– Podemos aprovechar el tiempo que estemos aquí.
– ¿Aquí? -Te incorporaste en la cama, apoyada con los codos. -Es un poblacho repelente.
Javier ordenó los calcetines en hilera dentro del primer cajón. Tú empezaste a reír. Doblaste las rodillas otra vez; erguiste los pechos y miraste a Javier, riendo: lo miraste ordenar las camisas en la cómoda de pino. Las fue colocando en el cajón: azul, de hilo; negra, de lana tejida; amarilla, de seda; una guayabera plisada, tiesa; otra camisa de tela de toalla, para usar a la salida del mar. Tú pegaste con las manos sobre los muslos abiertos y tu risa contenía un gruñido divertido.
– Tú nunca ves nada -dijo Javier.
– ¿No viste hoy a sus hijos?
Al fondo del veliz estaba la ropa interior. Javier la tomó y la llevó sobre las palmas abiertas de las manos a la cómoda y contó los seis calzoncillos jockey las seis camisetas blancas. Gimió. Tú sabías por qué. Como de costumbre, olvidó los pañuelos.
– Al amanecer, salen de la ciudad…
Te levantas velozmente de la cama:
– No se oye lo que dicen, Javier, nadie oye lo que se dice aquí.
Y con las dos manos golpeas las de Javier, haces volar por la recámara las prendas interiores, vuelves a reír:
– …la multitud de mendigos descalzos, cubiertos de harapos…
Eso me lo vas a repetir quién sabe cuántas veces. Sabes que la primera vez es difícil, que esperas demasiado de la segunda y que sólo la tercera vez, decepcionada, cualquier cosa te parece maravillosa. Bueno. Jadeaste un instante cerca del rostro de Javier -ese día, el domingo 11 de abril de 1965- y luego te dejaste caer boca abajo sobre las almohadas.
– …entonces como ahora…
Javier se hincó y recogió los calzoncillos y las camisetas. Tú negaste, con la cabeza hundida entre las almohadas:
– Esas cosas sin voz ni oídos ni ojos… Ya me aburrió. Déjame dormir.
Javier colocó la ropa interior en la cómoda.
– ¿No piensas cambiarte de ropa, bañarte?
Tú asomaste:
– ¿Para qué? ¿Para salir a ese parque seco a oír chachachás?
Escondiste otra vez el rostro en la almohada. Javier cerró el cajón. Tú te acostaste boca arriba, con los ojos cerrados. Javier te miró allí, con las huellas más tenues de la fatiga en ese rostro tuyo que, al cerrar los ojos, parece desentenderse del mundo como si nadie te pudiera escuchar; más, como si tu propio cuerpo no estuviera presente. Javier caminó hacia la puerta del baño con esa maletilla de cuero donde viajan sus medicinas y pomadas. Se detuvo antes de entrar. Tú reíste:
– No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. Cómo no. No coman la carne de sus semejantes. Ja, ja. Olviden la sodomía y demás torpedades. Gradúate y entra al ejército. Ship ahoy.
Te levantaste en silencio y lo miraste mientras tomabas asiento frente al ventanal de cristales rotos que daba a un patio interior agrio. Te sentaste en la mecedora, junto a las persianas; te columpiaste, esperando el momento para decir:
– Hoy, al llegar, caminamos a lo largo del portal…
Te levantaste con violencia y tiraste de las cuerdas de las persianas, hasta que los visillos se apartaron y entró la luz de la tarde. Hablaste atropelladamente.
– Caminamos sin hablar, cansados, cansados de antemano, Javier, Javier, contagiados por la vida muerta de este pueblo, ¿estás satisfecho?
Abriste los ojos. Javier no estaba en el cuarto.
– ¡Javier! ¡Javier! ¡Lo hago por ti! Escuchaste el grifo del lavamanos y en seguida la voz lejana de tu marido:
– …después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles…
Te detuviste y apoyaste las manos contra el marco de la puerta del baño. Dijiste en voz muy baja:
– Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.
Entraste al cuarto de baño. Al fondo, escondido en parte por la cortina de la regadera, asomaba Javier. Sus rodillas desnudas, los pantalones caídos sobre los tobillos y los zapatos. Te acercaste, sin cansando, sin prisa, hasta con cierto aire profesional. Apartaste la cortina. Levantaste a Javier del excusado, le ofreciste el rollo de papel. Él lo tomó. Te sonreía con la boca torada. Jaló la cadena y se levantó los pantalones. Así quiero llegar al juicio final, papadlo nuestro.
– Ahora descansa, Javier.
– No tengo sueño.
Se abotonó la bragueta.
– Tomarás una de tus píldoras y dormirás.
Le abrazaste el talle, colocaste la barbilla sobre su hombro.
– Todavía no desempaco mis medicinas -dijo Javier, inmóvil entre tus brazos-. ¿Por qué salimos de México?
– Tú sabes que a veces tienes que salir de la dudad. ¿A poco no te sientes mejor ya? ¿No te sientes mejor al bajar de la altura? Ven, hijo, ven y descansa. Buscaré la píldora en tu cofre, ¿verdad?
– Se me olvida el nombre. Es una amarilla, una cápsula. ¡Dios! ¡Tan bien que conozco los nombres de mis medicinas! ¿Qué me pasa?
– No te preocupes. Acuéstate. Ten piedad.
Javier se detuvo en la puerta del baño y miró sobre su propio hombro a la mujer que no había tenido tiempo, o voluntad, de quitarse la falda y la blusa arrugadas con las que había hecho el viaje de México a Cholula. Tú. Elizabeth. Liz. Betele. Lisbeth. Lizzie. Betty. Javier se sonó la nariz con un kleenex y tú y él se miraron fijamente. Ligeia.
– ¿Sabes? -dijo Javier. Oh boy. -El caracol tiene dos sexos. Puede hacerse el amor a sí mismo. ¿Por qué sale de la concha y se trenza con otro caracol que también es andrógino? ¿Qué necesidad tiene, Ligeia, dime, por qué?
Esta mañana, en la carretera, yo también venía hojeando el periódico y marqué la fecha con lápiz rojo. Entérate. Hoy, el mismo día, murieron Linda Darnell y la Bella Otero. Carolina Otero se murió de puro vieja. Noventa y siete año«s con su clítoris gordote dando la guerra. Aquí lo dice el periódico. Murió en un cuartito cerca de la vía del tren. Debía varios años de alquiler. No tenía más riqueza que un paquete de acciones zaristas, con un valor nominal por más de un millón de rublos. Se las había regalado un noble ruso, pero luego vino la revolución. Siempre llega la revolución y adiós acciones. Y eso que antes las revoluciones eran bastante previsibles. En fin. Hoy nadie regala acciones por millones de rublos, de cualquier manera. Mira nada más. Se murió cuando estamos entrando a nuestra propia Belle Époque; como que dejó la estafeta cuando, muy oronda, se dio cuenta de que vamos volando de regreso al art nouveau, a Gaudí, a Oscar Wilde y Beardsley y Firbank y Radiguet y el Barón Corvo. Dice que nació en Cádiz y que era hija de una gitana seducida por un oficial griego de paso por Andalucía. Conociendo a las gitanas y a los griegos, apuesto que fue al revés. A los trece años se fugó del colegio con su amante y fue a dar a Portugal, donde empezó a bailar en un cabaret. Resuelto el misterio de la profesión del amante. D’Annunzio -dice el periódico- conoció los favores de su amistad. Los favores. Mira la foto de la vieja. Cuáles favores. Le hizo creer que el sexo era una condición para escribir bien, que hacía falta experiencia para poder escribir. Y D’Annunzio entró a matar, entró a la cueva randa de la Bella Otero engañado, confundiendo la literatura con el sexo, el ascetismo observador con la participación suficiente. Bueno, sexoterapia. No. Lo bueno es lo que sigue. Aquí dice que una noche, en el Café de París citó -e hizo comparecer, ejem- a Eduardo VII de Inglaterra, Nicolás II de Rusia, Alfonso XIII de España, Guillermo II de Alemania y Leopoldo II de Bélgica. Oh, the royal cocks. Ahora sí lo entiendo. Imagínate el desprendimiento, el cálculo, la fría inteligencia con que, al hacerlos suyos, Carolina Otero luchaba, y vencía, por conservar su virginidad, esa virginidad definitiva de la indiferencia y el talento sexuales. Hay que ser muy optimista para amar así, sin desesperación, sin prisa. Eso creía la Bella Otero. Que ese mundo no se acabaría nunca. Igual que nosotros, por más que lo escondamos con zalemas al pesimismo que debe curamos sicológicamente, advertimos que el mundo muere no con un estallido sino con un sollozo, que hay doctores Strangelove sueltos y que el Hermano Mayor nos vigila. Lo aceptamos, lo disfrutamos, lo asumimos vicariamente. Terapia mental, nada más. Nuestro pesimismo es el acto higiénico de nuestro optimismo invencible. Usen el preservativo de Thomas Stearns Orwell. En cambio, la Bella Otero y la Belle Époque sí sabían que esto se acaba: su optimismo era la válvula de un pesimismo enraizado, tan siniestro como los palacios de jenjibre de Barcelona y los senos flácidos de la Salomé de Beardsley. Then she went on the dole. Murió ayer en la mañana. Descubrieron su cuerpo. Quizás pateó la cubeta a tiempo, para que no la confundieran y tú apagaste el radio del auto pero la voz de los Beatles flotó por un instante y le dijiste a Franz:
– Ten cuidado con la curva.
Linda Darnell murió incendiada en el último piso de una casa. La devoraron las llamas. Como nuestra cuatacha Norma Larragoiti. Igualito. Como Simone Mareuil y los bonzos del Vietnam. Y luego hablan de melodrama.
Apoyaste violentamente el pie derecho contra un freno imaginario, reflejo, mientras apretabas el brazo de ese hombre rubio y quemado por el sol que conducía el automóvil, hoy por la mañana. Desde el asiento de atrás, Javier sonrió y se pasó el pañuelo por los labios y dijo que lo malo de las carreteras sinuosas,