Entraron en la capilla real.
Los seguí y me detuve en la puerta.
Mojaste los dedos, dragona, en una de las dos enormes pilas bautismales a la entrada. Te vi sonreír ante esa incongruencia fantástica: no eran sino urnas de piedra indígenas, viejas, labradas, corroídas, antiguos depósitos de los corazones humanos arrancados por el pedernal en los sacrificios de Cholula. Y este símbolo de recepción, aunado a la luz color perla que se filtraba por las bóvedas mozárabes y apagaba el color quemado del piso de tezontle, daba su tono de estadio intermedio, de lugar de tránsito entre la luz del infierno en llamas y la opacidad del cielo de aire a todo el vasto aposento, casi desnudo: un Cristo vejado, cubierto con el manto de la burla, con la corona de un imperio de espinas: los labios vinagrosos y las gotas de sangre en la frente y los ojos entornados al cielo y la peluca cuidadosamente rizada y la faldilla de encaje y la vara del poder bufo entre las manos: era otra figura de humillación sin gloria, alejada de los cuatro arcángeles policromos que guardaban el altar pero cercana a los símbolos del purgatorio que constituían los mayores elementos de la capilla: un retablo en relieve en el que la Reina del Cielo, coronada de ángeles, preside los sufrimientos de los caballeros bigotudos, las damas de torso desnudo y senos rosados, los frailes tonsurados, el rey y el obispo que son acariciados por las tibias llamas del arrepentimiento; y, enfrente, la tela de las ánimas en pena que se consumen en fuego sobre el cadáver del obispo enterrado, una calavera con la mitra caída y los intestinos descubiertos;
statum est hominibus semel mori amp; post hoc iudicium
Los indios sentados en el gran atrio sonríen ante la representación del juicio de Dios contra los primeros padres, los sin ombligo. Entre los arcos de la capilla, se han construido peñones, árboles, todo el jardín de la primera felicidad. Aves de oro y pluma se posan en las ramas. Los papagayos hacen ruido. Los ocelotes asoman entre las ramas del Edén. En el centro, el árbol de la vida con las manzanas de oro. Un paraíso de abril y mayo. Los guajolotes se esponjan y agitan la guedeja del papo rojo. Los niños vestidos de animales hacen cabriolas en el escenario. Adán y Eva aparecen en la inocencia del albor. Eva molesta a Adán. Le ruega, lo atrae; él la rechaza con aspavientos. Eva come del árbol y Adán acepta morder la manzana. Los indios ríen por un momento, pero sus rostros se llenan de espanto cuando descienden Dios y sus ángeles. Dios ordena a los ángeles vestir a Adán y Eva. Los ángeles muestran a Adán cómo ha de labrarse la tierra; entregan a Eva husos para hilar. Adán es desterrado y puesto en el mundo: los indios lloran y los ángeles se dirigen a la concurrencia, cantando:
Para qué comió
la primera casada,
para qué comió
la fruta vedada.
I’ll give you back
your time
El viejo Lincoln convertible se detuvo frente a las arcadas de la plaza. El joven rubio y barbado metió el freno de mano y abrió la portezuela; a su lado la muchacha vestida con pantalón negro, suéter y botas negras se desperezó y el negro con sombrero de charro le besó el cuello y rió. Del asiento de atrás saltó a la calle empedrada, con la guitarra en la mano, el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero y la otra muchacha, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas, se puso de pie y se quitó los anteojos para conocer la fisonomía de Cholula: despintada, sin cejas, con los labios borrados por la pintura pálida, guiñó los ojos y le ofreció la mano al joven que cerraba su portafolio de cuero amarillo y, en contraste con los demás, vestía un saco de tweed marrón y pantalones grises. Lo comentó al cerrar el portafolio:
– Algún día los he de convencer.
– No tiene importancia-. La muchacha vestida de negro se encogió de hombros y tomó posesión de los portales.
– Sí, sí tiene-. El joven cerró el portafolio. -La música se trae por dentro. No hay necesidad de disfrazarse. La verdadera révolte se hace vestido como yo.
– Oye hombre: así lo asustamos más-. El muchacho alto se desarregló la cabellera lacia.
– ¿Es aquí? -preguntó la muchacha de las cejas depiladas, indefensa como un albino ante la plaza seca, desnuda, aplastada por la intensa resolana.
– Apuesta tu alma -dijo el negro.
En la calle, la muchacha vestida de negro encendió su radio transistor y buscó una estación.
El conductor, el rubio barbado, garabateó con un lápiz blanco sobre el parabrisas del convertible:
property of the monks
y la muchacha encontró la estación en el cuadrante y el muchacho alto se secó el sudor de la frente y empezó a acompañar la música de la radio con la guitarra y los seis se fueron caminando bajo las arcadas y cantando juntos, abrazados.
I’ll give you back your time.
Yo sólo escuché el gruñido y el llanto unidos, inseparables, que quise localizar en el cofre del automóvil.
2 En cuerpo y alma
Ausente de ambos. “No estuve allí”: cita de una carta dirigida por el Narrador a su Abuelo tedesco, muerto en 1880, socialista lassaliano expulsado del Reich por el Canciller de Hierro. Carta no recibida. Muda de piel. Genes mutantes. “I wans’t there”. Por lo tanto, el Narrador cita a Tristan Tzara: “Tout ce qu’on regarde est faux”, para salvarse de El Museo, de La Perfección y participar en un Happening personal que es una novela de consumo inmediato: recreación. Habla Michel Foucault: “Et puisque cette magie a été prévue et décrite dans les livres, la différence illusoire qu’elle introduit ne sera jamais qu’une similitude enchantée” (Les mots et les choses).
Me ibas a contar algún día, Elizabeth, que el caracol avanzó por la pared y tú, desde la cama, levantaste la cabeza y primero viste la estela plateada del molusco, la seguiste con la mirada tan lentamente que tardaste varios segundos en llegar al caparazón opaco que se desplazaba por la pared del cuarto de hotel. Te sentías adormilada y estabas ahí, con el cuello alargado y las manos escondidas en las axilas; sólo viste un caracol sobre un muro de pintura verde desflecada. Javier había manipulado las persianas y el cuarto estaba en penumbra. Ahora desempacaba. Tú, recostada en la cama, lo viste librar las correas de esta maleta de cuero azul, correr el zipper y levantar la tapa. Al mismo tiempo, Javier levantó la cabeza y vio otro caracol, éste veteado de gris, que permanecía inmóvil, escondido dentro de su caparazón. El primer caracol se iba acercando al detenido. Javier bajó la mirada y admiró el perfecto orden con que había dispuesto las prendas que escogió para el viaje. Tú doblaste la rodilla hasta unir el talón a la nalga y te diste cuenta de que había otro caracol sobre la pared. El primero se detuvo cerca del segundo y asomó la cabeza con los cuatro tentáculos. Tú te alisaste la falda con la mano y viste la boca del caracol, rasgada en medio de esa cabeza húmeda y cornada. El otro caracol asomó la cabeza. Las dos conchas parecían hélices pegadas a la pared y derramaban su baba. Los tentáculos hicieron contacto. Tú abriste los ojos y quisiste escuchar mejor, microscópicamente. Los dos cuerpos blancos y babosos salieron lentamente de las conchas y en seguida, con el suave vigor de sus pieles lisas, se trenzaron. Javier, de pie, los miró y tú, recostada, soltaste los brazos. Los moluscos temblaron ligeramente antes de zafarse con lentitud y observarse por un momento y luego regresaron sus cuerpos secos y arrugados a las cuevas húmedas del caparazón. Alargaste la mano y encontraste un paquete de cigarrillos sobre la mesa de noche. Encendiste uno, frunciste el entrecejo. Javier sacó de la maleta los pantalones de lino azul, los de lino crema, los de seda gris, y los estiró, pasó la mano sobre las arrugas y los colgó en los ganchos que sonaron como cascabeles de fierro cuando abrió ese armario del año de la nana, los corrió, escogió los menos torcidos y regresó a la maleta detenida sobre el borde de la cama. Tú observaste todos sus movimientos y reíste con el cigarrillo apoyado contra la mejilla.
– Cualquiera diría que piensas quedarte a vivir aquí.
Paseaste la mirada por la recámara de paredes húmedas y cristales rotos. Some pad. Siniestro. Javier tomó con las dos manos los calcetines seleccionados para hacer juego con los pantalones y las camisas.
– Hace diez años era un hotel moderno. Me imagino que lo han gastado todas las gentes que debieron detenerse aquí, como nosotros, contra su voluntad.
Él habla así. Oh, seguro que él habla así. Apuesta lo que quieras, dragona. Pregúntale:
– ¿Cuándo estará listo el auto? -para que él te conteste, muy sutil, éclass="underline"
– Pregúntale a Franz.
Y luego aprieta los calcetines contra el pecho, mientras tú arrojas el humo por la nariz.
– De todas manetas, no necesitas ordenar tus cosas en los cajones, para una sola noche.
Tu marido llevó los calcetines a la cómoda, como si cargara una docena de huevos.