José me dirigió una mirada.
– Ve con cuidado, hijo -dijo-. Será amable con Abigail, pero no contigo.
– Te reñirá -me advirtió el rabino-, intentará acorralarte con sus argumentos y te acosará a preguntas. No tiene nada más que hacer en su biblioteca. Y está amargado por la marcha de su nieto, a pesar de que fue él mismo quien lo echó fuera.
– Dame entonces algún consejo para este viaje, maestro -pedí.
– Sabes muy bien qué has de decirle. Explícate como lo has hecho aquí. Y no dejes que te eche de la casa. Si fuera yo contigo nos pelearíamos de inmediato, él y yo.
– Pídele que escriba a la familia que considere más adecuada para ella -terció José-. Y cuando estén hechos los arreglos y haya preparado un lugar para ella, haz que venga aquí. Que venga aquí, y el rabino y yo le acompañaremos a visitar a Shemayah.
– Sí -dijo el rabino-, ese hombre no podrá negar la entrada a Hananel. -¡Hananel! Es el hijo de los insultos -masculló Santiago-. Una vez, mientras yo estaba trabajando en levantar las paredes de su casa, me dijo que, de poder hacerlo, se llevaría una a una las piedras de Cana para alejarla más de Nazaret.
El rabino río.
– Puede que se sienta orgulloso de sacar a la niña que tanto quiere de esta aldea miserable -sugirió Bruria.
José sonrió, guiñó un ojo y señaló divertido a Bruria. Luego me miró y murmuró:
– Puede que ése sea el camino para llegar al corazón de ese hombre.
Me despedí del rabino y dejé que me acompañaran de vuelta a casa. Para el viaje necesitaba un par de buenas sandalias y ropa limpia. El camino no era largo, pero soplaba un fuerte viento.
Una vez vestido y dispuesto, mi madre me llamó aparte, a pesar de que mis hermanos, que se preparaban para salir a trabajar, la estaban viendo.
– Escúchame, sobre tu actitud en el arroyo -dijo-. Fue un gesto cariñoso, no te quepa la menor duda.
Asentí.
– Es sólo que, bueno, ya ves, Abigail había pedido a su padre lo mismo que a nosotros. Le pidió a Shemayah que se interesara amablemente por ti. Fue antes de que ella misma hablara con nosotros y antes de que él le dijera que eso no era posible.
– Ya veo -dije. -¿Te duele?
– No; lo comprendo. El se ha sentido doblemente desairado.
– Sí, y no es un hombre sabio, y tampoco paciente. ¿Y qué era de ella, de mi Abigail? ¿Qué era de ella en ese mismo momento, cuando el sol golpeaba con dureza la aldea? ¿En qué habitación oscura estaba encerrada, rodeada sólo de sombras?
Empuñé un bastón por toda compañía y emprendí el camino a Cana.
11
En Israel hay escribas y más escribas. Un escriba de pueblo puede ser el hombre que redacta los contratos de matrimonio, las facturas de una venta y las peticiones de audiencia en la corte del rey o en el Sanedrín judío de Jerusalén. Un hombre así escribe cartas para cualquiera, y todos le pagan por hacerlo, y él puede leer las cartas recibidas y hacer que entiendan su contenido quienes no tienen facilidad para el lenguaje. Entre nuestra gente es bastante corriente saber leer, pero escribir exige experiencia y habilidad. Y por eso tenemos escribas de esa clase. En Nazaret hay tres o cuatro.
Y luego está la otra clase de escriba, el gran escriba que ha estudiado la Ley, que ha pasado años en las bibliotecas del Templo, el escriba experto en las tradiciones de los fariseos, el escriba capaz de discutir con los Esenios cuando critican el Templo o al clero, un escriba que puede instruir a los niños que van al Templo a aprender todo lo que dicen la Ley y los Profetas y los Salmos y los demás escritos, cientos y cientos de libros.
Hananel de Cana había sido uno de esos grandes escribas. Había pasado su juventud en el Templo; y había sido juez durante muchos años en distintos tribunales que fallaban pleitos desde Cafarnaum hasta Séforis.
Pero ahora era demasiado viejo para eso, y durante muchos años se había preparado para ese día construyendo la casa más amplia y hermosa de Cana.
Era una casa grande donde guardaba todos sus libros, que se contaban por miles. Y también había tenido en tiempos habitaciones para todos sus hijos e hijas. Pero ellos habían bajado a la tumba mucho tiempo atrás, dejándole solo en este mundo a excepción de las contadas cartas de una nieta que vivía en Jerusalén y tal vez, nadie lo sabía, también las cartas de un nieto que se había marchado de la casa resentido por su carácter autoritario, hacía dos años.
Santiago y José el Menor, Simón el Menor, Judas el Menor, así como mis primos y sobrinos y yo, habíamos construido la casa de Hananel. Había sido una de las alegrías de aquellos años, colocar suelos de mármol espléndido, pintar las paredes de rojo o azul marino, y decorarlas con orlas de flores y hiedra trepadora.
La casa era de una sola planta, de diseño griego, con un patio interior rodeado de habitaciones que se abrían a él, ideadas para proporcionar un marco elegante a los visitantes de Hananeclass="underline" personas de clase elevada de Galilea, estudiosos de Alejandría, fariseos y escribas de Babilonia. Y ciertamente la casa fue visitada por gente así durante muchos años, y era corriente ver en el camino a viajeros que venían a traerle libros, sentarse en los jardines o bajo sus techos pintados y charlar con él de los sucesos del mundo y las cuestiones legales que tanto les gusta discutir a los hombres cuando se reúnen.
Pero a medida que la muerte fue vaciando la casa, y después de que la nieta de Jerusalén, viuda y sin hijos, se marchara a vivir con la familia de su marido, la casa fue quedando silenciosa.
Y así continuaba, un monumento a una vida posible pero no vivida, una fortaleza reluciente sobre la colina que dominaba el exiguo agrupamiento de viviendas que constituía la aldea de Cana.
Mientras esperaba delante de la verja de hierro, una verja que mis hermanos y yo habíamos colocado en sus goznes, eché una mirada a las tierras de Hananel, hasta donde alcanzaba a divisarlas. Y sabía que más allá, en torno a la distante colina de Nazaret, estaban las tierras de Shemayah.
Mucha gente que vivía en los pueblos de los alrededores trabajaba aquellas tierras: los campos, los huertos, los viñedos. Pero el mayor orgullo de los dos hombres eran sus olivares. Por todas partes vi esos árboles, y junto a ellos el inevitable mikvah, donde los hombres se lavaban antes de cosechar porque el aceite extraído de aquellas olivas tenía que ser puro si había de ir al Templo de Jerusalén, si había de ser vendido a los judíos piadosos de Galilea, Judea o lejanas ciudades del Imperio.
De vez en cuando todavía iban estudiantes a casa de Hananel, pero se decía que no era un maestro paciente.
Cuando entré en la casa, vi que estaba con uno de esos estudiantes, un joven llamado Nathanael, sentado a los pies del anciano, en la gran sala situada en el extremo más alejado del patio. Yo conocía apenas a aquel joven, de haberlo visto alguna vez en las peregrinaciones.
Pude verlos a los dos a alguna distancia, al sentarme en el atrio. Un paciente esclavo lavó mis pies después de darme a beber unos sorbos de agua de una copa de arcilla que le devolví, agradecido.
– Yeshua -me susurró el esclavo-, hoy está furioso. No sé para qué te ha llamado, pero ten cuidado.
– No me ha llamado, amigo. Por favor, ve a decirle que deseo hablar con él.
Esperaré todo el tiempo que sea preciso.
El esclavo se alejó moviendo la cabeza, y yo me quedé sentado, disfrutando del calor que se filtraba a través del emparrado dispuesto sobre la puerta. El suelo de mosaico del patio había sido nuestro trabajo más logrado. Lo examiné ahora, y observé despacio los frondosos árboles plantados en grandes tiestos alrededor del estanque central, límpido como un espejo.
Ni ninfas ni dioses paganos decoraban esos suelos y muros, porque allí vivía un judío devoto. Sólo se encontraban los dibujos permitidos, círculos, tirabuzones y lirios trazados por nosotros con esmero para lograr una simetría perfecta.