza hasta la nariz frente al mago que esconde un tesoro bajo las cáscaras de nuez y reta con el sortilegio de la adivinanza. Hace equilibrios y contorsiones sobre un amarradero de caballos. Se trepa como cochinito a las espaldas de los brujos. Levanta todavía más las faldas que ya vuelan, giran, de las doncellas, como si quisiera esconderse allí. Sube a los árboles. Arroja una lona sobre un grupo alborozado. Gira dos trompos sobre sus palmas abiertas, los muestra, los ofrece a Franz, encaramado allá, con el viento en las orejas, en el alto techo y ya es el jefe, todos lo siguen, todos lo imitarán, haga maromas, trague arenques, arrójese al río, despéñese entre las rocas. Se aleja. Ulrich se aleja seguido de centenares de niños pálidos o rechonchos, de niñas con cofias blancas, de perros y saltimbanquis y magos con narices de cartón y Franz alarga las manos para tocar ese rostro blando, sin cejas, de ojos adormilados, para tocar esa ala de pájaro color de plata, azul, verde, rojo pálido; para tocar los lotos, los lirios y las hierbas ribereñas, pero el paisaje se transforma, una vieja asoma y arroja un cubetazo de agua y los bolos caen sonando huecos y la cinta azul, amarrada a un palo, es agitada, solitaria, por el viento y un niño se agazapa detrás de una ventana mientras los demás se arrojan al río y una niña entra corriendo a una casa con una escoba equilibrada sobre un dedo y todos tiran los gorros y las niñitas pasan en fila cantando, con el pentagrama ensartado a una rama. Los saltimbanquis con uniformes grises y estrellas amarillas van trepando por el techo desde la plaza del carnaval y la cuaresma. Los niños se esconden en una montaña de arena; la niña se asoma por el hueco de un barril y señala a Franz con el dedo; la niña deja caer su muñeca de gengibre con ojos de ciruela pasa; los niños que fabrican ladrillos empiezan a arrojarlos hacia la figura detenida en el techo mientras los saltimbanquis avanzan en cuatro patas sobre las pizarras del tejado y un búho, desde un altillo, le guiña el ojo. Los saltimbanquis lo asaltan, le toman del cuello, los brazos, los píes, las ingles: Franz sólo puede clavar la mirada en la plaza con esas zonas de luz y de sombra que en nada afectan la pareja sordidez de los festejantes, indiferentes a una y otra, indiferentes a esa tierra seca, de ramas muertas y vasijas rotas, cáscaras de huevo, barajas viejas, huesos chupados, ostras grises y piedras que ruedan por el espado ocre mientras los saltimbanquis, entre las risas y obscenidades de los dos reyes. Momo y Cristo, y de su corte de enanos y mendigos, baldados y menestreles, monjas y mercaderes, arrastran a Franz al centro del cuadro, al pozo cuya cubeta inspecciona una vieja, una vieja que empuja a Franz cuando lo acercan a esa caída, a esa salida del combate de la carne por donde cae fuera del cuadro, mientras allá arriba, en el rectángulo de un cielo que no dejan ver las cabezas asomadas a mirar el descenso, se cierra el telón pintado, el infanticidio con los perros y los cuchillos y los guardias con armadura que degüellan a los niños sobre la nieve, en medio de los árboles truncos, los troncos fulminados, blancos, cubiertos de nieve y una orquesta toca valses vieneses… La trompeta, esparciendo un sonido maravilloso entre las tumbas de todas las regiones, reunirá a todos ante el trono. La muerte y la naturaleza se detendrán estupefactas cuando la creación se yerga de nuevo para responder ante el Juez. Y un libro escrito será proferido, que contenga todo aquello por lo cual el mundo deba ser juzgado. Y así cuando el Juez tome asiento, todo lo oculto se manifestará y nada permanecerá sin castigo. Allí estaba Ulrich, fatigado, jadeante, con la maleta entre las manos. Franz le preguntó si no lo habían visto y Ulrich negó con la cabeza y Franz le dijo que era necesario huir lentamente; los perseguidores creen que uno huye velozmente y ellos mismos redoblan la velocidad; la única manera de engañarlos es la fuga lenta. Le dijo al niño que acaba de soñar eso: una fuga muy lenta que despistaría a los perseguidores. Ulrich no contestó. Permaneció con la maleta entre las manos y después de un instante de silencio Franz se puso de rodillas, nervioso y tomó la maleta y la abrió. Levantó los ojos para interrogar al niño, pero Ulrich sabía, quizás, que en la guerra él no tendría más oportunidad de acción que ésta, ofrecida por Franz, y se mantenía en posición de firmes, mirando hacia adelante sin pestañear y también este niño, pensó Franz, saludaría después con un clic de los tacones y una inclinación de la cabeza y bebería cerveza cantando canciones sentimentales y ahora Franz no podía saber si, antes, Ulrich había abierto la maleta y conocía su contenido: un uniforme de general de la Luftwaffe, un uniforme completo, verdegris, con el cinturón negro, la botonadura de oro mate, el cuello militar de terciopelo negro, las listas de su rango y la cruz prendida al pecho desinflado: la Ritterkreuz, la insignia del valor y la lealtad escondida por ese general en un bosque.