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– Ahora pertenecen a Azazel -dijo.

– No, pero se han ido -dijo José-. Y nosotros hemos venido a verte a ti.

Sabemos lo mal que te sientes. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Vamos a visitar a Nahom y a la madre del chico?

El rabino asintió.

– José, lo que quiero es que te quedes a consolarme -le dijo, sacudiendo la cabeza-, pero tú les perteneces a ellos. Nahom tiene hermanos en Judea.

Debería irse allí con su familia. Nunca volverá a encontrar la paz en este lugar.

José, dime, ¿por qué ha ocurrido esto?

Jasón intervino con su apasionamiento acostumbrado:

– No hace falta ir a Atenas ni a Roma para saber lo que estaban haciendo esos chicos -dijo-. ¿Por qué no puede ocurrir una cosa así en Nazaret?

– No es eso lo que he preguntado -replicó el rabino, dirigiéndole una mirada dura-. No pregunto qué hicieron los chicos. ¡No sabemos lo que hicieron! ¡No hubo juicio, ni testigos, ni justicia! Pregunto cómo han podido lapidarlos, eso pregunto. ¿Dónde está la ley, dónde la justicia?

Uno podría pensar que despreciaba a su sobrino por la forma en que le contestó, pero lo cierto es que el rabino ama a Jasón. Los hijos del rabino han muerto. Jasón hace que el rabino se sienta joven, y siempre que Jasón está lejos de Nazaret, el rabino se muestra distraído y olvidadizo. Tan pronto como Jasón cruza la puerta, de regreso de algún lugar lejano, con un paquete de libros a la espalda, el rabino renace, y a veces, cuando pasean los dos juntos, parece recuperar el entusiasmo de un muchacho.

– Por cierto -le preguntó Jasón-¿y qué harán cuando el padre de Yitra se tropiece con los niños que empezaron esto? Porque eran niños, sabéis, esos niños pequeños que corretean alrededor de la taberna, y han escapado, se fueron antes de que volara la primera piedra. Nahom puede pasarse la vida entera buscando a esos chiquillos.

– Niños -dijo mi tío Cleofás-, niños que puede que ni siquiera sepan bien lo que vieron. ¿Qué tiene de particular, dos jóvenes debajo de la misma manta en una noche de invierno?

– Se acabó -dijo Santiago-. Pues qué, ¿vamos a celebrar el juicio ahora cuando no lo hemos hecho antes? Se acabó.

– Tienes razón -asintió el rabino-. Pero ¿irás a ver a la madre y el padre, y les dirás algo de mi parte? Si voy yo, lloraré largamente y me pondré furioso.

Si va Jasón, dirá cosas raras.

Jasón río sin alegría.

– Cosas raras. ¿Que esta aldea no es más que un miserable montón de polvo? Sí, diría cosas así.

– Tú no tienes por qué vivir aquí, Jasón -dijo Santiago-. Nadie ha dicho nunca que en Nazaret hiciera falta un filósofo griego. Vuelve a Alejandría, o a Atenas o Roma, o a donde sea que vas siempre. ¿Necesitamos nosotros tus pensamientos? Nunca nos han hecho falta.

– Santiago, sé paciente -aconsejó José.

El rabino se dirigió a José, como si no hubiera oído la discusión.

– Ve a verles, José, tú y Yeshua, vosotros siempre decís las palabras justas.

Yeshua puede consolar a cualquiera. Explicad a Nahom que su hijo era simplemente un niño, y el Huérfano, ¡ah, el pobre Huérfano!

Estábamos ya despidiéndonos cuando Jasón se acercó y me miró con atención. Yo levanté la vista.

– Cuida de que los hombres no digan las mismas cosas de ti, Yeshua -dijo.

– ¿Qué estás diciendo? -exclamó el rabino, y se levantó precipitadamente de su asiento.

– No tiene importancia -dijo José en voz baja-. No es nada, sólo el dolor de Jasón por cosas que uno no alcanza a comprender.

– ¿Cómo, no sabéis que andan diciendo cosas raras sobre Yeshua? -dijo Jasón, con la vista clavada en José, y luego en mí-. ¿Sabes cómo te llaman, mi mudo e impasible amigo? -me dijo-. Te llaman Yeshua Sin Pecado.

Me reí, girándome para que no pareciera que me estaba riendo en su cara.

Pero lo cierto es que me reí en su cara. Siguió hablando, pero no le escuché.

Observé sus manos. Tiene manos finas y hermosas. Y a menudo, cuando recita un largo párrafo o un poema, yo me limito a observar sus manos. Me hacen pensar en pájaros.

El rabino se puso de pronto a tironear la túnica de Jasón, y levantó la mano derecha como si fuera a abofetearlo. Pero luego se dejó caer de nuevo en su silla, y Jasón enrojeció. Ahora lamentaba lo que había dicho, lo lamentaba con desesperación.

– Bueno, la gente habla, ¿no es cierto? -dijo Jasón, mirándome-. ¿Dónde está tu esposa, Yeshua, dónde están tus hijos?

– No voy a quedarme aquí escuchando estas cosas ni un momento más -saltó Santiago. Me agarró del brazo y tiró de mí hacia la calle-. No hables de esa forma a mi hermano -dijo a Jasón-. Todo el mundo sabe lo que te reconcome. ¿Crees que somos tontos? No puedes estar a su altura, ¿es eso?

Abigail te ha rechazado. Su padre incluso se burló de ti.

José empujó a Santiago por delante de mí, hasta llevarlo fuera de la habitación.

– Ya basta, hijo. ¿Siempre has de meterte con él?

Cleofás hizo un gesto de asentimiento.

El rabino se dejó caer en su silla y bajó la cabeza entre sus pergaminos.

José se inclinó y susurró algo al rabino. Oí el tono conciliador, pero no las palabras. Mientras tanto, Jasón miraba furioso a Santiago, como si éste fuera ahora su enemigo, y Santiago sonreía despectivo a Jasón.

– ¿No tienes bastantes enemigos en el pueblo? -le preguntó Cleofás, en tono tranquilo-. ¿Por qué siempre juegas a Satanás? ¿Tienes que juzgar a mi sobrino Yeshua porque Yitra y el Huérfano no tuvieron juicio?

– A veces -dijo Jasón-, creo que he nacido para expresar lo que los demás no se atreven a decir. He prevenido a Yeshua, eso es todo. -Su voz disminuyó hasta convertirse en un susurro-. ¿No está su propia parienta esperando su decisión?

– ¡Eso no es cierto! -declaró Santiago-. ¡Eso viene de la idiotez febril de una mente envidiosa! Te rechazó a ti porque estás loco, ¿y por qué ha de casarse una mujer con el viento, si no está obligada a hacerlo?

De pronto todos empezaron a hablar a la vez, Jasón, Santiago, Cleofás, e incluso José y el rabino.

Salí a la calle. El cielo estaba azul, y el pueblo vacío. Nadie deseaba salir a contar lo que había sucedido. Me alejé un poco, pero seguí oyéndoles.

– Ve a escribir una carta a tus amigos epicúreos de Roma -dijo Santiago con voz dura-. Cuéntales los sucesos escandalosos del miserable villorrio en que estás condenado a vivir. Compón una sátira, ¿por qué no?

Salió a buscarme.

Jasón venía detrás de él, adelantándose a los ancianos, que le seguían.

– Te diré algo respecto a eso -dijo Jasón, furioso-: si escribo alguna cosa de valor, sólo hay un hombre en este lugar capaz de comprenderlo, y ese hombre es tu hermano Yeshua.

– Jasón, Jasón… -tercié-. Vamos, ¿a qué viene todo esto?

– Bueno, si no es por una cosa es por otra -dijo Santiago-. No hables con él. No le mires. En un día como éste, él tiene tema para empezar una discusión. Estamos pasando un invierno duro, sin lluvia, y Poncio Pilatos amenaza con llevar sus estandartes a la Ciudad Santa. Pero él va y se pone a discutir por esto.

– ¿Crees que son una broma? -estalló Jasón-. ¿Esos estandartes? Te digo que esos soldados se dirigen en este momento a Jerusalén y que colocarán sus insignias en el mismo Templo, si les apetece. Así están las cosas.

– Para, eso no lo sabemos -dijo José-. Estamos esperando noticias de Poncio Pilatos igual que esperamos la lluvia. Acabad con esta disputa, los dos.

– Vuelve con tu tío -dijo Santiago-. ¿Por qué nos sigues y nos molestas?

Nadie más en Nazaret quiere hablar contigo. Vuelve. Tu tío te necesita ahora. ¿No hay páginas que escribir, para informar de estos odiosos sucesos a alguien? ¿O es que éste es un país sin ley, como si fuéramos bandidos de las montañas? ¿Qué, podemos tirarlos a una fosa y que nadie se entere de cómo han muerto? Vuelve y haz tu trabajo.

José dirigió a Santiago una mirada severa que le hizo callar, y lo envió por delante, con la cabeza gacha.