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– Un loco escapado -rió Isabel, terminó de beber la gaseosa y fue a devolver el casco a la tienda.

– Voy a la gasolinera -dijo Franz-. Quizás haya que remolcar el auto a Pueblo. Llamaré a la AMA. Ahora regreso a recoger las maletas.

– Javier -le dijiste, cruzada de brazos-. Lleva las maletas al hotel. ¡Haz algo, por Dios!

Despertaste y te removiste en la cama:

– ¿Ya estás de vuelta?

– ¿Qué quieres decir? No me he movido de aquí.

– ¿Qué hora es?

– Van a dar las diez. Salgamos a comer algo.

– ¿Para qué? Además, ya sabes que cenar te hace daño.

– No lo digas como si fuera mi culpa. No tengo la culpa de que vivamos a siete mil metros de altura, con el águila y la serpiente.

– Conste. Tú empezaste. Yo no dije nada.

– Ligeia, tráeme la medicina y un vaso de agua.

– ¿Qué te pasa?

– Acidez, nada más.

– No tomes la sábana para ti. Qué manía.

– ¿Qué dice Franz? ¿Va estar listo el coche mañana?

– No sé. Cómo voy a saber. No he visto más a Franz. ¿No sería mejor que cenaras algo? Si tienes acidez con el estómago vacío, es peor.

– Quién sabe. La medicina distrae.

– ¿Qué? ¿Distrae qué?

– Los jugos gástricos.

– Levántate, Javier. Hagamos algo.

– ¿Qué cosa?

– ¿No traes tu dominó?

– Sí, ahí viene, ahí, en la maleta.

Te levantaste y abriste la maleta.

– Me da risa recordar cómo comías de joven. Nada te caía mal.

Javier no te dijo nada con la mirada y por eso tú quisiste imponerle otra interrogación y dijiste mientras buscabas el dominó:

– En Nueva York. Cuando nos conocimos en el City College y nos enamoramos.

Encontraste la caja de dominó y la hiciste sonar. Miraste alrededor del cuarto. Dejaste caer las fichas sobre la mesa de noche.

– ¿Recuerdas las aceitunas negras? ¿Unas aceitunas negras y grandes? ¿Recuerdas de dónde eran?

– Recuerdo que bebíamos un vino blanco muy seco, sentados frente a la rada.

– ¿Y cómo se llamaba? ¿A que no recuerdas?

– Y un pescado rojo.

– ¿No piensas levantarte a jugar?

– No. Pon las fichas sobre la cama.

Miraste a Javier, suspiraste y empujaste las fichas de la mesa de noche a la cama.

– Trae la pluma, Ligeia. Está en la bolsa del saco. Encuentra un papel.

– No.

– Hay que llevar la cuenta.

– No. No quiero. Que cada uno gane su juego y ya.

– Está bien.

Javier revolvió las fichas sobre la cama.

– Aceitunas negras de Kalamatis. De Kalamatis, Javier.

– Escoge las fichas.

– ¿Cuántas se toman cuando el juego es entre dos?

– Siete. Sabes perfectamente que siempre se toman siete fichas y luego se come. Ándale. Abre la mula de seises.

– No la tengo.

– Yo tampoco. Abro con la de cincos.

– Tengo hambre. Quisiera unas aceitunas negras de Kalamatis. Tengo ese antojo. Lo sabes muy bien. ¿Por qué finges?

– No recuerdo. Además, los nombres no importan.

– ¿Qué importa entonces?

– Ya te lo he dicho. Juega. Casi un catálogo de cosas. Eso es lo que regresa, a veces, no muchas veces.

Jugabas mecánicamente y quisiste reconstruir esos objetos diminutos, empastillados, de terracota, de mármol, alabastro y marfil. Recordabas palomas, toros, peces, monos, ovejas y tórtolas, lechuzas, ciervos y leones, un hombre con una cabra muerta alrededor del cuello. Maneras de nombrar o propiciar algo.

– Come.

Y muchas urnas para las serpientes. Sí, la serpiente sobre todo, el león y el toro. Los tres juntos.

– Hoy estuve recordando, Javier, cuando llegamos a Xochicalco y luego junto al río, cuando…

– Carajo. Me ahorcaste la mula.

– Dos-seis. Juego sola. Doble seis. Seis-cinco. Se cerró. Me fui.

– Déjame hacer la sopa.

– Cuidado. Una ficha se metió entre las sábanas.

– Aquí está. Ligeia.

– ¿Sí?

– Se te olvidó algo.

– ¿Qué?

– Mi medicina y un vaso de agua.

– Perdón. Ahora voy.

– No estuve ahí.

¿Para qué insistes en decir que él estuvo ahí y debe recordar el nombre de un vino y unas aceitunas? Entraste al baño y prendiste la luz. Todo lo que él pudo saber lo pudo aprender viendo láminas de un libro, o leyendo una guía de viajes. ¿A poco no? Abriste el botiquín y buscaste el frasco de Melox. Para averiguar que el palacio de Minos se levanta entre huertos de olivos y sobre una montaña pálida y rocosa. Lo encontraste y abriste el grifo para llenar el vaso. Entre cipreses y hondonadas, entre laureles y plúmbagos. El agua salió ferrosa y vaciaste el vaso en el lavamanos. Y que allí se escucha el día entero a las cigarras y que la tierra de Knossos es rojiza y que los toros pintados en los muros son del mismo color. Apagaste la luz y te detuviste en la puerta. Y que alrededor hay viñedos y en las bodegas del palacio urnas gigantes con múltiples asas y cavidades secas para guardar los cereales y que todo el palacio es un panal de claustros, archivos, talleres, salas, recámaras reales y baños hundidos. Regresaste al cuarto y Javier terminaba de mezclar las fichas. Un lugar donde representar.

– Toma. El agua no se puede beber.

– No importa. Me bebo la medicina empinada.

– ¿Qué murmurabas, Javier?

– Nada. Que quizás lo único vivo allí era un corral cercano donde un cerdo solitario escarbaba la tierra, ahuyentaba a las gallinas y luego se rascaba contra las piedras del muro.

– Entonces tú estuviste allí.

– No.

– Y en Heraklión. Y en Rodas. Y en la playa de Falaraki. Javier, Falaraki, Falaraki, ¿no recuerdas?, tienes que recordar…

– Yo tengo el doble seis.

– ¿Cuánto tiempo pasamos en Falaraki?

– El que quieras. Nunca estuvimos allí. Juega, por favor.

– Nos quedamos en esa casa blanca, hundida en la arena, con ventanillas estrechas, embarrada de una cal que nos cegaba de día y de noche… Sí, la casa tenía un… no sé… Perdón.

Javier recogió las fichas. Tumbó las que tú, con dificultades, mantenías de pie sobre el colchón.

– Te dije…

– Lo que yo recuerdo es una casa teñida de carbón, una casa donde la madre servía matzoh-balls y contaba chistes crueles en voz baja al hermano y el padre no daba pie con bola y si quieres recuerda eso y no tu ridícula casa junto al mar…

Saltaste de la cama.

– Qué te importa. Tú no estuviste allí.

– Tampoco estuve en Grecia.

– Pero yo sí.

Te paseaste por la recámara, dragona. Tú llegaste una noche por mar a Falaraki en un caique que te llevó desde el embarcadero de Rodas y al llegar sólo se veía el lomo negro de las montañas y el capitán les ofreció un vaso de anís con agua y el caique pateaba fuerte sobre el mar. Y desde entonces supiste que Grecia ha vivido siempre en el mar porque el mar es la promesa, el espejismo que no se desvanece, la otra tierra expuesta el día entero a los ojos de quienes quisieran abandonar ésta, plana y seca, donde sólo crece el olivo y todo lo demás -jacinto, adelfa, lirio, hibisco- es un perfume, una intoxicación, una alquimia inventada para responder a la belleza del mar y retener, inútilmente, a los hombres en las islas. Le pediste a Javier que lo escribiera.

– Shit. Tengo hambre. Voy a pedir algo de beber.

Te pusiste la bata y saliste al pasillo.

– Él no estuvo ahí -murmuró Javier mientras tú gritabas desde el corredor, “¡mozo!”, “¡señorita!”, “¡niña!”, “¡hey!”, “¿quién atiende aquí?”, “what sort of dump is this?” y Javier bostezó:

– Cholula Hilton.

– A ver qué tienen de beber. Tequila o lo que sea. ¿No tienen el licor de la Damiana?