Выбрать главу

– Míralos, emplea esos ojos poderosos capaces de ver todo lo que te rodea.

Emplea tus poderosos oídos y escucha sus risas alegres, sus canciones desprovistas de artificio. Mira a lo largo y ancho y les verás reunidos para celebrar sus sencillas fiestas, desde las profundidades de las selvas hasta las alturas cubiertas de nieve. ¿Qué te hace pensar que tú reinas sobre esa gente?

Vamos, puede que uno peque, y otro vacile, y alguno esté confuso y no consiga amar como querría hacerlo, y puede que algún emisario tuyo consiga agitar las masas durante un mes de disturbios y destrozos.»Pero, ¿príncipe de este mundo? Me reiría de ti si no fueras indecible. Eres el Príncipe de la Mentira. Y la mentira es ésta: que tú y Dios sois iguales y habéis entablado un combate sin tregua. ¡Eso nunca ha sucedido!

La furia casi le había dejado petrificado. -¡Estúpido, miserable profeta de pueblo! -espetó-. Cómo se van a reír de ti en Nazaret.

– Es el Señor quien gobierna -dije-, y siempre lo ha hecho. Tú no eres nada, no tienes nada y no gobiernas nada. Ni siquiera tus propios enviados son tan huecos y tan furibundos como tú.

Tenía la cara enrojecida y se había quedado sin habla.

– Oh, sí que cuentas con enviados tuyos. Les he visto. Y tienes seguidores, esas pobres almas condenadas que tú exprimes en tu puño ansioso. Incluso tienes santuarios dedicados a ti. ¡Pero qué insignificantes son tus feos éxitos en este mundo vasto y vital en que crece el trigo y el sol brilla! ¡Qué baratos tus intentos de agrandar la brecha de cada pequeño desacuerdo, de alzar tu mísero estandarte sobre cada rencor surgido de una discusión, sobre cada tenue red de avaricia y corrupción! ¡Qué patético que tu única auténtica posesión sean tus mentiras! ¡Tus mentiras abominables! Y siempre, siempre procuras llevar a los hombres a la desesperación, convencerles en tu envidia y tu codicia de que tu archienemigo, el Señor, es enemigo de ellos, que Él es inalcanzable, que está situado más allá de sus dolores y necesidades. ¡Mientes! ¡Siempre has mentido! Si reinaras sobre este mundo no ofrecerías a nadie compartir ni una partícula. No podrías. No habría mundo que compartir, porque lo habrías destruido. ¡Tu verdadero nombre es Mentira! Y no eres nada más que eso. -¡Para, te digo que pares! -gritó. Se tapó los oídos con las manos. -¡Soy yo quien va a pararte! -respondí-. ¡Yo quien ha venido a revelar que tu desesperación es un fraude! Estoy aquí para dejar claro de una vez por todas que tú no eres el Rey y nunca lo has sido, que en el gran plan de la existencia no eres más que un salteador piojoso, un ladrón marginal, un merodeador que acecha con envidia impotente los campos cultivados por los hombres y las mujeres. Y voy a destruir tu reino quimérico y a destruirte a ti, porque te expulsaré, te echaré a patadas, te empujaré fuera de este mundo, y no con poderosos ejércitos y baños de sangre, no con el fuego y el terror que tanto ansias, no con espadas y lanzas ensangrentadas que rasgan la carne. Lo haré de una forma que no puedes imaginar, lo haré en familia, en el campo, en la aldea y el pueblo y la ciudad. Lo haré en las mesas de los banquetes de las viviendas más pequeñas y las mansiones más grandes. Lo haré corazón por corazón, alma por alma. Sí, el mundo está preparado. Sí, el mapa ha sido trazado. Sí, las Escrituras pueden leerse en la lengua compartida por todos. Sí.

Y por esa razón voy a hacer las cosas a mi manera, y tú has vuelto una vez más, y para siempre, a luchar en vano.

Me di la vuelta y eché a andar, y mis pies encontraron un camino sólido al alejarme de él. Sopló entonces un fuerte viento que me cegó por un instante, y luego vi aparecer la ladera familiar por la que caminaba cuando él se acercó a mí por primera vez; y a lo lejos vi las manchas brumosas de verdor que anunciaban la proximidad del río. -¡Maldecirás el día en que me has rechazado! -gritó él a mi espalda.

Sentí un mareo. El hambre me roía por dentro. Sentí vértigo.

Me volví a mirarlo. Mantenía aún la ilusión, los bellos vestidos que caían en pliegues graciosos, mientras me señalaba. -¡Mira bien estos ropajes! -gritó, y su boca tembló como la de un niño-.

Nunca te verás a ti mismo vestido de esta manera. -Gimió retorciéndose de dolor y agitó el puño en mi dirección.

Reí y seguí caminando.

De pronto volvió a aparecer junto a mi hombro. -Morirás en una cruz romana si intentas hacer esto sin mí -dijo.

Me detuve y le hice frente.

Salió volando y fue a caer a una gran distancia, como si lo hubiera empujado una fuerza invisible. Luchó por recuperar el equilibrio. -¡Atrás, Satanás! -dije-. ¡Atrás!

En medio de un gran remolino de viento y arena le oí gritar, y su grito se convirtió en un aullido cada vez más lejano.

Entonces llegó la tormenta de arena. Sus aullidos pasaron a formar parte de ella, parte del viento incesante.

Sentí que caía de verdad, y el acantilado apareció frente a mí mientras la arena me azotaba las piernas, las manos y la cara.

Tropecé y rodé cuesta abajo, más y más aprisa, protegiéndome la cabeza con las manos. Seguí cayendo.

Mis oídos se llenaron de viento, de sus lejanos aullidos, y luego poco a poco advertí que los ruidos que escuchaba venían del río y de un suave rumor de alas.

Oí el temblor, el aleteo, el susurro apagado del batir de alas. Sentí en todo el cuerpo el tacto suave de unas manos, incontables manos, y el roce aún más suave de unos labios: labios en mis mejillas, en mi frente, en mis párpados entrecerrados. Me abandoné a un hermoso balanceo ingrávido al ritmo de un cántico sin sonido real, que había reemplazado al viento anterior. Y así fui descendiendo con suavidad, abrazado por el cántico, arrullado por él.

– No -dije-. No.

El cántico se convirtió en un largo lamento. Era puro y triste, pero dulce hasta un punto irresistible. Poseía la inmensidad de la alegría. Y aquellos dedos amables se apresuraron a acariciar mi rostro y mis brazos quemados.

– No -murmuré-. Lo haré. Dejadme ahora. Lo haré, tal como he dicho.

Me solté de sus brazos, o ellos se apartaron tan silenciosamente como habían venido, se elevaron y marcharon en todas direcciones, dejándome solo.

Solo de nuevo.

Estaba en el fondo del valle.

Caminaba. Una correa de mi sandalia izquierda se rompió. Me quedé mirándola. Casi caí al suelo. Me agaché para recoger lo que quedaba de aquella tira de cuero. Y seguí caminando bajo una brisa ardiente.

23

Cambié varias veces de dirección, caminé sin rumbo empujado por el viento, rectifiqué, me forcé a seguir adelante.

En el horizonte movedizo aparecieron unas sombras.

Parecía un barco pequeño, y a su alrededor se movían algunas personas flotando en el aire caliente como lo harían en el mar.

Pero no era un barco, y los hombres iban a caballo.

Como empujado por el suave viento, oí aproximarse un caballo. Lo vi venir, más y más nítido.

Caminé hacia él. Oí un ruido vago y terrible a lo lejos, más allá del caballo, en la neblina que envolvía las palmeras verdes que señalaban el lugar distante del agua prometida.

El jinete se inclinó ante mí.

– Hombre santo, bebe -dijo-. Aquí.

Extendí el brazo y la bota se movió arriba y abajo y afuera, como algo que se balancea sujeto a una cuerda. Seguí caminando.

El hombre bajó de un salto de su caballo. Ricos ropajes. Anillos relucientes.

– Hombre santo -repitió. Me tomó del hombro con una mano, y con la otra llevó la bota a mis labios. Apretó el cuero. El agua fluyó en mi boca, fría y deliciosa. Se derramó por mis labios agrietados y mi pecho quemado.

Intenté agarrarla con las dos manos. Él me detuvo.

– No bebas demasiado, amigo -dijo-. No demasiado, porque estás desnutrido.

Levantó la bota: derramó agua sobre mi cabeza y yo me quedé quieto con los ojos cerrados, sintiendo aquel frescor bañar mis ojos y mis mejillas, deslizarse con un picor doloroso entre mi ropa destrozada.