El aire se llenó de gritos de acción de gracias, jaculatorias y aclamaciones.
La gente caía de rodillas sobre la hierba. El alboroto era tan grande que no habría sido posible escuchar a Jasón o Rubén de haber querido decir algo más.
Los puños se alzaron en el aire, la gente bailaba de nuevo y las mujeres gimoteaban, como si sólo ahora pudieran arrodillarse en la hierba para expulsar el miedo que había anidado en sus corazones, abrazadas las unas a las otras.
El rabino, de pie en la tribuna junto a Jasón, inclinó la cabeza y empezó a recitar las oraciones, pero no podíamos oírle. La gente cantaba salmos de acción de gracias. Fragmentos de melodías y rezos flotaban en el aire y se mezclaban a nuestro alrededor.
María la Menor sollozaba en brazos de mi tío Cleofás, su padrastro, y Santiago estaba abrazado a su esposa y la besaba en la frente mientras las lágrimas bañaban su rostro. Yo me llevé conmigo a Isaac el Menor, Yaqim y todos los niños de Abigail, que ahora estaban con nosotros, lo que me dio la certeza de que Ana la Muda y Abigail no habían venido a la asamblea, no, ni siquiera para un acontecimiento así.
Todos intercambiábamos besos. Las botas de vino circulaban. Algunos se lanzaban a largos discursos acerca de lo que parecía que iba a ser aquello y cómo había resultado al final, y Jasón y Rubén se abrían paso entre la muchedumbre que les paraba a cada momento para pedirles más detalles, a pesar de que los dos parecían completamente agotados y en trance de caer al suelo si el gentío les daba ocasión para ello.
José tomó mi mano y la de Santiago. Nuestros hermanos y sus esposas formaron un círculo, y los niños pequeños se colocaron en el centro. Mi madre había pasado los brazos por mis hombros y apoyaba la cabeza en mi espalda.
– Señor, no son sacrificios ni ofrendas lo que Tú deseas -recitó José-, sino que nos has dado oídos abiertos a la obediencia. No nos has exigido que quememos víctimas. Por eso digo: «Aquí estoy, tus mandamientos están escritos sobre pergaminos. Cumplir tu voluntad es mi vida, Señor, tu Ley está grabada en mi corazón. Yo he anunciado tus maravillas ante una gran asamblea…»
Nos costó largo rato hacer el camino de vuelta a casa.
La calle estaba llena de gente que celebraba el acontecimiento, y seguían llegando personas que habían alquilado caballerías para el viaje de regreso de Cesárea, y se oían los gritos agudos inconfundibles de los familiares que volvían a reunirse.
De pronto Jasón, con la cara radiante y oliendo a vino, entró a visitarnos.
Puso la mano en el hombro de Santiago.
– Tus chicos están bien, de verdad, y han estado con nosotros en todo momento, los dos, Menahim y Shabi, y te digo que todos los de tu casa se han mantenido firmes. De Silas y Leví por supuesto lo esperaba, quién no, pero te digo que el pequeño Shabi y Cleofás el Menor, y todos…
Y siguió hablando mientras besaba a Santiago y luego a mis tíos, así como las manos que alzó José para bendecirle.
Estábamos en la puerta del patio cuando entró a saludarnos Rubén de Cana e intentó despedirse entonces de Jasón, pero Jasón protestó. La bota de vino pasó del uno al otro, y después nos la ofrecieron. Yo la rechacé. -¿Por qué no te sientes feliz? -me preguntó Jasón.
– Somos felices, todos nos sentimos felices -dije-. Rubén, han pasado muchos años. Entra a refrescarte.
– No; se viene a casa conmigo -dijo Jasón-. Mi tío no quiere oír hablar de que se aloje en otro lugar que no sea nuestra casa. Rubén, ¿qué te ocurre?, no puedes ponerte ahora en marcha hacia Cana.
– Pero tengo que hacerlo, Jasón, tú sabes muy bien que es así -dijo Rubén.
Nos miró a todos para despedirse, e hizo una ligera inclinación-. Mi abuelo no me ha visto en dos años -adujo.
José correspondió la inclinación de Rubén. Todos los ancianos hicieron lo mismo.
Jasón se encogió de hombros.
– Entonces mañana no vengas -dijo Jasón- a contarme la historia triste de cómo despertaste y te encontraste… ¡en la gran ciudad de Cana!
Los jóvenes que les rodeaban se echaron a reír.
Rubén pareció desvanecerse en las sombras, entre las voces alegres y el tumulto de quienes querían palmear el hombro de Jasón y estrecharle la mano, y todos los que forcejeaban para entrar o salir de la casa.
Finalmente, después de habernos despedido más de cincuenta veces, entramos en la casa.
La vieja Bruria se nos había anticipado para encender el hogar, y nos recibió el fuerte y apetecible aroma del potaje que estaba guisando.
Mientras ayudaba a José a ocupar su lugar habitual, junto a la pared, vi a Ana la Muda. En medio de todas las idas y venidas, estaba inmóvil y me miraba fijamente, como si nadie más pasara delante de ella. Parecía cansada y vieja, realmente vieja, una anciana, tan delgada y encorvada y con los puños apretados para sujetar su velo como si fuera un cabo lanzado al mar. Negó con la cabeza. Fue un gesto lento y desesperado. -¿Le diste el mensaje? -le pregunté-. ¿Lo leyó?
Su rostro no tenía expresión. Hizo un gesto con la mano derecha, una y otra vez, como si arañara el aire.
– Dio la carta a Abigail -dijo mi madre-, pero no sabe si la ha leído.
– Ve ahora a su casa -dijo la vieja Bruria-. ¡Tú, Cleofás, ve! Ve y lleva contigo a tu hijastra. Ve y llama a su puerta. Dile que has ido a darle las noticias.
– Todos los que pasaban han llamado -dijo Santiago-. Jasón estaba golpeando la puerta hace un momento, cuando hemos entrado. Ya basta por hoy. Puede que al viejo loco se le ocurra salir a pasear por voluntad propia. El alboroto le tendrá despierto toda la noche, en cualquier caso.
– De todos modos, podríamos llamar a su puerta, ¿sabes? -insistió Cleofás -. Todos nosotros, bailando y bebiendo, podríamos sencillamente llamar a su puerta, y luego, claro está, le diríamos que lo sentimos, pero que es… -No terminó la frase. A nadie le apetecía hacer una cosa así.
– Esta noche no es el momento de contárselo a Jasón -dijo Santiago-.
Pero podremos ir con él mañana, y llamar a la puerta si es necesario hacerlo.
Todos estuvimos de acuerdo. Y sabíamos que su tío, el rabino, sin duda se lo contaría todo.
13
No fuimos a trabajar al día siguiente. Era una fiesta, una celebración en acción de gracias al Señor por la decisión del gobernador, y quienes tenían ganas de beber lo hicieron, pero la mayoría de la gente iba de casa en casa para hablar sobre el gran acontecimiento, que para algunos era un triunfo del pueblo, para otros la humillación del gobernador, y para los más ancianos sencillamente la voluntad de Dios.
Santiago, como no podía quedarse quieto, barrió los establos y el patio dos veces, y yo, incapaz de quedarme quieto si Santiago no se estaba quieto, fui a traer agua y dar de comer a los burros, me dediqué a arrancar las malas hierbas del huerto, y volví pensando que era preferible no decir nada de la cosecha que la sequía estaba echando a perder. Miré el cielo sereno y decidí ir a Cana.
Desde luego, no era un día para apremiar a Hananel ni para hacer gestiones en favor de nadie. Su amado nieto había vuelto a casa, y sin duda querría que le dejaran disfrutar de la ocasión y dar las gracias a Dios por ello.
Pero yo no podía esperar. Hiciera lo que hiciera, fuera a donde fuera, no veía otra cosa que a Abigail en su cuarto oscuro. Veía a Abigail tendida en el suelo, y a veces también sus ojos apagados.
La población de Cana, mucho más pequeña que Nazaret, parecía también llena de celebraciones bulliciosas, y yo pasé desapercibido entre corros de hombres que bebían y charlaban, e incluso de familias reunidas para almorzar sobre la hierba reseca y bajo los árboles. El viento no resultaba molesto, y de todas formas la gente parecía haber olvidado la sequía; habían logrado una gran victoria contra algo que temían aún más.