Seguí en silencio.
– Tu respuesta fue distinta de la de los demás chicos. ¿Recuerdas? Dijiste que esa pregunta era un insulto. Un insulto que venía de quienes nunca habían conocido el éxtasis ni el poder del Espíritu, y envidiaban a quienes sí lo conocían. El hombre que se había burlado dijo: «¿Quién eres tú, Saúl, y con qué derecho te colocas junto a los profetas?»
Me estudió con atención, mientras seguía apretando mi mano con fuerza. -¿Lo recuerdas? -Sí -dije.
– Dijiste: «Los hombres se burlan de lo que no pueden entender. Pero sufren por lo mucho que lo ansían.» No respondí.
Sacó la mano izquierda de debajo de las mantas y retuvo la mía entre las dos suyas. -¿Por qué no te quedaste con nosotros en el Templo? -preguntó-. Te rogamos que lo hicieras. -Suspiró-. Piensa adonde podrías haber llegado si te hubieras quedado en el Templo a estudiar; ¡piensa en el niño que fuiste! Si hubieras dedicado tu vida a lo que está escrito, piensa en las cosas que habrías podido hacer. Yo estaba entusiasmado contigo, todos nosotros, el viejo Berejaiah y Sherebiah de Nazaret, cuánto te querían y cómo deseaban que te quedaras. ¡Y mira en qué te has quedado! Un carpintero, uno más de una cuadrilla de carpinteros. Hombres que hacen suelos, paredes, bancos y mesas.
Muy despacio intenté retirar mi mano, pero él se resistió a soltarla. Me coloqué un poco más a su izquierda y la luz iluminó aún más su rostro vuelto hacia arriba.
– El mundo te ha devorado -dijo con amargura-. Te fuiste del Templo, y el mundo sencillamente te ha devorado. Así actúa el mundo. Todo lo devora.
Una mujer angelical no es más que una burla masculina más. La hierba crece sobre las ruinas de los pueblos hasta que no queda rastro de ellos y los árboles crecen sobre las mismas piedras donde en tiempos se alzaron grandes mansiones, mansiones como ésta. Todos estos libros se están desintegrando, ¿no es así? Mira, mira cuántos fragmentos de pergamino entre mis ropas. El mundo devora la Palabra de Dios. ¡Tenías que haberte quedado y estudiado la Tora! ¿Qué diría tu abuelo Joaquín de haber sabido en qué ibas a convertirte?
Se reclinó en su asiento. Soltó mi mano y sonrió con sarcasmo. Levantó la mirada hacia mí, sus cejas grises fruncidas. Me hizo un gesto de despedida.
No me moví. -¿Por qué devora el mundo la Palabra de Dios? -pregunté-. ¿Por qué? ¿No somos el pueblo elegido, no somos la luz que brilla para iluminar a las naciones? ¿No es nuestra misión llevar la salvación al mundo entero? -¡Eso es lo que somos! -dijo-. Nuestro Templo es el templo mayor del Imperio. ¿Quién lo ignora?
– Nuestro Templo es uno más entre mil templos, señor.
De nuevo apareció aquel relámpago, parecido a la memoria, a una memoria enterrada de algún acontecimiento terrible, pero que no era memoria.
– Mil templos dispersos por todo el mundo -añadí-, y cada día se ofrecen sacrificios a mil dioses, de un extremo del Imperio al otro.
El me miró ceñudo. Proseguí:
– Eso sucede a nuestro alrededor, en la tierra de Israel. Y sucede en Tiro, en Sidón, en Ascalón; sucede en Cesárea de Filipo; sucede en Tiberiades. Y en Antioquia y en Corinto y en Roma y en los bosques del gran norte y en las selvas de Britania. -Hice una pausa para respirar-. ¿Somos la luz de las naciones, señor? -¡Qué nos importa todo eso! -¿Qué nos importa? Egipto, Italia, Grecia, Germania, Asia, ¿no nos importan? Es el mundo, señor. ¡Es nuestro mundo, el mundo que hemos de iluminar nosotros, nuestro pueblo! -¿De qué estás hablando? -replicó en tono ofendido.
– Es donde vivo yo, señor -dije-. No en el Templo, sino en el mundo. Y en el mundo he aprendido lo que el mundo es y lo que el mundo enseña, y yo soy del mundo. El mundo es de madera, piedra y hierro, y yo trabajo en él. No, en el Templo no; en el mundo. Y cuando llegue para mí el tiempo de hacer lo que el Señor me ha encomendado en este mundo, en este mundo que le pertenece a Él, este mundo de madera y piedra y hierro y hierba y aire, Él me lo revelará.
Y lo que este carpintero deba construir en este mundo ese día, lo sabe el Señor y el Señor lo revelará.
Se había quedado sin habla.
Me alejé un paso de él. Di media vuelta y miré al frente. Vi el polvo que bailaba en los rayos de la luz del sol de mediodía. La luz que centelleaba en las celosías sobre estantes y estantes de libros. Creí ver imágenes en aquel polvo luminoso, cosas que se movían con un propósito, cosas aéreas e inmensas, pero sumisas y pacientes en su movimiento.
Me pareció que la habitación se había llenado de otros seres, del latido de sus corazones, pero eran corazones invisibles, o ni siquiera corazones. No corazones como mi corazón o el suyo, de carne y sangre.
Las hojas susurraban en las ventanas y una sombra fría se arrastró por el suelo iluminado. Me sentí lejos y al mismo tiempo allí, bajo aquel techo, de pie delante de aquel anciano, dándole la espalda, y yo flotaba, aunque estaba anclado y me alegraba de estarlo.
La ira se había desvanecido en mí.
Me volví y le miré.
Estaba tranquilo y pensativo, arrebujado en sus mantas. Me miraba como si estuviera muy lejos, a una distancia segura.
– Todos estos años -murmuró-, cuando te he visto camino de Jerusalén, me he preguntado: «¿Qué piensa? ¿Qué sabe?» -¿Tienes ya una respuesta?
– Tengo una esperanza -susurró.
Pensé en ello, y asentí lentamente.
– Escribiré la carta esta tarde -dijo-. Tengo aquí un estudiante que la redactará al dictado. La carta llegará a mis primas de Séforis esta noche. Son viudas y cariñosas. La acogerán.
Me incliné y le mostré los dedos juntos en señal de agradecimiento y respeto. Me puse en marcha.
– Vuelve dentro de tres días -dijo-. Tendré una respuesta de ellas o de alguna otra persona. Me encargaré del asunto. Y te acompañaré a ver a Shemayah. Y si ves a la chica en persona, dile que toda su familia, todos nosotros, estamos pendientes de ella.
– Gracias, señor.
Recorrí aprisa el camino a Séforis.
Quería estar junto a mis hermanos. Quería trabajar. Quería colocar piedras una tras otra, y verter la lechada y alisar los tableros y martillar los clavos.
Quería hacer cualquier cosa que no fuera estar con un hombre de lengua hábil.
Pero ¿qué me había dicho que no me hubieran dicho ya de otra manera mis propios hermanos, que no me hubiera dicho Jasón? Claro, había hecho ostentación de sus privilegios y riquezas, y del poder arrogante que iba a utilizar para ayudar a Abigail. Pero ellos me hacían las mismas preguntas.
Todos decían las mismas cosas.
Yo no quería volver a pensar sobre aquello. No quería volver sobre lo que él me había dicho, ni sobre lo que había visto y sentido. Y muy en particular, no quería dar más vueltas a lo que le había dicho a él.
Pero cuando llegué a la ciudad, con todo su vocerío ensordecedor, su martilleo, sus chirridos, su parloteo, me vino a la mente un pensamiento.
Era un pensamiento nuevo, adecuado a la conversación que había mantenido.
Yo había estado buscando todo el tiempo señales de la llegada de las lluvias, ¿no era así? Había estado mirando el cielo y los árboles lejanos, y sentido el viento, el escalofrío del viento, esperando recibir un roce húmedo en mi rostro.
Pero tal vez estaba buscando señales de algo muy distinto. Algo que en efecto se aproximaba. Tenía que ser así. Aquí, a mi alrededor, estaban las señales de su proximidad. Era un crecimiento, una presión, una sucesión de señales de algo inevitable -algo parecido a la lluvia por la que habíamos rezado, pero mucho más vasto y situado más allá de la lluvia-, y ese algo se apoderaría de décadas de mi vida, sí, de años contados en fiestas y lunas nuevas, y también en horas y minutos -incluso en cada uno de los segundos que me quedaban por vivir-, y los utilizaría.
12
La mañana siguiente, la vieja Bruria y tía Esther intentaron dejar un recado a Abigail, pero no obtuvieron respuesta.