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Le quitaré los guantes a mi hombrecito, haré que su mirada cortés pero inquisitiva se pasee por la sala. Si se le aprieta, dulcemente, el diafragma, suspirará.

– De manera que nos volvemos a encontrar. El Barbudo inclina la cabeza y asiente y el hombrecito suspira. Las piernas le bailan en el aire, por más que sus botines protegidos por polainas se estiren para alcanzar el piso.

– Me preguntaba qué había sido de ti. Me preguntaba qué habían hecho tú y tu amigo con mis muñecas y mis cuadros.

– Creo que siguen allí, con usted. Nadie tocó nada.

– Ah, sí. Seguramente eso pasó. Pensaba regalarles todo, como un recuerdo, pero el ataque vino demasiado pronto. No tuve tiempo. No supe medirlo. Desde que los conocí, me dije: voy a regalarles mis obras a esos muchachos tan simpáticos. Pero no debo hacerlo hasta el último minuto. Será un regalo pero también una herencia. Sólo en el lecho de la muerte puedo legar todo esto, para que entiendan que es algo más que un obsequio. Pero no tuve tiempo. Perdí el cálculo y me precipité.

– No importa, señor. He soñado mucho tiempo en esas cosas.

– Ah, sí, sí, querido y joven amigo. Quizás ahora, después de tantos años, usted también comprende. ¿Recuerda lo que les dije entonces?

– Sí. Quería dejar testimonio de esas cosas antes…

– …antes de que todo desaparezca o se olvide.

– Sí, eso dijo. Todo podía verse con los ojos del reposo o con los de la exaltación.

– El tiempo se encargará de decidir el destino de mi obra. Nadie pudo juzgarla entonces. Hoy tampoco. El heroísmo sólo es comprensible cuando sus enemigos han desaparecido. Entonces se puede juzgar sin prejuicios. Y yo me sentía heroico, querido amigo, heroico y libre al reparar cada muñeca y al pintar cada cuadro. Yo dejaba de ser pobre y contrahecho y solitario y era… era…

– Un pequeño dios, señor. Usted era un dios del hogar, un familiar, como los conejos y los gatos.

– No quería decirlo yo mismo. Gracias. Cuando era muy joven, tenía fe. Pero la fe sólo me devolvía el reflejo veraz de mi deformidad. La fe es un espejo: nos hace depender de las apariencias. Y la mía debía ser fatal, seguramente una prueba y no un error. Quizás me reservaban el milagro de la transfiguración. En todo caso, mi destino dependía de la moral ejemplificadora de otro poder. Decidí perder la paciencia y renunciar a mis posibles bodas de Cana. Abdiqué la fe a cambio del conocimiento para descubrir que el conocimiento era secreto, dual y diabólico como el mismo universo sin respuesta. ¿Cómo va a haber respuesta si la mitad de la existencia está condenada de antemano? Descubrí que conocer era ante todo una manera de descender a lo oculto y que ese silencio escondido era la verdad de la creación.

– Para nosotros era un contagio, señor. Ulrich y yo entramos a su recámara y nos sentimos cerca de una epidemia que no se podía tocar o nombrar, cerca de una enfermedad que…

– El rebelde infecta al mundo con la libertad-. Mi hombrecito movería los dedos como si tocara el piano. -La libertad desconocida nos enferma porque hemos creído que la sujeción es la salud.

– No fue un rebelde; fue un esclavo-. El puntapié de Jakob dobló al Barbudo sobre sí mismo con un gemido inaudible. -Fue un alemán: un espectro cazando en el desierto con la quijada de burro de un pueblo de borregos.

– ¿Por qué son siempre tan ruidosos sus amigos? -preguntaría mi hombrecito-. Todo esto no es como él cree. No procede por los caminos que él frecuenta. Hay que saber entregarse a ciertos azares que están más allá de la fortuna. Como yo, que dejé colgando en una recámara mis obras, mi herencia, sin esperar que las consagrara un triunfo ruidoso. Yo soy ajeno por completo a la idea del éxito. ¿Creen que deseo convencer, tentar, sobornar? Oh, no, no, qué equivocación. Jamás he ofrecido la juventud a cambio del alma o las ciudades del desierto a cambio del reconocimiento. Creo, más bien, en los frutos oportunos de todo lo que se entierra. Mi triunfo no es el ruido del mundo. Oh, no, no. Mi libertad es mi aislamiento. Mi triunfo es mantenerme separado, sin contactos, sin identificaciones. Soy una esfera de luz negra que vaga solitaria por el espacio. Desde mi aislamiento, ejerzo el poder de una lejana contaminación. Si me dejara tocar por las otras esferas de la vida, las que se mezclan y corrompen unas a otras, dejaría de ser quien soy. Soy una tentación porque nadie me reconoce. Muero en el instante en que alguien cree descubrirme, también, en ese caos afectivo con el que los hombres se consuelan de su miseria y de mi lejanía. Yo hice lo que ninguno de ellos ha osado hacer. Y ninguno sabe si mi castigo fue mi premio.

Avanza la Pálida, envuelta en las telas brillantes, con el pelo desmelenado. Avanza y pasa al lado de Jakob y Jakob la detiene:

– No te acerques, Jeanne.

Y mi hombrecito alargará sus hermosas manos para convocar de lejos a la mujer, sin tocarla.

– Ah, de manera que volvemos a encontramos-. Herr Urs acaricia el raso rojo de su bata.

– Jeanne, Jeanne…-Jakob parece aturdido de confusión, no encuentra las palabras y mi hombrecito hace el gesto de limarse las uñas contra las solapas almohadilladas de seda negra, esperando las palabras que den fe pública de la confusión de Jakob, Jeanne, Jeanne, no temas a tus visiones, Jeanne, ama tu menstruación y tus cólicos, Jeanne, depende de todo lo que existe y se teme, Jeanne, tus orgasmos son la vida y el bien, te lo juro humildemente, a mí me dan la vida y el bien, no sientas vergüenza, no tengas temor, no huyas a ese mundo artificial, es demasiado fácil dominarlo, Jeanne, lo difícil es dominar este mundo real y azaroso, este horrible mundo de la vergüenza y el silencio y la pernada… Etcétera.

La Pálida toca los bordados azules, de pagodas y dragones, de Urs von Schnepelbrucke. Toca y ya no se mueve. Jakob no se atreve a tocarla, sólo le habla, tenso y tembloroso, que no te mientan, Jeanne, ningún poeta es el profeta de la tortura, ningún filósofo anunció la justicia y necesidad de la muerte, hablaron del mal, Jeanne, para que lo viéramos de frente y lo incorporáramos a la vida: para que nosotros corrompiéramos el mal, Jeanne, para que el mal no nos venciera aislado, Jeanne, no te dejes vencer, mi amor, ni tu cuerpo ni tus pensamientos serán malos si te dejas amar, Jeanne, si te dejas tocar y tocas, Jeanne, él tiene miedo, date cuenta, tiene miedo, no quiere que el mundo lo toque, quiere salvarse solo, solo y con las pruebas de la muerte que le ofrecen la ilusión de ser…

– Todo está permitido -murmurará mi hombrecito y la Pálida se desprenderá con repulsión de su tacto y caerá al piso, torcida, estrangulada, vomitando los testículos de macho cabrío y los gusanos peludos. Jakob cubre con una mano el vómito: -Toda la vida está permitida, la muerte no, la muerte no…- La Pálida ríe y gime y el corazón le late y el cuerpo le tiembla y mi hombrecito cruza con dificultad las piernas.

– ¿Me llamaste dios? -le preguntó al Barbudo y el joven rubio lo miró de reojo y dijo sí, sí, te llamé Dios y el hombrecito sonrió lamiéndose los bigotes-. Quise ir más allá. Un día, mientras pintaba y reparaba los originales que me eran propuestos, me di cuenta de que por creerme dios sólo alternaba y alteraba esas visiones opuestas, invertidas. Estaba inventando dobles y espejos. Estaba capturado, joven amigo, en la tensión que quiere amor y justicia para el mundo pero sólo puede ofrecerle la muerte y la nada. Decidí ir más allá, dejar de ser Dios y ser el Creador. Entonces sí se me podía imputar la totalidad del mundo, más que la justicia, el amor, la muerte y la nada que son los pobres atributos de Dios. Yo deseaba ser todo al mismo tiempo y además lo desconocido, la catástrofe original que nunca recuperaremos como unidad, pero cuyas visiones sólo el Creador puede convocar, y no el Dios capturado en los pobres esquemas de la vida y la muerte.

Traidor, Acto Mágico, Belial, Verdadera Libertad, Namón. Sanguinario, Homicida, grita la Pálida, rasga las suntuosas telas y pide que la arrojen al río y se tuerce murmurando “fuego, azufre y un olor abominable”. Jakob la abraza, se hace parte de la convulsión, mete la bigotera entre los dientes apretados de la Monja, nosotros no, le murmura al oído, tú y yo no, Jeanne, tu miseria personal será el azar de tu grandeza posible, tú y yo lucharemos contra nosotros mismos, tú y yo fracasaremos, desearemos, volveremos a fracasar, volveremos a desear, tú y yo iremos hasta el final de todas las viejas contradicciones para vivirlas, despojamos de esa vieja piel y mudarla por la de las nuevas contradicciones, las que nos esperan después del cambio de piel, Jeanne, tú y yo nos la jugamos solos, sin herir a otros hombres, cara o cruz, Jeanne, cabeza o cola, águila o sol.

– No bastará -sonríe mi hombrecito-. No bastará nunca. Serán perdonados con demasiada facilidad. Lo que yo pido es hacer lo que no se puede perdonar. Sólo en este caso vale la pena exponerse a la redención. ¿Creen que hay otra manera?

Se esponjó la pechera del camisón.

– Tú eres lo que imagino, lo que deseo y lo que me tienta. Y también lo que rechazo -dijo el Barbudo arrodillado.

No se necesitan víctimas para dejar de estar solo. Jakob arrulla a la Pálida que sólo murmura sus palabras más simples. Padre y Juana, ¿vacaciones?, ¿vacaciones?, y lo señala todo con un dedo, indica hacia el hombrecito y hacia el güero y luego hacia la ventana con el puño cerrado, pidiendo con el cuerpo la cercanía de la ventana, la fuga, sin poder hablar, y Jakob la acaricia, no te rindas, Jeanne, dice que su fuerza es la soledad, miente, necesita víctimas para no estar solo, cree en mí, Jeanne, cree en mis palabras, venceremos su violencia colectiva con la violencia individual hacia nuestras mentes, nuestros cuerpos, nuestro arte, nuestros sexos, los derrotaremos derrotándonos antes, para que ellos no puedan encontrar más víctimas, convivir, regalarse, gastarse, Jeanne, hacer historia con nuestras vidas para que ellos no hagan historia con nuestras muertes.