Cansado, el rabino se sentó e inclinó la cabeza sobre mi hombro. Mis sobrinos Shabi e Isaac escaparon de las manos de Santiago y se abrieron paso entre el gentío para alcanzar a su hermano Menahim.
Creí que Santiago iba a volverse loco.
Jasón se volvió en el umbral y su cabeza asomó por encima del mar embravecido de quienes le rodeaban. Miró atrás mientras todos pasaban a su lado. -¿Y tú no vas a venir con nosotros, precisamente tú? -preguntó, y me señaló con el dedo extendido.
– No -dije. Sacudí la cabeza y aparté la mirada.
Mi respuesta no se percibió en el tumulto, pero el gesto sí. El se fue, y todos los jóvenes lo siguieron.
La calle estaba tan llena de antorchas, que aquélla podía haber sido la noche del éxodo de Egipto. Los hombres reían y voceaban mientras entraban en sus casas para recoger sus ropas de lana gruesa y sus botas de vino para el viaje.
Santiago agarró a su hijo menor Isaac, y cuando éste, un niño de no más de diez años, intentó zafarse, de pronto Abigail lo sujetó y le preguntó furiosa: -¡Cómo! ¿Vas a dejarme sola aquí? ¿Crees que nadie debe quedarse a defender el pueblo?
Lo sujetaba de un modo como su padre nunca podría hacer, porque a ella Isaac no le oponía resistencia. Y reunió a su alrededor a los demás niños pequeños, a todos los que pudo ver.
– Ven aquí, Yaqim, y tú también, Leví el Menor. ¡Y tú, Benjamín!
Ana la Muda iba recogiendo a los que llamaba.
Por supuesto, otras mujeres jóvenes o ancianas estaban haciendo lo mismo, y cada cual apartaba de la marcha a todos los que podía atrapar.
Y llegaron al pueblo más hombres de los alrededores, braceros, hombres de las aldeas próximas y lejanas a los que todo el mundo conocía, y finalmente vi también incluso soldados, soldados de Herodes en Séforis. -¿Estás con nosotros? -me gritó alguien.
Me tapé los oídos y entré en la casa.
Abigail tiró de Isaac para hacerlo entrar con ella. Santiago estaba demasiado furioso para mirarle. Menahim y Shabi ya salían preparados para el viaje cuando entramos nosotros, y Menahim miró a Santiago como si fuera a echarse a llorar, pero luego dijo «¡Padre, tengo que ir!», y se marchó mientras Santiago volvía la espalda y hundía la barbilla en el pecho.
Isaac el Menor empezó a llorar.
– Son mis hermanos, tengo que ir con ellos, Abigail.
– No irás -repuso ella, y abrazó a los pequeños que había reunido, seis o siete en total-. Os digo que tenéis que quedaros todos conmigo.
Mi madre ayudó a José a sentarse junto al fuego. -¿Cómo puede empezar lo mismo otra vez? -preguntó Cleofás-. ¿Y dónde está Silas? -Miró alrededor, presa de un pánico repentino-. ¿Dónde están mis hijos? -rugió.
– Se han ido -dijo Abigail-. Entraron en la asamblea preparados ya para marcharse. -Sacudió la cabeza, compadeciéndose de él. Tenía a Isaac sujeto por la muñeca, aunque él forcejeaba.
El padre de Abigail, Shemayah, entró en la habitación cojeando, sin aliento, desencajado; vio a Abigail rodeada de niños, hizo un gesto de disgusto y se marchó a su casa antes de que nadie pudiera ofrecerle un vaso de vino o de agua.
Abigail se sentó entre los chiquillos, todos de diez u once años, y sólo uno, Yaqim, de doce. Sujetaba con firmeza la mano de Yaqim, y la de Isaac con su otra mano. Yaqim no tenía madre, y muy probablemente su padre estaba borracho en la taberna.
– Os necesito a todos aquí, os necesitamos -insistía Abigail-, y no voy a discutir más. Ninguno de nosotros se va a marchar. Os quedaréis esta noche aquí, bajo este techo, donde Yeshua y Santiago puedan vigilaros. Y vosotras, niñas, venid esta noche conmigo, y tú también. -Dio una palmada a Ana la Muda. De pronto se acercó a mí-. Yeshua -dijo-. ¿Qué crees que ocurrirá?
La miré. Qué tierna y curiosa se mostraba, qué lejos de cualquier temor real. -¿Hablará Jasón en nombre de ellos? -preguntó-. ¿Planteará el casé ante el gobernador en su nombre?
– Queridísima niña -dije-, hay mil Jasones que viajan en este momento a Cesárea. Hay sacerdotes y escribas y filósofos de camino.
– Y bandidos -observó Cleofás, disgustado-. Bandidos que se mezclarán con la multitud, que provocarán disturbios cuando se den cuenta de que pueden tener la pelea que andan buscando, la pelea a la que nunca han renunciado, la pelea de la que siguen hablando en todas las cuevas y tabernas de la región.
Abigail sintió temor de pronto, y lo mismo les ocurrió a todas las mujeres, hasta que Santiago pidió a Cleofás que se marchara, y José se lo repitió.
Entró en la habitación la vieja Bruria, la mayor de nuestra casa, una mujer a la que no nos unían lazos de parentesco pero que vivía con nosotros desde mucho tiempo atrás, cuando había corrido la sangre en el país después de la muerte de Herodes el Grande.
– Basta -dijo Bruria con tono sombrío-. Reza, Abigail, reza como rezamos todos. Los maestros del Templo están en camino. Estaban en camino desde antes de que se encendieran las hogueras nocturnas de señales en las montañas.
Se sentó junto a José dispuesta a esperar.
Quería que José dirigiera la oración, pero él pareció haberlo olvidado. Llegó su hermano Alfeo, y sólo entonces algunos caímos en la cuenta de que ni siquiera había asistido a la asamblea. Tomó asiento junto a su hermano.
– Muy bien, pues -dijo Bruria-. Oh Señor, Creador del Universo, apiádate de Israel tu pueblo. Durante toda la noche se oyó pasar gente que se dirigía al sur.
A veces, cuando no podía conciliar el sueño, salía al patio y me quedaba allí, cruzado de brazos en la oscuridad, oyendo las voces roncas de la taberna.
Al alba llegaron al pueblo hombres a caballo y leyeron en voz alta breves mensajes, en los que se decía que tal o cual ciudad había enviado a todos sus habitantes al sur para protestar ante el gobernador.
Incluso los hombres más ancianos se pusieron sus mantos, empuñaron sus báculos y salieron a unirse a quienes marchaban hacia el sur, algunos incluso montados en asnos y envueltos en mantas hasta las orejas.
Santiago trabajaba sin decir palabra, y golpeaba con el martillo más fuerte de lo necesario para clavar el clavo más minúsculo.
María, la esposa de Cleofás el Menor, vino deshecha en llanto. No sólo se había marchado él, sino también su padre Leví y sus hermanos. Y corría la voz de que todo hombre que valía su sal se estaba uniendo a la marcha a Cesárea.
– Bueno, pues este hombre que vale su sal no ha ido -dijo Santiago.
Guardó los tablones en el carro-. No vale la pena ir a trabajar -añadió-. Esto puede esperar. Todo puede esperar, como esperamos que se abran las compuertas del cielo.
El cielo tenía un color azul pálido sucio. Y el viento traía los olores de los establos y corrales sin limpiar, de los campos agonizantes, de la orina que atraía las moscas a la tierra humedecida.
La noche siguiente fue tranquila. Todos se habían ido. ¿Qué podían decir las hogueras de señales, sino que más y más gente se había echado al camino, que venían desde los cuatro puntos cardinales? Y los estandartes de la discordia seguían enhiestos en la Ciudad Santa.
Al amanecer, Santiago me dijo:
– Yo solía pensar que tú ibas a cambiar las cosas.
– Guarda tus recuerdos para ti -dijo mi madre. Puso el pan y las olivas sobre la mesa y llenó los vasos de agua.
– Sí -dijo Santiago, mirándome de mal humor-. Solía pensar que ibas a cambiarlo todo. Solía creer que lo había visto con mis propios ojos: los regalos de los Magos expuestos sobre la paja, las caras de los pastores que oían coros de ángeles en el cielo. Yo creía en esas cosas.
– Santiago, te lo suplico -dijo mi madre.
– Déjalo -dijo José en voz baja-. Santiago ha dicho esas cosas muchas veces. No importa escuchárselas otra vez.
– Y tú, padre -preguntó Santiago-, ¿nunca has pensado qué sentido tenía todo aquello?
– El Señor creó el Tiempo -respondió José-. Y a su debido momento el Señor revelará lo que desee revelar.