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La miré. Me golpeé levemente el pecho con el puño. -Duele -dije-. Pero tenía que ser así… desde siempre. Asintió a regañadientes, inclinando la cabeza. Guardamos silencio.

– Cuéntaselo a Abigail -dije al cabo-. Arréglatelas para que sepa quejasen ha pedido su mano. Jasón la quiere, y yo he de reconocer que la vida junto a Jasón nunca será aburrida.

Ella sonrió. Me besó otra vez, se apoyó en mi hombro para incorporarse, y se fue.

Santiago volvió a entrar. Se preparó una almohada con su manto doblado y se tendió a dormir junto a la pared.

Yo me quedé mirando los rescoldos rojizos.

«¿Cuánto tardará, Señor? -le susurré-. ¿Cuánto?»

8

El hecho es que, a su manera modesta, todas las doncellas de Nazaret suspiraban por Jasón. Y nunca resultó tan evidente como en la tarde siguiente, cuando el pueblo se volvió loco y abarrotó la sinagoga; hombres y mujeres y niños llenaron todos los bancos y se apiñaron en el umbral y se sentaron ocupando cada centímetro de suelo, hasta los mismos pies del rabino y los ancianos.

Con las primeras sombras del día, las hogueras de señales transmitieron a Galilea las noticias que ya se habían difundido por toda Judea. Los hombres de Poncio Pilatos habían izado sus estandartes en el interior de la Ciudad Santa, y se negaban a retirarlos a pesar de las protestas del populacho furioso.

El cuerno de carnero sopló una llamada tras otra.

Apiñados y estrujados, ocupamos como pudimos nuestros sitios cerca de José, y Santiago se esforzó por controlar a sus hijos Menahim, Isaac y Shabi.

Estaban presentes todos mis sobrinos y primos, así como todos los que podían valerse por sí mismos en Nazaret, e incluso los imposibilitados de caminar, llevados a hombros por sus hijos o nietos. El anciano Sherebiah, que era sordo como una tapia, también había sido llevado allí.

Abigail, Ana la Muda y mis tías estaban ya sentadas entre las mujeres, inquietas pero en general silenciosas.

Cuando Jasón se adelantó para informar con detalle de las noticias, vi los ojos de Abigail fijos en él con la misma atención que los demás.

Jasón subió de un salto al banco colocado junto al de los ancianos.

Qué deslumbrante estaba con su habitual túnica de lino blanco con flecos azules, y un manto claro sobre los hombros. Ningún maestro bajo el Porche de Salomón tenía un aspecto más imperioso ni más elegante. -¿Cuántos años hace que Tiberio César expulsó de Roma a la comunidad judía? -preguntó a viva voz.

Un rugido se alzó de la asamblea, incluso las mujeres gritaron, pero todos guardaron silencio cuando Jasón continuó:

– Y ahora, como todos sabemos, un hombre de la clase ecuestre, Sejano, gobierna el mundo en representación de ese emperador despiadado. Tiberio, a cuyo propio hijo Druso asesinó Sejano.

El rabino se levantó y le pidió que no hablara así. Todos meneamos la cabeza. Era peligroso decir aquello, incluso en el último rincón del Imperio, aunque todo el mundo ya lo supiera. También los ancianos gritaron a Jasón que se callara. José fue hacia él y lo sujetó con firmeza para que no prosiguiera.

– Ya han sido enviados mensajeros para informar a Tiberio César de esos estandartes en la Ciudad Santa -anunció el rabino-. Sin duda, se ha hecho ya. ¿Creéis que el Sumo Sacerdote José Caifás está con los brazos cruzados y guarda silencio ante esta blasfemia? ¿Creéis que Herodes Antipas no va a hacer nada? Y sabéis muy bien, todos y cada uno de vosotros, que el emperador no quiere disturbios en estos lugares, ni en ninguna parte del Imperio. El emperador enviará una orden, como ha hecho otras veces. Los estandartes serán retirados. ¡Poncio Pilatos no tendrá otra opción!

José y los ancianos hicieron vigorosos gestos de asentimiento. Los ojos de los hombres y mujeres más jóvenes estaban fijos en Jasón, que se limitaba a observar, insatisfecho. Luego negó vigorosamente con la cabeza.

De nuevo se produjeron murmullos, y de pronto también hubo gritos.

– Paciencia es lo que necesitamos ahora -dijo José, y algunas personas sisearon para poder oírle. Fue el único de los ancianos que intentó hablar, pero era inútil.

Entonces la voz de Jasón se alzó, aguda y burlona, por encima del barullo: -¿Y si ese informe nunca llega a las manos del emperador? ¿Quién nos asegura que ese Sejano, que desprecia a nuestra raza y siempre la ha despreciado, no interceptará al mensajero y destruirá el informe?

Los gritos de apoyo se hicieron más fuertes.

Menahim, el hijo mayor de Santiago, se puso en pie.

– Yo digo que marchemos sobre Cesárea, que vayamos todos como un solo hombre a exigir que el gobernador retire los estandartes de la ciudad.

Los ojos de Jasón brillaron, y atrajo hacia él a Menahim. -¡Te prohíbo que vayas! -gritó Santiago, y otros hombres de su edad lo imitaron con la misma vehemencia, en un intento por detener a los jóvenes, que parecían a punto de echar a correr fuera de la asamblea.

Mi tío Cleofás se puso en pie y rugió: -¡Silencio, chusma insensata!

Subió a la tribuna de los ancianos. -¿Qué sabéis vosotros? -dijo, y señaló con el dedo a Menahim, Shabi, Jasón y muchos otros, volviéndose a un lado y otro-. Decidme qué sabéis de las legiones romanas que han entrado en esta tierra desde Siria. ¿Qué habéis visto de ellas en vuestras pequeñas vidas miserables? ¡Niños de cabeza caliente! -Fulminó a Jasón con la mirada.

Luego saltó encima del banco, sin buscar siquiera una mano para ayudarse, y empujó a Jasón a un lado, casi haciéndolo caer.

Cleofás no era uno de los ancianos. No era tan viejo como el anciano más joven, que era precisamente su cuñado José. Cleofás tenía una cabeza poblada de cabello gris que enmarcaba sus facciones vigorosas, y una voz potente con el timbre de la juventud y la autoridad de un maestro.

– Respóndeme -pidió Cleofás-. ¿Cuántas veces, Menahim hijo de Santiago, has visto soldados romanos en Galilea? Bueno, ¿quién los ha visto? ¿Tú, tú… tú?

– Díselo -declaró el rabino a Cleofás-, porque ellos no lo saben. Y los que sí lo saben, al parecer no pueden recordarlo.

Los hombres más jóvenes estaban furiosos y gritaban que ellos sabían muy bien lo que querían y qué era necesario hacer, e intentaban superar a los otros a base de gritos más potentes.

La voz de Cleofás resonó más alta de lo que nunca le había oído. Dio a todos una muestra de la oratoria que nosotros estábamos acostumbrados a oír bajo nuestro propio techo.

– No estaréis pensando que Sejano, al que tanto detestáis -declamó-, no hará nada para detener los disturbios en Judea, ¿verdad? Ese hombre no quiere disturbios. Quiere el poder, y lo quiere en Roma, y no quiere que nadie rechiste en el oriente del Imperio. Yo os digo que le dejéis alcanzar su poder.

Hace mucho que los judíos han regresado a Roma. Los judíos viven en paz en todas las ciudades del mundo, desde Roma hasta Babilonia. ¿Y sabéis cómo se ha forjado esa paz, vosotros que correríais a chocar de frente con la guardia romana en Cesárea?

– Sabemos que somos judíos, eso es lo que sabemos -declaró Menahim.

Santiago quiso pegarle, pero lo sujetaron.

En el otro lado del templo, mi madre cerró los ojos e inclinó la cabeza.

Abigail tenía los ojos abiertos de par en par y miraba a Jasón, que se había cruzado de brazos como si él fuera el juez de aquel pleito, y observaba con frialdad al pequeño grupo de ancianos. -¿Qué historia vas a contarnos? -preguntó Jasón a Cleofás, colocados los dos lado a lado en el banco-. ¿Vas a decirnos que hemos disfrutado de décadas de paz bajo Augusto? Lo sabemos. ¿Que hemos tenido paz con Tiberio? Lo sabemos. ¿Que los romanos toleran nuestras leyes? Lo sabemos.

Pero también sabemos que los estandartes, los estandartes con la figura de Tiberio, están en la Ciudad Santa desde esta mañana. Y sabemos que el Sumo Sacerdote José Caifás no los ha hecho retirar. Y tampoco Herodes Antipas. ¿Por qué? ¿Por qué no han sido retirados? Yo os diré por qué: la fuerza es la única voz que el nuevo gobernador Poncio Pilatos comprenderá. Ha sido enviado aquí por un hombre brutal, ¿y quién de nosotros no sabía que una cosa así podía ocurrir?