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– Sigan derecho todavía.

Franz volvió a caminar a la cabeza de la fila hasta detenerse ante un arco oscuro; Javier encendió la luz, empotrada en la roca: un ascenso infinito de escalones gastados partía de la base, del túnel que recorrían, y alcanzaba los cimientos de la capilla española: otro túnel vertical, amarillo bajo la luz, de incontables escalones: un mareo de ascenso vertiginoso, una flecha quebrada. Javier apagó la luz de la escalinata encajonada entre la galería vertical de piedra lisa.

– ¿En dónde estuviste, Franz?

Y esa voz se perdió en ecos repetidos a lo largo de la galería. Todos se detuvieron un instante y tú, dragona, creíste que había hablado Javier y contestaste:

– Cállate.

– ¿En dónde estuviste, Franz?

– ¡Cállate! -gritaste en la oscuridad-. ¡No le hagas caso, Franz! Se ha pasado la vida inventando mentiras, obligándome a fingir para ver si su pobre imaginación despertaba…

Y sólo tú, Isabelita, novillera, escuchaste, pero no dijiste nada, seguiste el juego. Gracias. Y no sé qué pensaría Javier, pero dijo con voz sorprendida, aunque sin negar que él hubiese hablado:

– Por la derecha, Franz -y todos siguieron por una galería oscura, de piedra rugosa, y Franz tropezó contra tres escalones salientes, el perfil de otra vieja pirámide contenida dentro de la pirámide total y oculta por los muros y tú, Elizabeth, lo tomaste de la cintura, lo sostuviste. Ah murciélaga cuáchara.

– Sigue adelante -dijo Javier y la voz se sobrepuso a la de tu marido: -¿Por qué te vengaste de las víctimas y no de los verdugos?

– No lo creas -hablaste, dragona-; ¡no digas nada!

Franz caminaba con las manos abiertas contra los muros rugosos, antiguos, de las pirámides ocultas. Empezaste a reírte, Isabel, y tú a gemir, Elizabeth, y sólo Franz y Javier caminaban en silencio y todos dejaron atrás el aire frío de la corriente creada en el túnel de ingreso; ahora el laberinto parecía existir suspendido, oscuro, fuera de los elementos de la naturaleza. Franz sintió en las palmas de las manos la humedad de estas paredes de roca, el goteo invisible como un sudor secreto y agónico de las siete pirámides que se escondían unas a otras y tú extendiste la mano detrás de ti, Isabel.

– Sube los escalones, Franz. Te seguimos -murmuró Javier y Franz levantó el rostro, avanzando como un sonámbulo por las galerías entretejidas, sombrías, por los estrechos túneles de lodo y roca y Franz ascendió por los escalones de piedra rota, lentamente, con los puños cerrados y todos le siguieron, Isabel riendo, tú gimiendo, dragona. Javier solo, aislado, guiñando sin saber qué cara poner, qué actitud tomar, con un cuerpo que le sobraba y pedía, Isabel, tu contacto.

Franz descansó al terminar los escalones.

– Nos acercamos al corazón de la pirámide -dijo Javier.

– No le creas, no le creas nada -gruñiste, dragona.

El aire se iba haciendo denso, sofocante: la piel sentía un vaho caluroso a medida que se penetraba al centro de la pirámide, al núcleo escondido de la primera fundación. Adelantaste un brazo para tocar a Franz, dragona, te retuviste, diste media vuelta y encontraste ese rostro sin expresión de Javier, acentuado por la luz pálida de los tocos espadados del laberinto; Franz seguía caminando y tú corriste hasta alcanzarlo.

– Suban por la escalinata de la izquierda, la más estrecha -dijo Javier.

Franz bajó la cabeza para caber por la escalera de techo bajo, goteante, inseguro, de adobes sueltos y fue el primero en penetrar a la galería, al friso monumental, vencido, volado, aplastado, que soportaba el peso de las pirámides. Tú le seguiste, Elizabeth, y no pudiste distinguir, en seguida, los motivos de ese friso de colores vegetales que se extiende a lo largo de la galería iluminada verticalmente por los focos desnudos; te llevaste una mano a la frente, mareada, mareada por los colores, los focos, la pertinaz oscuridad de la galería; y los ojos de todos siguieron las líneas y colores del friso, la sucesión de chapulines de rostros redondos, calaveras redondas de ojos circulares, mejillas hendidas, narices huecas y dientes afilados que alternan y mezclan los tres colores: el amarillo, el rojo y el negro.

– Son los dioses del monte, los grillos, plaga y defensa de las cosechas -dijo Javier.

Y Franz dio la espalda al friso, apoyó la cabeza contra el muro ardiente, sofocado, del centro de la pirámide, el ombligo, el cordón de donde nace el enjambre laberíntico del Gran Cu de Cholula. Tú también te recargaste contra el muro, dragona, y observaste los dientes rojos de los dioses-chapulines que te sonreían, frígidos, fijados para siempre en el secreto de la pirámide.

– El rojo es el color de la muerte, el amarillo de la vida -dijo Javier, escudriñando el friso desde un ángulo estrecho-. El chapulín traía vida y muerte. Como todos los dioses mexicanos, ambiguos, pensados a partir de un centro cosmogónico en el que la muerte es condición de la vida y la vida antesala de la muerte…

Franz no lo escuchaba; había quedado de espaldas a todos, con la frente apoyada contra el friso.

– Estos monstruos se ríen de los santos de allá arriba -continuó Javier-. Hacen muecas feroces y se ríen de la muñequita ampona… Mira, Isabel.

Te habías mantenido alejada, novillera, en la entrada de la galería del friso, abrazada a ti misma, mirando a los tres actores que a cada instante se alejaban más de ti, escuchando los comentarios fríos de Javier, el mugido sofocado de Elizabeth, por fin la voz de Franz con todos los ecos metálicos y pétreos que le daba este diapasón encerrado, en el centro de la tierra:

– Ésa no fue tu voz. Javier. Ésa no fue tu voz…

Y Franz se acercó a Javier con los brazos caídos y los puños cerrados y Javier empezó a temblar, a requerirte con la mirada, dragona, mientras Franz se acercaba como al toro esta mañana, con la camisa arremangada, sudando, con los ojos grises convocando a tu marido, con toda esa crueldad y esa ternura casi infantiles que tú amaste en él, esa crueldad y esa ternura que son condición la una de la otra, ese encuentro de opuestos, de la vida interna y la vida violenta, esa pérdida, esa justificación, ese caminar sin gracia, definitivo, impulsado por las órdenes dadas, esa compasión final por sí mismo, ese sueño heroico, encerrado aquí, en la tumba temporal de una pirámide indígena coronada por vírgenes de porcelana, esa patética grandeza y sumisión gemelas, ese aislamiento voluntario de la persona que así cree ganar la independencia, esa locura, esa negativa de aceptar el hecho individual como algo relacionado con el hecho social, esa súbita ausencia de toda restricción, ese acto silencioso, esa complicidad ciega, avanzaron con el cuerpo y la mirada de Franz hacia la inmovilidad de Javier, hacia ese contrario pasivo, ansioso de liberarse por la mentira y la fiebre antes de que llegue el ataque final, la rendición de cuentas, incapaz de convertir la compasión en respeto, finalmente inadecuado a todo el dolor y toda la alegría del mundo: Franz abrazó a Javier para luchar; Javier abrazó a Franz para acercarse a él; los cuerpos se trenzaron y la lucha y el acercamiento, la tensión entre la fuerza y la debilidad se disolvió, les digo que se disolvió, en la mirada, en los brazos, por fin entre los muslos y los vientres unidos, apretados, mientras los dos hombres se mantenían abrazados en ese terrible contacto que negaba su intención, en ese abrazo de violencia que se convertía en renuncia, de odio que se transfiguraba en deseo, ajeno a las miradas ciegas de ustedes, de las dos mujeres que no entendían, que primero creían comprender y prever todo el curso de ese encuentro y ahora, como yo, asistían a su negación y su reverso, a un abrazo sensual, excitado, de los dos hombres que al cabo empezaron a separarse pero sólo con las manos y el tórax y los pies, no en ese centro, no en esas piernas abiertas y unidas mientras arrojaban hacia atrás las cabezas, cada uno rendido por sí mismo y por el contacto, cada uno separado y unido por el contacto imprevisto del racimo de pijas, dragona, cada uno un sonámbulo en esta galería sofocada y húmeda, frente a los grillos de la noche y el misterio, frente a los dioses negros y amarillos de la vida y de la muerte, cada uno lejano y convocado y confundido con el contrario, cada uno a punto de desaparecer y Javier tiembla y murmura algo, dice que ésta es la tumba de los dioses muertos, que tiembla. Tiembla. ¡Tiembla! Que llueve tierra desde las bóvedas de adobes sueltos… Tiembla… Una sacudida… Se acerca un temblor… Son siglos y siglos… Dioses que retienen sobre las espaldas todo el peso de las siete pirámides… Adobes sueltos, sueltos por ese temblor sonoro que se aproxima… Frisos aplastados por el peso de la roca, los muros, las escalinatas, la iglesia… ¿No saben que el ruido puede derrumbar pirámides, montañas enteras?… El goteo oscuro desde la bóveda… Se abre… Se cuartea… Todo se derrumba… entre las dos parejas… Ligeia grita, abraza a Franz… Isabel se separa de Javier, quiere correr hacia ellos… Javier la detiene del brazo… Todos gritan… Entre nosotros y ellos cae la masa de ladrillos rotos, de adobes viejos, de roca muerta…