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Los soldados del rey estaban por todas partes, y reconocimos los uniformes de quienes servían aquí al rey Heredes Antipas, y los que servían al otro lado a su hermano Filipo, y alrededor de unos y otros a mujeres suntuosamente vestidas, rodeadas por sus sirvientes, o que simplemente asomaban la cabeza desde sus lujosas literas.

Cuando finalmente alcanzamos a ver al propio Juan, la multitud guardó silencio y los himnos que se cantaban a lo lejos quedaron como un simple fondo acústico. Hombres y mujeres se despojaban de sus ropajes exteriores y entraban en el agua sólo con sus túnicas, y algunos hombres se quitaban incluso éstas, y con sólo un paño sujeto a las caderas se acercaban a la silueta claramente visible de Juan, en medio de sus numerosos discípulos.

Por todas partes se oían los susurros confidenciales de quienes confesaban sus pecados y pedían perdón al Señor, entre murmullos lo bastante altos para que se oyera la voz pero no se distinguieran las palabras, mientras los ojos se cerraban y las ropas caían entre los juncos, y la gente se metía en el humedal y luego en el río.

Los discípulos de Juan lo flanqueaban a izquierda y derecha.

Él mismo era inconfundible. Alto, con el polvoriento pelo negro muy largo, cayendo sobre los hombros y la espalda, recibía a un peregrino tras otro; sus ojos oscuros brillaban a la luz gris de la mañana, y su voz profunda dominaba todo el rumor de voces que le rodeaba.

– Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos está cerca -decía, como si cada vez fuera la primera, y quienes le rodeaban repetían la frase, hasta que pronto percibimos que sonaba como una salmodia que variaba de timbre y tono en ciertos momentos, al azar de las incesantes confesiones.

Jasón y los jóvenes se quedaron atrás, cruzados de brazos, observando.

Pero uno a uno mis hermanos bajaron, se quitaron sus ropas y entraron en el agua.

Vi a Santiago sumergirse en la corriente y emerger despacio mientras Juan, sin que su rostro cambiara lo más mínimo por el presumible reconocimiento, derramaba el agua de una concha sobre su cabeza.

Josías, Judas y Simón se acercaron a los discípulos, y con ellos fueron sus hijos y sobrinos. Menahim llevaba de la mano a Isaac el Menor, muy pegado a él porque al parecer le asustaban el suelo esponjoso y los densos juncales, y el mismo río a pesar de que su profundidad no pasaba de las rodillas de alguien de pie.

Una tienda sostenida por cuatro postes decorados se abrió sonoramente al viento cuando las nubes grises se apartaron para dar paso a un sol radiante.

Salió de ella un rico recaudador de impuestos, un hombre al que sólo conocía de mis viajes para trabajar o visitar Cafarnaum.

Se colocó a mi lado y observó la masa móvil de los bautizantes y los bautizados; el grosor de aquella multitud parecía hincharse y crecer a derecha e izquierda mientras la observábamos.

De entre la gente situada detrás de nosotros, abriéndose paso a codazos para avanzar, salió un fariseo ricamente vestido y con una larga barba blanca, acompañado por dos hombres pertenecientes a la clase sacerdotal, a juzgar por sus finas vestiduras de lino. -¿Con qué autoridad haces esto? -preguntó el fariseo de la barba blanca -. Vamos, Juan hijo de Zacarías. Si no eres Elías, ¿por qué convocas aquí a la gente para el perdón de sus pecados? ¿Quiénes son tus discípulos?

Juan se detuvo y levantó la mirada.

El sol que asomaba detrás de las nubes grises obligó a Juan a entornar los ojos para ver mejor al hombre que se le enfrentaba. Su mirada se detuvo un momento en mí y en el recaudador de impuestos.

De nuevo habló el fariseo: -¿Con qué autoridad te atreves a traer a estas gentes aquí? -¿Traer? ¡Yo no los he traído! -respondió Juan, Su voz dominaba sin esfuerzo el tumulto de los reunidos.

Retenía su aliento como una persona acostumbrada a hablar por encima de los ruidos o del viento.

– Os lo he dicho. No soy Elías. No soy el Cristo. ¡Os he dicho que quien llega después de mí está delante de mí!

Parecía ganar fuerzas mientras hablaba. Los discípulos seguían bautizando a los peregrinos.

Vi a Abigail entrar en el río totalmente vestida. Y el joven que le indicaba por señas que había de arrodillarse en el agua era mi primo Juan hijo de Zebedeo. Estaba allí, con sus ropajes mojados pegados al cuerpo, el cabello largo y sin peinar, un muchacho de apenas veinte años arrimado al hombre que gritaba ahora a todo el que quisiera escucharle: -¡Os repito que sois una raza de víboras! Y no penséis que estáis a salvo declarándoos hijos de Abraham. Os digo que el Señor puede hacer crecer hijos de Abraham de estas mismas piedras. En este mismo momento, el hacha está ya cortando el árbol de raíz. ¡Los árboles que no dan buen fruto serán derribados, y arrojados al fuego!

En todas partes, la multitud miraba de reojo a los rabinos y sacerdotes que se adelantaban al oír las voces de Juan.

Jasón le gritó: -¡Juan, dinos de dónde te viene la autoridad para decirnos esas cosas! Es lo que quiere saber esta gente.

Juan miró en su dirección, pero no pareció reconocerlo, o no más de lo que reconocía a cualquier otro hombre en particular, y contestó: -¿No os lo he dicho? Os lo repetiré. Yo soy la voz que clama en el desierto, para preparar el camino al Señor, para facilitar su paso. Por todos los barrancos bajará el agua, y las montañas y colinas se allanarán; los lisiados caminarán erguidos y los caminos tortuosos serán rectos… ¡y todos los que son de carne y hueso verán la salvación de Dios!

Pareció que incluso quienes se encontraban en los límites más lejanos de aquella multitud le oían. Se alzó un clamor de voces que daban gracias, y más y más personas entraron en el río. Jasón y Rubén bajaron también al río.

Vi que Juan subía por la orilla, con su largo cabello lacio todavía empapado, para acercarse a José, que trataba de caminar sostenido por Santiago y mi madre.

El recaudador de impuestos contemplaba el descenso al río del anciano.

Juan recibió él mismo a José, pero de nuevo no vi en sus ojos ningún signo de que reconociera al hombre y a la mujer que tenía delante. Entraron en el río como todos los demás; y él vertió sobre sus cabezas el agua de su concha.

De nuevo lo llamaron a gritos desde la multitud. Esta vez era Shemayah, que empezó a gritar de repente como si no pudiera contenerse: -¡Qué hemos de hacer entonces! -¿Tengo que decíroslo? -respondió Juan. Se echó atrás y de nuevo alzó la voz con la facilidad aparente de un orador-. Aquel de entre vosotros que posea dos túnicas, que las comparta con el que no tiene ninguna; y los que tenéis comida en abundancia, habéis de darla a los que pasan hambre.

De pronto fue el joven recaudador de impuestos que estaba a mi lado quien gritó: -¡Maestro!, ¿qué hemos de hacer nosotros?

La gente volvió la cabeza para ver quién hacía aquella pregunta encendida, que parecía salir directamente de su corazón.

– Ah, no recaudéis más de lo que se os ha ordenado recaudar -respondió Juan. Una amplia oleada de murmullos aprobadores se alzó de las personas que estaban en las orillas. El recaudador asintió con la cabeza.

Pero ahora eran los soldados del rey los que se adelantaban: -¡Y qué has de decirnos a nosotros, maestro! -gritó uno-. ¡Dinos qué podemos hacer!

Juan les miró, entornando otra vez los ojos para evitar los rayos del sol que se filtraban entre las nubes.

– No toméis dinero por la fuerza, eso podéis hacer. Y no acuséis a nadie en falso, y conformaos con vuestra paga.

De nuevo hubo cabezadas de asentimiento y murmullos de aprobación.

– Yo os digo que El que viene detrás de mí tiene ya en Sus manos el cedazo con que va a separar en la era el grano que guardará en el trojey la paja que arrojará para que arda en el fuego eterno.

Muchos que antes no se habían movido se acercaron ahora al río, pero en ese momento una gran conmoción agitó a la multitud. La gente se volvía a mirar, y se oían gritos de asombro.

Hacia la derecha y por encima de donde estaba yo, apareció en la ladera un nutrido grupo de soldados, y en medio de ellos una figura reconocible, que hizo que todos callaran cuando se aproximó a la orilla del río. Los soldados barrieron la hierba para que él la pisara, y cuando se apeó sostuvieron en alto los bordes de su largo manto púrpura.