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– …qué sé yo, mucamas, señoritas, empleadas de almacén y oficina, artistas, no sé…

Aún había sol. Te detuviste frente a la discoteca. Me dejaste en la palmera, me afanaste… sentiste el calor pegajoso.

Te dije, “No sé; quizás vaya”, o algo así. Te dije: “En todo caso, espérame. Puede que llegue. No sé si llegaré. Tengo tantas cosas que hacer. Si no voy a las cinco y cuarto, ya no me esperes”.

Chorros, vos, tu mamá y tu papá. Caminaste Santa Fe arriba hasta el apartamento en Quintana. El portero te saludó con su acento polaco. El lobby olía a gardenias. Subiste en ascensor. Javier no estaba en el apartamento. Te recostaste en el sofá, dejaste que los zapatos se te deslizaran de los pies.

– Oh shit, Javier, shit, shit, shit…

Te levantaste, caminaste con los pies desnudos a la recámara, abriste el closet, estuviste allí tocando la ropa, los sacos, las camisas ordenadas, el jabón que Javier coloca entre los pañuelos.

Franz frenaba y aceleraba con el motor. Tú escuchaste los cambios de las velocidades, repetidos mecánicamente, inteligiblemente, con una lógica propia de zumbidos, transiciones, distancias entre el gruñido excepcional y la suavidad pareja, común. Franz miró un instante por el espejo y vio primero los ojos verdes de Isabel que lo miraban y después el paisaje que se alejaba rápidamente. Techos orientales. Techos altos, de paja, coronando las chozas de carrizo. Rostros cobrizos, anchos, de pómulos sobresalientes donde los ojos se hunden, ligeramente oblicuos. Isabel acercó la boca a la oreja de Javier.

– Dime, repíteme eso.

– No lo dije yo. Es de un clásico -Javier habló al oído de Isabel-. El dominio del cuerpo y el placer sexual de una mujer es signo suficiente de posesión para el hombre modesto; otro, con una sed de posesión más sospechosa y ambiciosa, comprende el carácter dudoso y aparente de semejante posesión y desea pruebas más finas para saber, especialmente, si la mujer no sólo se entrega a él, sino también renuncia por él a lo que posee o quisiera poseer: sólo entonces él la considera poseída. Un tercer hombre, sin embargo, no está satisfecho en este límite de la posesión; se pregunta si la mujer, al renunciar a todo por él, no lo hace, quizás, por un fantasma de él; él quiere, ante todo, ser total y profundamente conocido; a fin de ser amado permite ser descubierto. Sólo entonces siente a la amada como suya, cuando ella ya no se engaña con respecto a él…

Sí, dragona, hablaste como él aquella primera noche en tu apartamento en México: hablaste de él, como él, para él, aunque yo tuviera mi cabeza de gato medio metida en tu pescado y tu marido durmiera medio birolo en la sala. Hablaste del mar, el vino, las islas…

– Él me puso ese nombre. Yo me llamaba Elizabeth. Él me puso Ligeia. Qué tontería. Recordaba. “El hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad”. Recordó y me puso Ligeia. Qué tontería. Betty, Beth, Liz, Lisbeth, Liza, Bette, Betele. Qué distinto, Javier, entonces.

A veces entendía lo que querías y otras veces te lo hacía entender, pero no eran esas las mejores ocasiones, sino cuando era tan natural como despertar o dormir. Si lo notabas fatigado -dijiste- pero no por haberse vaciado, sino porque no había logrado nada, porque esa energía nerviosa no había salido de él, te desvestías, lentamente, en su presencia, en la sala, en la cocina, donde estuvieran, fumando, destapando un refresco; si estaba enojado, le acariciabas las sienes, lo recostabas en tu regazo, prendías su cigarrillo en tus labios, acomodabas los cojines sobre el tapete de la sala y lo esperabas con una seguridad que hoy, no, ni siquiera hoy, desde entonces, sin saberlo, te ofendía: qué certeza de que, al ofrecerte a él porque necesitaba vaciar su energía sin salida, al acercarse a él porque tú también lo necesitabas, siempre, se encontrarían a los pocos minutos sobre los cojines de la sala, desnudos, jadeando, soltando las riendas de las palabras que nunca, ni tú en la vida ni él en los libros, se habían atrevido a decir, siempre seguros de que nada había que vencer; pero peor, mucho peor, cuando ni siquiera existía esa invitación a la fatiga, el enojo, el tedio, los nervios, cuando sin pretexto, sin ocasión externa

– …nos encontrábamos a ciegas, en la oscuridad al despertar, en la recámara, y era sólo mi cuerpo, o el tuyo, o los dos, los que se acercaban y unían sin decir por qué, por pura cercanía, por el calor de la piel, por el frío de la noche, porque estábamos casados, porque vivíamos juntos: ¿podía durar así? ¿Quién sería (fuiste tú, fui yo) el primero en pedir algo más? Posesión, posesión. Cómo nos recompensaba, durante los primeros años, saber que uno poseía al otro. Eso bastaba, creo. Shit, bastaba. ¿Los contaste? Sin ser pedidos, sólo porque estábamos cerca. Sólo tus palabras léperas en español, las mías soeces en inglés, a veces el trueque de idiomas, sin saber por qué, para decir lo mismo, ¿qué, qué?, mientras me buscabas a besos, rompías todos mis secretos, descubrías toda mi carne escondida, me recorrías de frente, por la espalda, sentía tu aliento cerca de mi rostro, en seguida sobre mis muslos y entre mis nalgas, me ibas humedeciendo, me ibas clavando con tu saliva, tu tacto, tu respiración, tu cabello, tus pestañas…

En tantos lugares que recordaste, Elizabeth. En una playa del Atlántico que parecía quebrada por los dientes de la creación, una playa de arena gruesa y mojada, bajo la lluvia. En una choza de vigas de la isla de Rodas, cerca de una mesa manchada de vino, cortada por los cuchillos viejos y pesados. En un vapor español que hacía veinte días de Vigo a Veracruz, cuando Javier decidió que debían regresar a México, que México le hacía falta, que si no se enfrentaba a todas las terribles negaciones de México, pensaría siempre que había tomado el camino fácil y su obra carecería de valor: bajo una claraboya manchada por el humo y la sal, en una estrecha litera. En un apartamento de la colonia Cuauhtémoc, en la cama ancha del cuarto decorado con carteles de exposiciones que habían visto, antes de la guerra, en París, en Haarlem, en Milán, con el pequeño espejo de tocador -dijiste- perdido entre esas letras osadas, esos colores contrastados, esos nombres e imágenes perdidos, Franz Hals, Gustave Moreau, Paul Klee, Ivan Mestrovic.

– Esos carteles que cada mes se rompían un poco más en los bordes, se iban deshebrando, hasta que los olvidamos, pintamos de nuevo las paredes y los tiramos a la basura. Habías regresado a México, habías vendido los viejos muebles de tu familia, te habían estafado pagándote un precio mínimo por la vieja casa de tus padres en la Calzada del Niño Perdido, pero podíamos vivir algún tiempo con ese dinero y tú podías dedicarte a escribir. Recorrerías la ciudad en busca de contrastes, máscaras, perfiles; harías la poesía de lo cotidiano. Encontrarías las palabras de ese mundo tuyo, que yo descubría contigo, como hasta ese momento habíamos descubierto todo juntos. La poesía de lo cotidiano. Oh, qué ganas de que alguien hiciera el poema del cine, de la nostalgia del cine y la música popular que ocupa más de la mitad de nuestras vidas. Tantas canciones olvidadas. ¿Recuerdas? The isle of Capri. In a secluded rendezvous. Flying down to Rio. Cheek to cheek. ¿Qué te contaba?

Que todos los hombres en Oriente vestían casco y traje blanco, como Clark Gable en China seas y por el fondo, parte del paisaje de Singapur y Macao, se deslizaban Anna Mae Wong, Sessue Hayakawa y Warner Oland, que también era Charlie Chan; hasta Peter Lorre, que llegó a ser Mr. Moto. A Marlene Dietrich, claro, la descubriste en El ángel azul, eso lo recordabas hoy, hace un momento, ahora, con Emil Jannings, donde ella se sentaba a cantar a horcajadas, con un sombrero plateado y las medias negras; no, nunca actuaron juntas ella y la Garbo. La Garbo entró envuelta en zorros al Gran Hotel donde John Barrymore fumaba y se paseaba con el pijama de seda negra y Joan Crawford le tomaba dictado a Wallace Beery, que era un industrial libidinoso y vestido con jaquet y cuello de paloma. Fingía acento teutón y Lionel Barrymore se emborrachaba en una inmensa barra de níquel del hotel administrado por Lewis Stone, quien escondía la mitad del rostro quemado por un ácido, y Lionel iba a morirse de cáncer o algo y por eso la Crawford (ese vestido oscuro con un gran cuello blanco de gasa) aceptaba casarse con él, por unos cuantos meses, y después heredar la fortuna, ¿o eran los ahorros? Ella se llamaba Flemschen, algo así como Flemschen, y era divina y además la mejor actriz de la película, la más moderna. Hasta Jean Hersholt salía en Gran Hotel.

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– ¿Lo recuerdas? Después hizo de doctor Dafoe, el que trajo al mundo a las Quíntuplos. No te acuerdas. Te apuesto. Antes sabíamos todo eso muy bien. Íbamos todas las tardes al cine, después de clases. Nos sentábamos en la fuente de sodas a echar toritos sobre cine, a ver quién sabía mejor los repartos, las fichas técnicas. Hasta los fotógrafos nos sabíamos. Ahora sólo recuerdo a Tolland, James Wong Howe, Tissé, que era el camarógrafo de Eisenstein. Gabriel Figueroa. Entonces sabíamos todo los dos. Éramos uno solo, Javier, Javier, fuimos uno solo, ¿recuerdas? ¿Quién sería el primero en pedir algo más? ¿Pensaste lo mismo que yo? Sí. Te oí llegar.