– Lo siento mucho, Shemayah -dije.
Su llanto se redobló, resonando en aquella habitación pequeña, pero no dijo ni una palabra. Se inclinó hacia delante, tembloroso.
– Shemayah, he traído el contrato de matrimonio -le dije-. Todo se ha hecho de forma conveniente y justa, y ella se casará con Rubén de Cana. Está aquí, Shemayah, está escrito.
Buscó a tientas con la mano izquierda, palpó el pergamino, lo apartó con un gesto suave y se volvió hacia mí sin mirar. Me pasó un pesado brazo alrededor del cuello y lloró sobre mi hombro.
18
Pasó tal vez una hora antes de que me fuera de allí. Me llevé el contrato de matrimonio y lo dejé en el cofre. Nadie se dio cuenta.
En casa, Jasón y el rabino estaban de pie, lo mismo que la mayoría de mis hermanos, hablando en tono excitado. -¡Dónde estabas! -exclamó mi madre, y enseguida me vi rodeado por caras ansiosas. Sentí el susurro de un pergamino mientras Jasón me palmeaba el hombro.
– Jasón, déjame por esta noche, por favor -dije-. Tengo sueño y lo único que deseo es acostarme. Sea lo que sea, ¿no podemos hablar de ello mañana?
– Oh, pero tienes que oír esto -dijo mi madre-. María la Menor -añadió -, ve a llamar a Abigail.
Empecé a preguntar qué tenía que oír, qué era tan importante para despertar a Abigail y hacerla venir, y ellos me lo dijeron todos a la vez, interrumpiéndose unos a otros.
– Cartas -dijo mi madre-. Cartas que tienes que escuchar.
– Cartas -confirmó el rabino-, cartas de Cafarnaum, de tu primo Juan hijo de Zebedeo, y de tu hermana Salomé la Menor.
– El mensajero acaba de traerlas -aclaró Jasón-. Yo tengo una carta. Mi tío tiene otra. Y han llegado también para personas que viven más arriba en la ladera de la colina y más abajo por la ladera del otro lado. Escucha, tienes que oír esto. Mañana y pasado mañana, toda Galilea sabrá estas cosas.
Me dejé caer en mi rincón habitual.
José estaba despierto, sentado muy derecho contra la pared, observando a todos con atención.
– Este mensaje viene de Jerusalén -dijo Jasón-, y la carta que ha recibido mi tío, de Tiberiades.
Abigail, soñolienta y preocupada, entró en la habitación y se sentó al lado de María la Menor.
Santiago levantó la carta para que yo la viera.
– De Juan hijo de Zebedeo, nuestro primo -dijo-. Nos la envía a todos nosotros… y a ti.
El rabino se volvió y le pidió a Santiago la carta.
– Por favor, Santiago -dijo-, deja que la lea yo, puesto que él, vuestro joven primo, es quien ha sido testigo de estas cosas.
Santiago se la entregó. Josías pasó la lámpara a Santiago, que la sostuvo en alto para que el rabino pudiera leer a su luz.
La carta estaba en griego. El rabino leyó rápidamente las frases iniciales de saludo:
– «Esto es lo que deseo haceros saber a ti y a todos vosotros, en especial a mi primo Yeshua bar Yosef, y no descansaré hasta que él lo haya escuchado. -Y continuó-: Nuestro pariente Juan hijo de Zacarías ha salido del desierto y llegado al Jordán, y se dirige ahora hacia el norte, al mar de Galilea. Está bautizando a todos los que vienen a él. Se cubre únicamente con una piel de camello ceñida con una correa de cuero, y ha vivido en el desierto sin comer otra cosa que saltamontes y miel silvestre. Ahora dice a todos: "Soy la voz del que clama en el desierto, preparo el camino del Señor." Y también:
"Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos está cerca." Y todos acuden a él, desde Jerusalén y Jericó y las ciudades situadas al norte y hasta el mar. Y él los bautiza cuando han confesado sus pecados. Y esto es lo que ha dicho Juan a los fariseos que han ido a interrogarle: "No, no soy el Cristo. No soy el Profeta.
Yo bautizo con agua; pero detrás de mí viene quien es más fuerte que yo, que no merezco desatar la correa de sus sandalias. El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. El está entre vosotros, pero vosotros no lo conocéis." -El rabino hizo una pausa, y luego prosiguió-. Estas cosas las he visto con mis propios ojos, y os pido, parientes míos, que las hagáis saber a Yeshua bar Yosef mientras yo me vuelvo al Jordán. Juan hijo de Zebedeo.»
El rabino bajó el rollo de pergamino y nos miró a mí, a José y a Jasón.
– Están yendo allí por centenares -dijo éste-. De todas las ciudades río arriba y río abajo, de la Ciudad Santa y de más lejos. Los sacerdotes y los fariseos han corrido a verle.
– Pero ¿qué significa que bautiza para el perdón de los pecados? -preguntó mi tío Cleofás-. ¿Cuándo ha hecho alguien una cosa así? ¿Lo hace como sacerdote, como lo haría su padre?
– No -dijo el rabino-. No creo que lo haga como sacerdote.
Devolvió la carta a Santiago.
– Escucha esto -dijo Jasón-. Es lo que dijo a los fariseos y saduceos que viajaron desde Jerusalén para interrogarle. -Leyó de su carta-: «Sois una raza de víboras, ¿quién os ha advertido de que huyáis de la ira inminente? Dad frutos de arrepentimiento antes de acercaros a mí. Y no os digáis a vosotros mismos o entre vosotros "Tenemos por padre a Abraham". Porque os digo que Dios puede tomar las piedras que hay aquí y convertirlas en hijos de Abraham.» -Paró de leer y me miró; luego a José, y por fin al rabino.
Mi hermano Josías dijo: -¿Qué significa todo eso? ¿Está diciendo como los Esenios que el Templo es impuro, que las ofrendas que se hacen allí para el perdón de los pecados son inútiles?
– Se dirige hacia el norte por la ribera de Perea -dijo Jasón-. Yo voy allí.
Quiero ver por mí mismo esa novedad. -¿Y ser bautizado? ¿Te someterás a ese rito para el perdón de los pecados? -preguntó el rabino en voz baja-. ¿Vas a hacer eso?
– Lo haré si me parece correcto -declaró Jasón. -¿Pero qué puede significar que un hombre bautice a otro, o a una mujer, para lo que importa? -terció mi tía Esther-. ¿Qué significa? ¿No somos todos judíos? ¿No estamos purificados cuando salimos de los baños y entramos en los patios del Templo? Ni siquiera los prosélitos se bañan para el perdón de sus pecados, ¿no es así? ¿Está diciendo que todos hemos de ser prosélitos?
Me puse en pie.
– Yo iré -dije.
– Vamos todos contigo -dijo José. Inmediatamente, mi madre dijo lo mismo. Todos mis hermanos estuvieron de acuerdo.
Mi madre me tendió la carta que había recibido de mi hermana Salomé la Menor. Mis ojos tropezaron con las palabras «desde Betsaida, desde Cafarnaum».
– Yo también quiero hacer ese viaje -dijo la vieja Bruria-. Llevaremos con nosotros a esta niña -añadió, y pasó su brazo por los hombros de Abigail.
– Todos lo haremos -dijo Santiago-. Todos, tan pronto como se haga de día, prepararemos el equipaje e iremos, y llevaremos provisiones para las fiestas. Iremos todos.
– Sí -dijo el rabino-, será como ir al Templo, como asistir a una fiesta. Yo iré con vosotros. Ahora ven conmigo, Jasón, he de hablar a los ancianos.
– Oigo voces fuera -dijo Menahim-. Escuchad. Todos hablan de lo mismo.
Salió corriendo a la oscuridad y dejó abierta la puerta a su espalda.
Mi madre había inclinado la cabeza con la mano en la oreja como para escuchar una voz lejana y apagada. Me acerqué a ella.
Jasón se había marchado y el rabino se despedía. La vieja Bruria se puso a nuestro lado.
Mi madre se esforzaba por recordar, y recitó:
– «Estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre. Convertirá a muchos hijos de Israel al Señor su Dios, y le precederá con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la sabiduría de los justos, para preparar un pueblo bien dispuesto al Señor.» -¿Pero quién dijo eso? -preguntó José el Menor. Shabi e Isaac repitieron la misma pregunta. -¿De quién son esas palabras? -preguntó Silas.
– Fueron dichas a otro -respondió mi madre-, pero por alguien que también me visitó a mí.