– Siempre habrá una fuerza, un orden, un entusiasmo que me permitan engañar a todos y traerlos de mi lado -ríe el hombrecito-. Tontos, tontos. Tanto ruido. Tantas marchas. Tantas banderas. Bah. Basta vestirse de franela gris. César no necesita un disfraz. Él es César. Qué importa que lo confundan con el hombre de la calle. Así es más fácil. Fingirá, al lado de los hombres de calle, que quiere tener. Y yo estaré a su lado.
Nosotros seremos los propietarios derrotados de nosotros mismos, la cabeza de la Pálida gira dentro del tierno abrazo de Jakob, no te prometo más, Jeanne, pero eso sí, continuo dolor y gran alegría, Jakob, no siento nada, estoy lacerada y no siento las úlceras de mis pezones, no siento mis pies quemados, no siento mis manos clavadas…
– Tentaré desde lejos cada una de tus promesas. Ven. Mi hombréate levantará un brazo y lo ofrecerá a la Pálida.
– Ven. Yo también soy eterno.
– ¿Como esa bella música? -pregunta el Barbudo.
– Silencio, amigo.
– ¿Como ese hermoso réquiem que nos unió hace tanto tiempo, que era nosotros y algo más que nosotros?
– Cállate.
– ¿Como esa luz eterna que nos iba a bañar, señor?
– Cállate, imbécil. No me dirijo a ti.
– ¿Tú me hablas, señor, de la tentación de mi patria, del mal que sería mi sangre, mi imaginación, mi memoria, mi amor? Perdón. Así dice el guión.
– Imbécil. Tú no tienes derecho a preguntar. Tú ya estás condenado. Eso es lo que dice el guión.
– ¿Yo, señor? ¿Tú me harás creer que todo lo solitario, brutal, indiferente o corrupto que había en mí se unió en un momento a todo lo que en ti, en nuestra patria, en nuestras prisiones, había de idéntico a mi tentación desconocida? ¿Tú me contagiaste, señor?
– Y contagió a cada mesero servicial que espera la propina a la salida del hotel -dijo, avanzando, la Negra.
– Contagió a cada bestia sentimental que llora mientras canta en las cervecerías y pega con el tarro sobre la mesa -dijo, siguiéndola, el Rosa.
– Contagió a cada adolescente disfrazado de tirolés que espera en las fronteras de Alemania con un puñado de volantes y lo arroja dentro de los automóviles para recordar que la patria debe volver a ser grande, que el pequeño mapa de la patria vencida debe ser otra vez el gran mapa de la patria soñada-. Jakob abrazó a la Pálida. -Tú, ¿de dónde saliste?
– Padre. Juan. Holanda. Vacaciones. Vamos en un tren de vacaciones -dijo la Pálida cerca de la chimenea a la que la conducían los brazos cariñosos de Jakob.
– ¿Y tú?
– Más allá del Oder -dijo la voz lejana de la Negra -. Vamos en un tren al sur, a Checoslovaquia. Mi muñeca se rompe al bajar del tren.
– ¿Y tú?
– Bratislava, junto al Danubio, apenas recuerdo, era un niño, hacía frío, los perros ladraban, nos desnudaron, nos separaron, Arbeit macht frei -dijo el Rosa-. Arbeit macht kalt.
– ¿Y yo? ¿El hijo de Hanna Werner, muerta en la cámara de gases de Auschwitz en octubre de 1944? ¿Yo, Jakob Werner, el fiscal, enviado de Terezin a Treblinka a las dos semanas de nacido? ¿Y ustedes, el coro de la ópera infantil de Theresienstadt? ¿No admiraron la eficiencia y la seriedad de sus carceleros? ¿No se asombraron de la excelente construcción de las prisiones? ¿No se sintieron seguros gracias a la fanática minuciosidad de los oficiales? ¿Pueden criticar alguna improvisación, alguna imprecisión, alguna frivolidad en el trato que recibieron? Por Dios, ¡quién se queja! ¡Si vivir en las cárceles que construyó Frank Jellinek era tan seguro como tomar un vuelo de la Lufthansa!
– El ghetto los ha contagiado a todos. Ése es el verdadero contagio (esas manos que ya no controlo, que tocan el piano invisible, levantan arpegios grotescos, trinos sentimentales, tormentas apasionadas). Del ghetto nació la neurosis. Del miedo y del ridículo, de la degradación semita de esas primeras ciudades… Siempre habrá dos pueblos elegidos. El nuestro, para la vida y el mando. El de ustedes, para la sumisión y la muerte.
Mi hombrecito observó sus uñas pulidas y calló. La Pálida ojerosa, sentada junto a la chimenea, serena y abatida, envuelta como un mendigo en sus opulentas telas, miró por fin sin miedo, repulsión o tentación la cabezota torcida de Urs von Schnepelbrucke.
– No. No entendió usted nada. Allí aprendimos que nada termina. Nada se resuelve. Y todo debe ser vivido, revivido, una y otra vez.
– Ah sí, sí, cómo no -dijo el hombrecito cada vez más rígido y blando entre mis manos-. Sólo una vez me impacienté y caí, yo mismo, en esa tentación de revivir.
Lo bajo de mis rodillas y las suyas se doblan como trapo cuando sus pies tocan el piso.
– Sólo una vez me cegó la soberbia. Porque yo conozco la verdadera humildad, queridos amigos, la humildad del descenso infinito. Pero esta vez, encarnado, fui débil. Quería pruebas inmediatas de mi poder. Traicioné mi condición, que es la de la más larga espera. La del orgullo incomparable.
Levanté sus brazos sobre su cabeza y lo hice caminar como a un niño de meses, sin fuerzas, a punto de flaquear y derretirse.
– Decidí darle jaque. Decidí morir para resucitar al tercer día y probarle quién era yo. Que había otro, no sólo él
Lo conduje de regreso al baúl. Lo envolví con el edredón colorado.
– Al tercer día yo también me levantaría y saldría del refrigerador. Tomé esas píldoras, me metí a mi cama; me cubrí con el edredón, me tapé el rostro con una almohada y esperé. Gutte Nacht, meine Herren und Damen. Ich muss Galigari werden! Ich muss nach Hause gehen.
Tapé con la cobija el rostro amarillo de Herr Urs y el único réquiem vino de los labios del Barbudo:
– Ningún hombre tiene derecho a la eternidad. Pero cada uno de sus actos la exige.
Movió furioso la cabeza hasta encontrar a Jakob:
– ¿No fui un hombre a pesar de todo? ¿No hice lo inhumano y sin embargo hoy sigo siendo un hombre? ¿A quién le hago daño hoy? Mi alma ha cicatrizado. Es más culpable un alma de gelatina como la de Javier. Perdonen los grandes sueños. Castiguen las pequeñas siestas. Hermanos, hermanos, ¿no han bastado veinte años de vida decente para hacerme perdonar una culpa de abstención, apenas una tentación que nunca comprendí bien?
– Regrese. Sería honrado por todos -dijo la Negra.
– Regrese. Le darían trabajo en las fábricas Krupp -dijo el Rosa.
– En las fábricas Farben -dijo Jakob.
– En la Bundeswehr -dijo la Pálida.
– No necesita ir tan lejos -sonrió el Negro-. Que cruce la frontera. Allí están todas las fábricas de hoy. ¡Qué fábricas! Fósforo y napalm y todos los detergentes contra el color.
– Necesita ir más lejos -dijo Jakob-. El deber lo llama. Se necesitan más aldeas estratégicas en Vietnam. Él es eficaz. Él es preciso. Él cumple con su deber. Su profesionalismo no tiene precio. Se requerirán de urgencia sus servicios en todas las prisiones y crematorios que aún faltan por construir. En Cambodia. En Laos. En Perú. En el Congo. En México. En España. En Carolina del Sur. Falta mucho por construir. Falta terminar la obra del aislamiento organizado. A su imagen y semejanza. Esa obra necesita hombres dedicados y responsables. Antes de que termine el siglo, el mundo debe ser un solo y enorme campo de concentración. Cada hombre debe ser una esfera aislada de luz negra.
– ¿Qué sabes de mí? -el Barbudo sigue de rodillas-. ¿Qué huella quedó? Yo desaparecí antes de que nacieras, me cambié el nombre, pero te juro que busqué la tumba, te juro que regresé a Praga y no la encontré; ella ya no tenía nombre, era parte de un monumento tan abstracto como el que acababa de derrumbarse, era una víctima anónima en el mausoleo de las víctimas.
– ¿Nunca buscaste al profesor Maher? -dijo Jakob mientras frotaba las piernas de la Pálida -. ¿En la misma casa de la calle Loretanska? Él escondió gente durante todos esos años. Entre sus oboes y sus nautas, ese viejo salvó muchas vidas. Recordaba a dos jóvenes que cenaban y discutían con él, hace mucho tiempo. En vez de vivir tranquilo durante la ocupación, expuso la piel. Lo hizo en nombre de ustedes y de aquel recuerdo.
– ¿Qué puedes saber? -el Barbudo se incorporó-. ¿Qué puedes saber tú, que eras un niño, que no pudiste hablar con nadie, quién te contó? Ése no fue tu tiempo. No puedes conocer ese tiempo. Eso estaba olvidado, perdido por siempre…
Jakob soltó a la Pálida y empezó a abrir los cajoncitos de nuestro mundo, a tomar con el puño esos papeles, dragona, que llevan años allí sin que nadie los toque, a regarlos por el piso y arrojarlos al aire: