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– Yeshua -dijo Jasón-, el pueblo está a punto de desaparecer bajo las aguas. Todas las cisternas, los mikvahsy los cántaros, están llenos a rebosar. ¡Estamos en medio de un lago! ¿Quieres mirar fuera? ¿Quieres oírlo? ¿Puedes escucharlo? -¿Queréis que rece para que deje de llover? -pregunté.

– Sí -dijo el rabino-. Rezaste para que empezara, ¿no es así?

– Recé durante semanas, como todos los demás. -Era cierto. Mi mente volvió al momento terrible en el claro de la colina. «Padre, detenlo… Envía la lluvia»-. Rabino -le dije-, por más que yo rezara, fue el Señor mismo quien nos envió la lluvia.

– Bueno, claro que sí, sin duda, hijo mío -repuso el rabino con suavidad, las manos tendidas para encontrar las mías-. ¡Pero por favor, reza de nuevo al Señor para que El pare la lluvia! Te lo ruego.

Mi tía Esther se echó a reír. Cleofás también empezó a reírse, con una risa ahogada como un susurro, hasta que mi tía Salomé se unió a ellos, seguida inmediatamente por María la Menor. -¡Silencio! -dijo Santiago. Todavía estaba agitado por lo sucedido antes, pero se contuvo y me miró-. Yeshua, ¿quieres dirigir el rezo de todos para que el Señor cierre las compuertas del cielo ahora, si ésa es Su voluntad? -¡Daos prisa! -urgió Jasón.

– Callad -dijo el rabino-. Yeshua, reza.

Yo incliné la cabeza. Les aparté a todos de mi mente.

Aparté de mi mente todo lo que se interponía entre mí y las palabras que pronunciaba; puse en ellas mi corazón y mi aliento.

– Señor bondadoso, creador de todas las cosas buenas -dije-, que nos has salvado en este día del derramamiento de sangre inocente… -¡Yeshua! ¡Pídele sólo que pare la lluvia! -exclamó Jasón-. Si no, todos los miembros de esta familia tendremos que ir por martillos, clavos y madera para construir un arca, ¡porque vamos a necesitarla!

Cleofás estalló en una risa incontenible. Las mujeres intentaban disimular sus sonrisas. Los niños miraban pasmados. -¿Puedo continuar?

– Reza, antes de que todas las casas se derrumben -me urgió Jasón.

– Señor de los Cielos, si es Tu voluntad, haz que acabe esta lluvia.

La lluvia cesó.

El repiqueteo en el techo cesó. Cesaron las ráfagas furiosas contra los postigos. El silbido agudo de la lluvia azotando los árboles se apagó.

La habitación quedó sumida en un silencio incómodo. Luego oímos el gorgoteo del agua que bajaba por los desagües, se agolpaba en los numerosos canalones y goteaba desde el borde de los aleros.

Me invadió una sensación de frío, un hormigueo como si mi piel estuviera doblemente viva. Sentí un vacío, y luego una recuperación gradual de lo que fuera que había salido de mí. Suspiré, y de nuevo mi visión se hizo húmeda y borrosa.

Oí al rabino entonar el salmo de acción de gracias. Recité las palabras con él.

Cuando llegó al final, empecé otro en la lengua sagrada:

– Resuene el mar y cuanto contiene -dije-, y el mundo con todos los que lo habitan. Que los ríos alcen las manos para aplaudir, que las montañas griten de alegría, ante el Señor que llega, que viene a gobernar la Tierra, a gobernar el mundo con justicia y a los pueblos con equidad.

Ellos repitieron mis palabras.

Me sentía mareado, y tan cansado que podía haberme dejado caer allí mismo. Me volví y me arrimé a la pared, y muy despacio tomé asiento a la izquierda del brasero. José se sentó también y se quedó observándome como antes.

Finalmente, levanté la vista. Todos estaban en silencio, incluso los niños más pequeños. El rabino me miraba con dulzura y cierta tristeza, y Jasón parecía embobado, hasta que se sacudió como si volviera a la realidad y me dijo con una reverencia:

– Gracias, Yeshua.

El rabino me dio también las gracias, y lo mismo hicieron todos los presentes, uno por uno. Luego Jasón señaló. -¿Qué es eso?

Miraba el cofre de oro. Su mirada recorrió las monedas desparramadas que relucían en la penumbra. Tragó saliva, asombrado:

– De modo que eso es el tesoro -dijo-. Vaya, nunca creí que existiera.

– Ven, vámonos -dijo el rabino, y le empujó hacia la puerta-. Buenas noches a todos, benditos niños, y mi bendición a todos los que se cobijan bajo este techo. Y muchas gracias de nuevo.

Se oyeron murmullos corteses, ofrecimientos de vino, los inevitables cumplidos. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Silencio. Me tendí de lado, con mi brazo como almohada, y cerré los ojos.

Alguien recogió las monedas y volvió a colocarlas en su caja. Eso fue todo lo que llegué a oír, y unos pasos cautelosos. Luego me sumergí en un lugar seguro, un lugar donde podría estar solo por unos momentos, a pesar de todas las personas apiñadas a mi alrededor.

17

La tierra estaba recién lavada. El arroyo rebosaba y los campos habían absorbido la lluvia y pronto estuvieron listos para el arado, a tiempo aún para una cosecha abundante. El polvo ya no cubría la hierba y los viejos árboles, y los caminos, blandos y encharcados el primer día, quedaron desde el segundo bastante practicables, y por todas partes en las colinas brotaron las inevitables y confiadas flores silvestres.

Todas las cisternas, los mikvahs, cántaros, jarras, barreños y barriles de Nazaret y las aldeas próximas estaban llenos a rebosar. En todo el pueblo se desplegó el lujo y la alegría de la ropa lavada y tendida a secar. Las mujeres reanudaron con pasión renovada el trabajo en los huertos.

Por supuesto se habló mucho de la existencia de hombres santos que podían traer la lluvia y hacer que parara simplemente con pedirlo al Señor; el más famoso de ellos había sido probablemente Joni, el dibujante de círculos, un Galileo de varias generaciones atrás, pero hubo también muchos otros.

Y así, la gente venía a verme y entraba y salía de casa, no para decir «Ah, qué gran milagro, Yeshua», sino más bien: «¿Por qué no rezaste antes para que lloviera?», o «Yeshua, sabíamos que sólo era necesario que tú rezaras, pero la cuestión es por qué esperaste tanto», y así sucesivamente.

Algunos lo decían en tono de broma, y la mayoría con buena intención.

Pero algunos hacían esas observaciones en son de burla, y la murmuración recorría todo Nazaret y se decía: «¡De haber estado cualquier otro hombre en aquella arboleda…!», y «Bueno, visto que se trataba de Yeshua, está claro que no ocurrió nada».

Toda la familia andaba atareada con los trabajos que había que acometer, e incluso Ana la Muda se decidió a salir del pueblo por primera vez desde su llegada años atrás, y acompañó a mis tías y a mi madre a Séforis, a comprar el lino más fino y transparente para la túnica de Abigail, y vestidos y velos, y para visitar a quienes vendían los bordados de oro más delicados.

Mientras trabajábamos en varios encargos en Séforis, busqué todas las ocasiones que pude para ayudar a Santiago, y él me agradeció esa pequeña amabilidad. Le pasaba el brazo por el hombro siempre que podía, y él hacía lo mismo conmigo; y nuestros hermanos vieron esos abrazos y oyeron las palabras amables, y lo mismo ocurrió con las mujeres de la casa. De hecho, su esposa Mará llegó a declarar que él parecía otro hombre y que ojalá le hubiera reprendido yo mucho antes. Pero no me lo dijo a mí. Se lo oí decir a tía Esther en un susurro.

Desde luego, Santiago preguntó en cierto momento, porque creía que era lo mejor, por qué no llamábamos a la comadrona, para que Rubén de Cana pudiera tener una certeza completa. Pensé que mis tías iban a hacerle pedazos con sus propias manos. -¿Y cuántas comadronas tendrán que hurgar en ese territorio virginal -preguntó mi tía Esther-, antes de que se rompa la misma puerta que esperan encontrar intacta? ¿A ti qué te parece?

Y no se volvió a hablar del tema.

No volví a ver a Abigail. Estaba recluida con la vieja Bruria en las habitaciones reservadas a las mujeres, pero llegaron tres cartas dirigidas a ella de parte de Rubén bar Daniel bar Hananel de Cana, y ella las leyó delante de todas las mujeres reunidas, y escribió las respuestas de propia mano, expresando sentimientos cariñosos y dulces, y esas cartas yo mismo las llevé por ella a Cana.