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– Salvada -murmuré. Aspiré el viento templado y húmedo. «Salvada.»

Cerré los ojos y me hinqué de rodillas.

Las compuertas del cielo se abrieron. La lluvia empezó a caer a cántaros.

15

Era una lluvia tan densa y violenta que trajo con ella el crepúsculo y cerró el mundo a los ojos de los hombres. Santiago y Esther recogieron a Abigail, incapaz de sostenerse en pie, y Santiago la cargó sobre su hombro, para llevarla con más facilidad, y todos corrieron hacia el pueblo o en busca de algún refugio.

Con mis hermanos, me hice cargo de José, lo aupamos a hombros y corrimos colina abajo.

Estábamos empapados hasta los huesos cuando llegamos a nuestra calle, y la calle era un torrente. Apenas había luz para guiarnos entre las sombras, y alrededor oíamos el chapoteo de pasos, exclamaciones de temor y fragmentos de jaculatorias.

Pero conseguimos llegar a nuestro patio, abrir presurosos las puertas de la casa y precipitarnos todos dentro.

Depositamos en el suelo a José con todo miramiento, y su pelo blanco chorreaba, aplastado contra su calva rosada. Lámpara tras lámpara fueron encendidas.

Las mujeres, todas en grupo, se llevaron a Abigail al interior de la casa, y sus sollozos iban despertando ecos en las paredes y las escaleras por las que subieron hasta las habitaciones pequeñas del segundo piso, reservadas a las mujeres. Los hombres se dejaron caer exhaustos en el suelo.

La vieja Bruria y mi madre trajeron ropa seca para todos, acompañadas por María la Menor y Mará, que habían estado con ellas todo el rato. Se ocuparon de secarnos, llevarse nuestros vestidos mojados y frotarnos el pelo.

Santiago estaba tendido sin resuello, mirando al techo.

Entró el viejo tío Alfeo, asustado y sorprendido. Luego apareció tío Cleofás, chorreando agua y sin aliento. Con él entró el último niño que faltaba. Fue él, ayudado por Menahim, quien atrancó la puerta.

La lluvia repiqueteaba sobre la techumbre. Bajaba por los desagües y los caños hacia las cisternas, el mikvah y los numerosos cántaros colocados bajo los canalones alrededor de la casa. Golpeaba los postigos de madera. Chocaba, ráfaga tras ráfaga, contra las puertas, que crujían.

Nadie habló mientras nos secábamos y poníamos la ropa limpia que nos ofrecían. Mi madre cuidaba de José, y le ayudaba a quitarse con cuidado los vestidos empapados. Los chicos soplaban las brasas e iban de un lado a otro excitados, buscando más lámparas que encender en aquella estancia cómoda y resguardada.

De pronto, llamaron a la puerta.

– Si se atreve -dijo Santiago, que se puso en pie y agitó el puño en el aire -, si se atreve a venir aquí, lo mato.

– Calla, basta ya -le ordenó su esposa Mará.

Llamaron de nuevo, discretamente pero con insistencia.

Oímos una voz al otro lado de la puerta.

Fui hasta la entrada, retiré la tranca y abrí.

Eran Rubén, con sus finos vestidos de lino tan empapados como los de cualquiera, y su abuelo, encogido bajo un cobertor de lana; y detrás de ellos, sus caballos y los sirvientes que habían alquilado.

Santiago les dio de inmediato la bienvenida.

Yo acompañé a los sirvientes y los animales al establo. La puerta estaba abierta, de modo que todo estaba mojado en el interior, pero pronto los caballos estuvieron desensillados y con un montón de heno fresco en el suelo.

Los hombres me dieron las gracias con gestos. Luego les trajeron vino y empinaron la bota.

Volví a la puerta principal al resguardo del alero del tejado, pero aun así estaba empapado al entrar en la casa.

Otra vez mi madre me recibió con una manta seca y me apoyé en la puerta, respirando pesadamente y jadeando.

Hananel y su nieto, ya con vestidos secos de lana, estaban sentados junto al brasero del suelo, frente a José. Todos tenían tazones de vino. José dio la bendición con voz ahogada, e invitó a beber a los visitantes.

El viejo erudito volvió la vista hacia mí, y luego miró a José. Probó el vino, y dejó el tazón junto a sus piernas cruzadas. -¿Quién habla por la chica ahora? -preguntó.

– Abuelo, por favor… -dijo Rubén-. Queremos agradeceros a todos vuestra amabilidad, muchas gracias. -¿Quién habla por ella? -insistió Hananel-. No quiero quedarme en esta aldea miserable ni un minuto más de lo necesario. Para eso he venido, y de eso quiero hablar ahora.

José señaló con un gesto a Santiago.

– Yo hablo por ella -dijo Santiago-. Mi padre y yo hablamos por ella. ¿Qué deseas decirme en relación con ella? Esa chica es nuestra pariente.

– Ah, y nuestra también -dijo Hananel-. ¿Qué te parece que deseo decir? ¿Por qué crees que me he tomado el esfuerzo de bajar a este estercolero? He venido aquí con una petición de matrimonio para la chica en favor de mi nieto Rubén, que se sienta aquí a mi derecha, y al que conocéis muy bien, como yo os conozco a vosotros. Y hablo ahora de matrimonio entre mi hijo y esa chica.

Su mal padre la ha abandonado delante de los ancianos de este lugar y a la vista de todos los presentes, incluidos mi nieto y yo mismo, de modo que si eres tú quien habla ahora por ella, respóndeme por ella. José se echó a reír.

Nadie más dijo una palabra, ni se movió, ni siquiera respiró más fuerte.

Pero José río y miró el techo. Sus cabellos blancos ya estaban secos, y sus ojos húmedos refulgían al resplandor de las brasas. Río como si estuviera soñando.

– Ay, Hananel -dijo-. Cuánto te he echado de menos, y ni siquiera lo sabía.

– Sí, y yo también te he echado de menos, José. Y ahora, antes de que lo digáis vosotros, hombres listos, dejadme decirlo a mí: la chica es inocente; era inocente ayer y es inocente hoy. Y es muy joven.

– Amén -dije.

– Pero no es pobre -observó Santiago-. Tiene dinero que viene de su madre, y tendrá un contrato de matrimonio como es debido, refrendado en esta misma habitación antes de estar prometida ni casada con nadie, y será una novia desde que salga por esta puerta hasta su noche de bodas.

Hananel asintió.

– Trae la tinta y el pergamino -dijo-. Ah, escuchad cómo llueve. ¿Qué posibilidades tengo de dormir bajo mi propio techo esta noche?

– Nos sentiremos honrados de que duermas en nuestra casa, señor -dije, y Santiago me respaldó musitando algunas palabras llenas de orgullo.

Todo el mundo insistió en la invitación. Mi madre y la vieja Bruria corrieron a preparar potaje y pan caliente.

Desde algún lugar de la casa, por encima del piso bajo, oí un murmullo de voces femeninas que dominaba incluso el tabaleo constante de la lluvia. Vi volver a Mará, aunque no me había dado cuenta de que se hubiera ido. De modo que Abigail estaba ya enterada de lo que ocurría, mi preciosa y angustiada Abigail.

Tía Esther trajo varias hojas de pergamino, tinta y pluma.

– Escribid, escribid -dijo Hananel en tono alegre-. Escribid que todo lo que corresponde a la herencia de su madre es suyo, de acuerdo con la costumbre pública, privada, escrita y no escrita, y con la tradición inveterada, sólo objetable mediante consenso de las partes, y de acuerdo con la propia declaración de la interesada, no obstante la negativa de su padre. Escribidlo.

– Señor -dijo mi madre-. Esto es todo lo que podemos ofrecerte, me temo, un poco de potaje, pera el pan está recién hecho y caliente.

– Es un banquete, hija mía -dijo él, e inclinó la cabeza con gravedad-.

Conocí a tu padre y le tuve en estima. Éste es un buen pan. -Le dedicó una sonrisa, y luego miró ceñudo a Santiago-. Y tú, ¿qué estás escribiendo? -¡Cómo! Escribo exactamente lo que has dicho.