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– Eso es pura palabrería -afirmó-. ¡Es nuestro Templo!

Toda mi vida había oído la misma clase de discusiones y quejas. A veces seguía el hilo de los argumentos, pero la mayoría de las veces mi mente se evadía. Nadie esperaba que yo dijera nada en un sentido o en otro.

Muchos de quienes viajaban con nosotros no sabían que Juan hijo de Zacarías era primo nuestro. Quienes silo sabían eran rápidamente silenciados por nuestra simple afirmación de que sabíamos muy poco de él, porque los años y las distancias nos habían separado por completo.

Yo había visto a Juan por última vez cuando era un niño de siete años.

Por supuesto, Jasón podía describirlo de forma bastante detallada, pero siempre se remitía a la misma imagen, interesante pero remota: estudioso, piadoso, un modelo entre los Esenios, de los que después había desertado para llevar una vida todavía más dura en el desierto tórrido.

Mi madre, que podía haber contado más historias sobre Juan y sus padres que ninguno de los presentes, no decía nada. Mi madre, en los meses anteriores a mi nacimiento, había ido a alojarse en casa de Isabel y Zacarías, y a esos días correspondían las historias que Jasón me había repetido: el canto de gozo de mi madre, la profecía de Zacarías cuando nació su hijo. Todas cosas bien conocidas para mi madre. Pero tampoco ahora se preocupaba, como nunca lo había hecho, de sumarse a la conversación de los fariseos y los escribas; y los sobrinos más jóvenes, que sólo habían oído fragmentos y alusiones de esas historias, estaban ansiosos por saber más.

Jasón también guardaba sus secretos, aunque muchas noches junto al fuego vi claramente que ardía en deseos de ponerse en pie y recitar de memoria las oraciones que había aprendido de Juan, que a su vez las había sabido a través de mi madre y de sus propios padres.

Le dedicaba una pequeña sonrisa de vez en cuando, y él me guiñaba un ojo y sacudía la cabeza; pero aceptó que aquéllas no eran historias para ser contadas. Y entretanto seguían las discusiones sobre quién era aquel Juan al que con tanta devoción nos encomendábamos todos.

Cuando dejamos las altas colinas de Galilea y descendimos al valle del Jordán, el aire se hizo más cálido y agradable. Al principio el paisaje era seco.

Después llegamos a las marismas pobladas de juncos que bordeaban el río, y cuanto más avanzábamos, más frecuentes eran las noticias que nos llegaban de que Juan, que se aproximaba a nosotros desde el sur administrando el bautismo, podía estar más cerca incluso de lo que pensábamos. Y que el día menos pensado íbamos a toparnos con él.

José no se encontraba bien.

Empezó a quedarse a dormir en la carreta a todas horas, y Santiago y yo nos estremecíamos cuando le veíamos dormir de esa forma, profundamente, todo el día. Todos conocíamos esa clase de sopor, esa extraña respiración rítmica que se mantenía sin interrupción a pesar del traqueteo de las ruedas y de las inevitables sacudidas por causa de piedras y baches.

Las mujeres lo advirtieron, sin hacer preguntas y con más paciencia al parecer que mi tío Cleofás o mis hermanos menores, que habrían despertado a José con la mínima excusa.

– Dejadle descansar -dijo mi madre, y mi tía Esther ordenó a todos hacer lo mismo.

La mirada que vi en los ojos de mi madre era triste, como lo fue la noche en que recibimos la carta. Pero sobrellevaba su pena con entereza. Nada la sorprendía ni la alarmaba. Se sentaba al lado de José de vez en cuando, entre él y Cleofás, su hermano. Mecía a José contra su hombro. Le daba agua cuando él se desperezaba, pero en general impedía a los demás que lo espabilaran, cosa que hacían sobre todo para tranquilizarse comprobando que podía ser espabilado.

Una noche, José despertó y no supo dónde estábamos. No logramos hacerle entender que nos habíamos puesto en marcha hacia el Jordán con la intención de encontrar a Juan hijo de Zacarías y sus seguidores. Santiago llegó a sacar la carta arrugada para leérsela a la débil luz de una vela.

Finalmente, mi madre dijo: -¿Crees que te llevaríamos a donde tú no quisieras ir? Nunca haríamos una cosa así. Ahora, duerme.

Entonces se conformó y cerró los ojos.

Santiago se alejó para que nadie le viera llorar. Era su padre, y nos estaba dejando. Oh, todos éramos hermanos, pero él era el padre de Santiago y lo había tenido con una esposa joven a la que ninguno de nosotros, a excepción de Alfeo y Cleofás, había conocido. Cuando era un niño pequeño, Santiago había estado junto al lecho de muerte de su madre, con José. Y ahora, muy pronto José se iría también.

Fui a colocarme cerca de Santiago, y cuando él quiso me indicó que me acercara más. Estaba tan inquieto como siempre, revolviéndose a un lado y otro.

– No tenía que haber insistido en que viniera.

– Pero si no lo hiciste -dije-; él quiso venir, y mañana cuando salga el sol… estaremos allí.

– Pero qué sentido tiene eso de que uno bautice a otro, que no baje uno al río a bañarse por su cuenta como siempre, sino que sea otro… ¿Y has visto los soldados?

Las noticias que corren de todo lo que está pasando enfurecerán a ese bobo gobernador, sabes muy bien que será así.

Lo que supe es que necesitaba todas aquellas preocupaciones para no enfrentarse a la otra, la de que José se estaba muriendo. De modo que no le dije nada. Y muy pronto se fue a discutir otra vez de lo mismo con Jasón, Rubén, Hananel, el rabino y el grupo más reciente de soldados del rey, varios de los cuales servían de escolta a los ricos que viajaban en literas de colores brillantes… Y yo me quedé atrás, contemplando la enorme multitud dispersa por aquel suelo pedregoso, y el cielo que se oscurecía en lo alto.

El aire cálido traía el suave aroma del río y los humedales verdes, y se oían los chillidos de los pájaros que siempre se reúnen en las cercanías del agua.

Me gustaba y mi corazón cantaba también, pero al mismo tiempo sentía la misma tristeza que había percibido en mi madre. Era una sensación de ligereza y a la vez terrible: una especie de ambivalencia y asombro ante las cosas más pequeñas y triviales.

Algo estaba cambiando para siempre. Los niños, llamados ahora a acostarse, no percibían ese cambio, sólo la novedad y la aventura, como si se tratara de una excursión al mar grande.

Incluso mis hermanos se encontraban en un estado de euforia cansada, que ellos mismos se describían unos a otros como el deseo que tenían de confesarse, purificarse, incluso ser bautizados si insistía en ello Juan hijo de Zacarías, y regresar después a sus diversas ocupaciones, a este o aquel problema de su vida cotidiana, con energía renovada.

La conciencia que tenía yo de aquel momento era enteramente distinta. No quería apresurarme y tampoco quedarme atrás. No me preocupaba la distancia mayor o menor que había si tomábamos un camino u otro. Avanzaba despacio hacia lo que en definitiva significaba la separación de todo lo que me rodeaba.

Lo sabía. Lo sabía sin saber cómo ni qué ocurriría en concreto. Y en el único lugar en que veía esa misma conciencia -y en cierta manera la misma aceptación-, era en la dulce mirada habitual de mi madre.

20

Era media mañana, bajo un cielo gris y desapacible, cuando llegamos al lugar de la reunión bautismal.

Ni siquiera el número de los nuestros nos había preparado para las dimensiones de aquella multitud extendida a lo largo de ambas orillas, hasta donde alcanzaba la vista, muchos de ellos instalados en tiendas ricamente decoradas y con vituallas dispuestas sobre sus alfombras, mientras otros eran vagabundos andrajosos que venían a codearse con los sacerdotes y los escribas.

Inválidos, mendigos, ancianos e incluso las mujeres pintarrajeadas de la calle formaban parte de aquel gentío, al que venían a sumarse todos los que habían llegado con nosotros.