Isabel los dejó en la puerta de entrada y se fue.
– Tengo que ir con el Profe a ese rascuache motel donde me lleva. Chao.
Te fuiste, novillera.
Estuvieron de acuerdo. Sólo advirtieron que no me darían sus nombres y por eso los designo por sus características externas y en parte por los papeles que jugaron esa noche. No sé si alguien los recuerda y por eso debo repetir. El Negro con traje de charro: el Hermano Tomás. La Negra, por el color de los pantalones, el suéter y las botas: la Morgana. El Rosa con las mallas de saltimbanqui llamado también la Correosa, de acuerdo con la situación y como se apreciará más adelante. El Barbudo que maneja el viejo Lincoln convertible: El Güero o Boston Boy, que de ambas maneras suele y puede decirse. La Pálida, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas. Y sí, Werner, Jakob Werner, él sí me dio su nombre y hasta impreso en una tarjeta: el joven con el saco de tweed y los pantalones de franela y el portafolio.
El Negro Tomás arrojó por la ventana la nalga de ángel con la que estaba apestando mi hogar -y yo perdonándolo porque, ya les dije, voy para los cuarenta- y dijo lo malo es que no sabemos contestar bien las preguntas, estamos acostumbrados a hacerlas. Y estos personajes son de otra época, hacen frases, dicen discursos y va a ser muy difícil todo esto.
Apoyé la cabeza contra el ejemplar de Rayuela que uso como almohada y le dije entonces vamos a invertir los papeles. Yo, como buen intelectual -ja, ja- latinoamericano, sólo sé hacer afirmaciones grandilocuentes!!! Retóricas, para acabar pronto. Y la Pálida, que se había estado bebiendo sola la única botella de Poire William’s que me queda, y que en el Minimax de la esquina vale una fortuna, se estremeció con un trago y dijo children, no perdamos el tiempo, tengo una proposición mejor. Agitó la botella. No debió hacerlo. Nuestro amigo virgiliano ya nos contó lo que él sabe, la historia de Javier y Ligeia o Elizabeth o como se llame. Agitada, la botella parecía una pinche limonada gaseosa. Ah las apariencias. Cerré los ojos y apreté la lengua contra el paladar. Ahora, a partir de eso, lleguemos a las conclusiones. Vamos haciendo el juicio.
La pera dentro de la botella se zarandeó como un feto barbudo, arrugado, que ya se prendía con sus raíces renascentes al vidrio y al alcohol. Quería convertirse otra vez en tierra. La Negra Morgana puso un disco de los Beatles y al rato todos estábamos bailando y la luz iba desapareciendo y yo no entendía nada pero decidí ser muy paciente. Me habían cortado la luz por falta de pago y convertí la oscura necesidad en agradable virtud: les dije que me gustaba vivir entre puras velas, a lo monje loco.
¿Y el disco?
Debe ser un pickup con pilas. Además, no está girando. Sólo giro yo, que le he pedido a la Pálida (me está gustando esta gringa cachonda) que me enseñe a bailar bien el frug. Todos se ríen mucho y me doy cuenta de que pusieron el disco pero que en realidad el Rosa-Correosa está tocando esa canción, Yesterday, que ellos conocen antes de que la música se imprima o los Beatles la graben. Oh, mis cuates isabelinos. Estamos regresando a los modelos originales. Giro la cadera sin mover los pies, tratando de imitarlos. Pero mi reconocida torpeza no puede competir con el movimiento elegante y salvaje de sus brazos. Yo seré la defensa, dice el Negro: mueve la cabeza como una tortuga de juguete, mantiene las manos clavadas en las bolsas de ese pantalón de charro que usa.
Yo, Franz: el Güero Barbudo ha perdido el rostro detrás de una cabellera pluvial y sus botas taconean el ritmo invisible. La Pálida, que apenas se mueve, que permanece con las solapas levantadas y una pose de alto espionaje, dice yo Elizabeth, Ligeia, Lisbeth, como se llame. Se ríen para decirme que deje de imitar: este baile es pura improvisación y al mismo tiempo es un rito, ahí está lo durazno. Voy a decirles que estamos regresando al modelo olvidado. Los americanos son un ejército de Edgar Alan Poeseurs, con todos los castillos góticos y las oscuras ergástulas que Polyanna y Horatio Alger quisieron cubrir de mermelada y rieles. Los ingleses son Tom Jones y Moll Flanders, con toda la lujuria y los regüeldos que Victoria y Gladstone quisieron cubrir de cricket y de crocket. Los alemanes siempre serán…
Yo el juez, me interrumpe la Negra Morgana, que hace esos pasos maravillosos de pubertad ceremonial. Yo Javier, grita el Rosa por encima del tañer doloroso de la guitarra que le está comiendo las uñas. Jakob coloca la mano sobre el hombro del Rosa, lo aprieta, lo obliga a soltar la guitarra: no la decaída Correosa víbora de la mar, de la mar.
– Yo seré el Fiscal.
Todos caen de rodillas sobre los petates.
Aúllan como coyotes.
Me detengo, solitario, a la mitad de un paso torpe y ya no hay luz en la sala. Los perros del barrio contestan los aullidos. El comején de las vigas es la caspa de este pobre piso astillado. La voz en la oscuridad es la de Jakob. ¿Culpable o no culpable? No hay más respuesta que la de las garruñas de los ratones que salen y corretean, aturdidos por el silencio o el ruido totales. Busco, no sé, con los cerillos en la mano, una vela. Otra mano me detiene y la voz del Negro es inconfundible. ¿Culpable? ¿Atenuantes? Su alma era suya para hacer con ella lo que quisiera. ¿O no? Esa voz que es su propia parodia: grave como Paul Robeson cantando Old man river, pituda como Butterfly McQueen pidiendo perdón a Scarlett O’Hara. Voz de esclavo y rebelde, arrastra légamos dormidos, pájaros asustados, incendios sudorosos: “El acusado sólo tuvo un sueño, un sueño, hombre, y quiso convertirlo en realidad, igual que todos nosotros. Todos nosotros”.
¿Cuál sueño?, grita la Negra Morgana.
Vamos a salir. De noche, las moscas del basurero se retiran y hasta nace un perfume dulce y corrompido de ese cúmulo de hierbas y botellas, vómitos y trapos, tortillas, periódicos, excrementos y calcetines que debemos atravesar. Algo podría utilizarse de nuevo. Esa rueda de bicicleta, por ejemplo. Pero también hay un desperdicio de la pobreza, un lujo de la mendicidad. Nadie puede vivir sin él. No sé de dónde viene el Negro, si de un ghetto del Norte o de una cabaña del Sur. Acá o allá, inventan un ritmo y un decorado consecuente y se salvan. El sueño de los deseos cumplidos, de la unidad recuperada -va diciendo-, el poder total puesto a prueba, a prueba, hombre, expuesto, tirado al ruedo: habla con los párpados ofídicos muy juntos. Pisa la basura con seguridad y delicadeza: éste es su acto único y quiere aprovecharlo, luego se nota. El aroma de todas las dulzuras fermentadas nos embriaga. Nadie entendió. Sí, qué gran sueño, pero qué inútil. Pensar que la vida heroica era posible en nuestros días. Nadie les hace caso. Van a dejarlo hablar. El abogado de la defensa por fuerza dice mentiras y variedades. ¿O no?
Les muestro el camino fácil, pero estrecho, entre dos nopales negros, agusanados, y ya estamos en el callejón frente a la miscelánea y el dueño nunca me ha delatado aunque vivo aquí desde hace doce años. Es muy gente. El acusado vivió ese sueño y pudo comprender su patética grandeza. No sé si es el Hombre Invisible o el Tío Tom. Saludo al dueño de la miscelánea y todos entramos a comprar cigarros y refrescos. La niña de trece años, verde y lacia como un sauce lacandón, pone las cajetillas sobre el mostrador y tiende la mano y el Negro canturrea con su voz de altibajos. ¿Qué diablos fornicados sacrificó el acusado? ¿La música? ¿La arquitectura? Seguro. Pero sin grandeza. Los demás beben Pepsi-Colas sombríamente y la Pálida se persigna frente a la veladora que ilumina la estampa de una Virgen negra, ampona, con lágrimas de cera y ropajes de metal y raso. El acusado quiso destruir un mundo donde no se podía ser músico o arquitecto si no se acepta de antemano que los demás verían su ocupación como algo inútil pero tolerable. La lacandona ríe y se tapa la cara con las manos tiñosas, las manos oscuras manchadas de rosas alegrías enfermas. El Negro habla en inglés, sube y baja, y la niña ríe sin entender. Está en el Minstrel Show. El Negro es Al Jolson: pero en esencial a lo único que importaba, Mammy, acumular dinero y vivir tranquilo, in Alabammy. El padre, el dueño de la tienda, toma el aire afuera, sentado en una silla enana de paja, con respaldo pintado. Un respaldo de flores y patos. Prieto y obeso, respira como un burro o como un océano. Con la conciencia tranquila. Dominando a los demás con las frases de siempre, hay que tener paciencia, hay que ser bueno, sean caritativos, es bueno ser débil, los pobres de espíritu entrarán al reino de los cielos: el Negro está cantando.